"Planes and trains and boats and buses characteristically evoke a common attitude of blue, unless you have a suitcase and a ticket and a passport and the cargo that they're carrying is you". (Tom Waits. Foreign Affair)

lunes, 27 de febrero de 2012

Malviajando


Durante cuatro días me encierro en una habitación para terminar un trabajo y cometo el error de reproducir las condiciones que habitualmente me rodean en el lado de allá: el ordenador contra la pared y la cadena Ser enchufada por internet. Durante cuatro días quito y pongo comas, remiendo frases y redistribuyo tildes mientras Francino me pone al día del hundimiento de Occidente y de los aprietos del Duque de Palma (o, mejor, el Pato de Palma –Duck of Palma–, como diría el Gene Hackman de Unforgiven). Terminado el encargo, me dispongo a salir a tomarme un pincho de tortilla y una caña, así que echo un vistazo por la ventana para ver si llueve. Y claro...

¿Qué es eso de ahí fuera?

Eso de ahí fuera, por supuesto, se llama Tailandia, pero yo he dejado de estar allí y la miro igual que un pez mira desde su pecera el mundo de los seres secos.

Lo que se ha instalado en mí se llama resistencia, un virus que a veces afecta al viajero y le hace ver y sentir cosas que hasta ahora había atribuido al propio espíritu del viaje o que simplemente había pasado por alto. Por suerte desaparece en unas veinticuatro horas sin más medicación que un poco de movimiento, unas cuantas sonrisas locales y un buen plato de arroz. Pero durante esas veinticuatro horas:

- Me subo a un autobús con destino a Khon Kaen, penúltima parada en mi ruta hacia Laos, y encuentro que los baches de la carretera son inaceptables y que el conductor es un suicida hijo de puta.

- Cuando llego a Khon Kaen son las tres de la tarde, el termómetro marca 42 grados y el sol está situado en una posición perfectamente perpendicular a la ciudad, de tal modo que ni los árboles ni los edificios proyectan sombra alguna. El mantra ¿por qué el jodido sudeste asiático y no Letonia, donde las mujeres son de nieve? martillea una y otra vez mi estado de ánimo.

- Mi olfato ha regresado a sus exigencias europeas: Khon Kaen huele como si todos sus habitantes hubiesen puesto a secar sus vómitos al sol.

- Al mirar al suelo veo cómo una rata persigue a una cucaracha. La atrapa. La mastica. Se la traga.

- Un perro me ladra y se empeña en seguirme. Pego un pisotón en el suelo para que se largue, pero en lugar de ahuyentarlo lo único que consigo es llamar la atención de otros dos perros –a uno le falta un ojo, en el pelaje del otro hay calvas de tiña– y que los tres me sigan con todos los dientes a la vista. Trato de huir sin que lo parezca.

- Por todo esto, en lugar de tomarme mi tiempo en buscar alojamiento me apresuro a meterme en la primera guesthouse que recomienda mi guía sin ver siquiera la habitación. Por la noche compruebo que el ventilador hace un ruido infernal y que mi crujiente camastro está infestado de moradores de los muelles que se cenan mi epidermis. Empapado en sudor y tras varias horas de insomnio, mi voz interior imita la (exterior) de Josele Santiago y canta con rabia la sangre aún me hierve cuando pienso en mi mala suerte y cuando me levanto en el jergón... ¡os maldigo!

Si se presentan estos síntomas es mejor cambiar de escenario, creerse, al menos por una vez, la mentira de que las causas del problema son externas. En mi caso funciona: a la mañana siguiente, el autobús que me saca de Khon Kaen y me lleva a Ubon Rachathani tiene dos pisos y me toca viajar en el de arriba, en primera fila, y así puedo ver de frente cómo, kilómetro a kilómetro, ese minúsculo destello dorado que hace un rato ha aparecido en el horizonte adquiere la forma de un enorme, apacible Buda.

Y cuando llego a Ubon Rachathani huele a pollo asado.

Lo siento, Khon Kaen. No estuve a la altura. Otra vez será.

jueves, 23 de febrero de 2012

Alfred Hitchcock en Phitsanulok


Después de una última noche de transición en Chiang Mai madrugo y voy en busca de un tren que me lleve hacia el sur. Como tengo mucha suerte, llego a la estación cinco minutos después de que el tren "express" se haya marchado, así que me monto en el "ordinary", que pertenece a la generación inmediatamente posterior a la de las locomotoras que se alimentaban con carbón: 260 kilómetros en siete horas. No hay ironía en lo que digo, de verdad tengo suerte. El viaje durará sólo una hora más que en el tren "rápido", me costará diez veces menos y, a pesar de un asiento de madera no del todo ergonómico, disfrutaré de él cada minuto. Tengo mucho tiempo para leer y las ventanillas son de guillotina y se pueden bajar. El viento alivia el calor y puedo escuchar cómo el tren salva envuelto en toses las colinas (tampoco hay demasiados túneles en las rutas ferroviarias), cómo curvea esquivando los árboles en el tramo más boscoso del camino, cómo después del esfuerzo de la primera parte del viaje, la más escarpada, se deja ir país abajo y se toma su tiempo para recuperar el resuello.

De vez en cuando suben al vagón mujeres cargadas con bandejas de pollo frito y bolsitas de arroz (es lo que almuerzo), fideos envueltos en hojas de plátano, brochetas de cerdo.... Siete horas (y cincuenta minutos de retraso) después llego a Phitsanulok. Me ha caído un trabajo de corrección y necesito un lugar tranquilo en el que pasar unos días al margen de distracciones. Esta ciudad parece perfecta para eso: no hay farangs ni restaurantes para farangs ni bares para farangs. Nadie habla inglés, nadie se interesa por mí, por primera vez en el "país de las sonrisas" nadie me sonríe y sólo recibo miradas de extrañeza, incluso un par de muecas de desdén (por un momento creo estar en Lekeitio...). Pronto encuentro una habitación cómoda a muy buen precio, con una mesa, una ducha que siempre da agua caliente, una conexión a internet no demasiado lenta... incluso tengo una cama de verdad.

La ducha se lleva el sudor y parte del cansancio del viaje y salgo a la calle. En los alrededores descubro (después de un par de pasos en falso) una casa de comidas donde preparan unos estupendos fideos con ternera. Un poco más allá está la orilla del río, que por la noche se animará gracias a un mercado nocturno y un par de bares flotantes de luz tenue en los que tomar una cerveza después de trabajar. Está atardeciendo y mientras camino el leve... cómo llamarlo... chirrido que viene acompañándome como trasfondo sonoro desde que salí de la estación sube su volumen al máximo. Dirijo la mirada al cielo y sigo en panorámica la trayectoria de un pájaro negro que después de planear durante unos segundos se posa en uno de los cables que atraviesan la plaza. El cable no está vacío. El sonido es ahora horrible y me parece ver a Tippi Hedren correr hacia una cabina de teléfonos. Al que no veo es a Bernard Herrmann.

¿Phitsanulok o Bodega Bay?





miércoles, 22 de febrero de 2012

Farewell, so long, Mae Hong Son


1.864 son las curvas que hay que atravesar para llegar de Chiang Mai a Mae Hong Son. Dice David que en realidad son más de 2.000, pero al parecer alguien exclamó un día "1.864!" con tal convicción que la cifra cuajó y ahora se multiplica en camisetas y carteles, a la entrada de los bares e incluso en los templos, en cientos de llaveros y gorras que certifican que "yo también sobreviví a las 1.864 curvas". No todos los estómagos lo consiguen. En la minivan que me lleva de vuelta a Chiang Mai, después de dos semanas en Mae Hong Son, una danesa y un francés emplean la mitad del viaje en volcar todo lo que llevan dentro en sendas bolsas de plástico de una transparencia muy poco afortunada.

La ciudad vive orgullosa de su inaccesibilidad. Distintas personas me han hablado estos días de rumores de túneles, de que llegan las excavadoras, de que alguien quiere agujerear las montañas... y en todos los casos se dibuja una expresión de desencanto en sus caras. Saben que poseen un tesoro muy delicado, tanto que se echaría a perder si demasiados ojos, demasiadas manos, demasiados bolsillos pudiesen llegar hasta él en primera clase y en línea recta. Hay un aeródromo ahí al lado, sí, embutido entre las montañas, pero pocos se atreven a dejarse aterrizar en él.

Llegué para dos días y me he quedado quince. Voy a echar de menos el que desde ahora mismo es mi rincón favorito de Tailandia. También a mis nuevos amigos, que han conseguido que cada mañana me dijese a mí mismo: "un día más, vale, un día más". Pero hay que moverse, el viaje exige otras voces, otros ámbitos, y tan sólo dispongo de unos días para atravesar la mitad del país y, después de alguna que otra parada, dejar Tailandia y entrar en el sur de Laos.

Pero volveré.

(Nota al margen: mi última noche en Mae Hong Son acabó en el interior de un coche de la policía local. Bien, supongo que debo precisar un poco más. Mi última noche en Mae Hong Son acabó en el interior de un coche de la policía local. Concretamente, al volante de un coche de la policía local, turnándome con David para conducirlo: el jefe de policía y sus dos mejores hombres no estaban lo bastante serenos como para volver sobre ruedas al cuartel general y ahí estábamos nosotros, siempre al servicio de la comunidad. Durante todo el camino David no dejó de recitar su mantra: "Not in Lonely Planet!". Uud se lo perdió: había apostado un dineral por el equipo equivocado en el Chelsea-Birmingham y no hubo manera de curarle la depresión)




sábado, 18 de febrero de 2012

Ernest Hemingway a la sombra


Después de comer, a eso de la una y media, el sol pega con rabia y las moscas se adueñan de la ciudad. El repelente que me aplico cada mañana en muñecas y tobillos, en la nuca, el envés de los antebrazos y los lóbulos de las orejas (esto último es un consejo de mi farmacéutica donostiarra) funciona con los mosquitos, pero por alguna razón atrae –se diría que sexualmente– a las moscas de Mae Hong Son. Por primera vez desde que llegué empiezo a sudar. Aquí, en el norte, montañoso y verde, el clima es suave –algunas noches hay que echarse encima la chaqueta, incluso rescatar los vaqueros del fondo de la mochila–, pero hoy siento como si alguien hubiese tirado del mapa hacia abajo con toda el alma y por eso ahora el asfalto se derrite bajo un sol violento que en condiciones normales debería estar sobre Bangkok. La semana que viene será mucho peor. Mi tiempo en Tailandia se va acabando y debo pensar en poner proa al sur, en cruzar el país para acercarme poco a poco a la frontera de Laos, lejos, allá abajo, a la altura de Pakse. Por ahora me siento en la terraza de un pequeño café a la sombra, pido un té con hielo, abro a Hemingway y leo el tercer capítulo, que apenas tiene cuatro páginas. Compré una edición en ingles de bolsillo de A Moveable Feast en Madrid, recién estrenado el año, sospechando que no habría mejor ocasión que este viaje para leerlo. No me equivocaba. Le leo en París, merodeando una librería en la que se prestan e intercambian libros, muchos de ellos revendidos, abandonados u olvidados por viajeros de paso. En uno de esos raros momentos de perfección, al levantar la vista del texto veo que este mismo café tiene una gran estantería de libros viejos en varios idiomas. En Tailandia abundan estos lugares, librerías y cafés donde uno puede comprar una guía de viaje o una novela usadas por casi nada, donde es posible dejar la guía o el libro recién terminados y llevarse otro a cambio. Atravieso este túnel recién excavado que me comunica con el primer tercio del siglo XX y leo varias veces ese tercer capítulo, "Shakespeare and Company". Las palabras –esa música sencillísima que compone y que repite estribillos sin el menor complejo– se me quedan pegadas y me preguntó por qué habré tardado cuarenta años en llegar a esta página.
Tengo que reproducir este diálogo entre Hemingway y su mujer:

"Let's walk down the rue de Seine and look in all the galleries and in the windows of the shops".

"Sure. We can walk anywhere and we can stop at some new café where we don't know anyone and nobody knows us and have a drink".

"We can have two drinks".

"Then we can eat somewhere".

"No. Don't forget we have to pay the library".

"We'll come home and eat here and we'll have a lovely meal and drink Beaune from the co-operative you can see right out of the window there with the price of the Beaune on the window. And afterwards we'll read and then go to bed and make love".

"And we'll never love anyone else but each other".

"No. Never".

jueves, 16 de febrero de 2012

Un día más


 Me levanto temprano y al salir de mi habitación rumbo a la ducha común noto que mis pies caminan sobre una esponjosa alfombra que ayer no estaba. Al mismo tiempo, mis oídos detectan un molesto zumbido mecánico, casi prototecnológico, que cada dos o tres segundos se atraganta y está a punto de apagarse, pero finalmente, tras un par de estertores, continúa horadándome el tímpano. El olfato me envía señales de alerta, de peligro, achtung!, aléjate, ponte a salvo, huye, veneno, vuelve por donde has venido, por lo que más quieras. Mis ojos, por fin, completan el puzzle y resuelven el enigma: el rastafari neohippie que hace dos noches llegó a la guesthouse procedente de Pai ha decidido cambiar de imagen y raparse la mitad de la cabeza con su maquinilla, que ahora mismo parece un hámster eléctrico. De puntillas, escapando de los animales salvajes que sin duda se agazapan en la selva que Bob está dejando caer sobre las baldosas, consigo alcanzar la ducha más o menos indemne.

Fresco y aseado, alquilo una moto, conduzco unos quince kilómetros hacia el norte y me detengo en una pequeña cabaña-bar en lo alto de una colina que descubrí hace unos días. El dueño está tostando pan (¡pan!) sobre unas brasas que también sirven para mantener caliente el agua con la que preparará el té que me voy a tomar. El pan (¡pan!) y la mantequilla corren por cuenta de la casa. El paisaje, las montañas que dan cobijo a Mae Hong Son y mantienen fresca la mañana, son gentileza de la primera vibración, que ahora, con el ánimo templado por el aroma del fuego de leña, siento de forma muy intensa. Mientras desayuno termino el último capítulo de Mrs. Highsmith, pensando ya en Mr. Hemingway, que me espera en la mochila. Durante este viaje, sólo escritores que empiecen por H.


 Vuelvo a la moto y ahora me dirijo hacia el norte. La que he alquilado esta vez es semiautomática: tiene marchas, pero no embrague. Para subir de marcha hay que dejar de abrir gas y, al contrario que en una moto normal, pisar el cambio con la punta del pie. Para reducir, se pisa otra palanca con el talón. El sistema es terriblemente incómodo, pero me esperan casi 60 kilómetros de rampas que, según me ha asegurado el tipo que me la ha alquilado, una moto automática no podría salvar. Con esta lo consigo de milagro: en primera, sin pasar de unos 15 km/h en las cuestas más salvajes y pensando en que quizá tendría que haberme agenciado un piolet. Curva a curva empiezo a entender el cacharro y se van relajando los músculos de mi cara. Para cuando llego a Mae Aw, mi destino, tras dejar atrás la cascada (casi seca en esta época del año) de Pha Sua y el embalse de Pang Ung, las muecas de tensión han desaparecido bajo una enorme sonrisa.



Mae Aw, o Ban Rak Thai (que es su nombre tailandés moderno), es un pequeño pedazo de China encajado entre Tailandia y Birmania. Puede decirse que la frontera está en el pueblo, aunque desgraciadamente no puede cruzarse. Hoy en día sólo se puede entrar en Birmania por aire (aunque a David esto se la sude mucho). Al parecer, al final de la guerra civil china, miembros yunnaneses del ejército nacional revolucionario (KMT) llegaron a este lugar huyendo de las tropas comunistas y decidieron quedarse. Hoy Ban Rak Thai es un precioso conjunto de casas de adobe y cabañas descoyuntadas dispuestas alrededor de un lago donde se habla chino, se come chino y se lee chino. Casi todo el mundo aquí se dedica a cultivar y vender té, así que, tras probar unas cuantas variedades, me compro un saquito. Después de comer un arroz yunnanés y de invertir alrededor de media hora en reflejarme en la superficie del lago, decido volver a Mae Hong Son. Son casi las cinco y pronto empezará a escasear la luz, mejor apresurarse.

Cuando llego a la ciudad ya ha comenzado a atardecer. Alrededor del lago se han instalado, como cada día a esta hora, decenas de pequeños puestos de comida callejera: cerdo y pollo a la brasa, pad thai y otras preparaciones a base de fideos, crêpes de atún, pescado rebozado... Como tantas otras veces, lo que me atrapa es el sonido del mortero al quebrar los cacahuetes, al aplastar las limas y los pequeños tomates, al desmenuzar la carne de cangrejo y las guindillas que acompañarán al gran manojo de tiras de papaya verde que constituye el ingrediente central de la som tam, la única ensalada capaz de hacerte llorar de placer y dolor al mismo tiempo. "Spicyyyy?". "Yes, please, kop khun krab". A las seis en punto suena el himno tailandés por los altavoces y todo el mundo deja de hacer lo que estuviese haciendo hasta ese instante y se queda como petrificado en su sitio. La primera vez que presencié esto pensé en Village of the Damned, sólo que en este caso, que yo sepa, por el momento no ha habido alumbramientos de niños rubios.



El sol se ha apagado ya y el templo ejerce ahora de lámpara de noche. Una cerveza en el Monkey Box –en el que sólo hay otro cliente, Martin, un profesor de ciencias inglés– sirve para reducir el fuego de la som tam a unas agradables brasas. El día ha sido largo y me quiero ir a casa, pero David recibe la llamada de Uud, que está empeñado en que vayamos a tomar algo al Tsunami, donde lleva ya un rato bebiendo whisky con soda. El Tsunami es el restaurante japonés de "Mot", otro de los miembros tailandeses de la pandilla, quien, según dicen, borda el sashimi, aunque jamás ha estado en Japón. La ronda la paga "Joe", un risueño policía local, que, según David, se saca un sobresueldo permitiendo que lugares como el propio Tsunami estén abiertos a estas horas. Espero a que alguien se ría después de esta broma, pero nadie lo hace.

La reunión se traslada después a un bar en las afueras de la ciudad. La conversación se pone metafísica y le confieso a David que soy ateo. Contra todo pronóstico, no ordena que me quemen ahí fuera ni me rompe el vaso de whisky en la cabeza, aunque sí se empeña en contarme con pelos y señales un par de milagros con los que fue bendecido gracias a su costumbre de rezar todos los días. En el momento más oportuno, por suerte, Uud reconduce la conversación hacia territorio coño.

Antes de que termine la noche, de ninguna parte aparece una cría birmana. Tiene 15 años y es preciosa. Según nos dicen las dueñas del bar lleva 4 años en Tailandia y varias semanas viviendo allí, en la "trastienda". No va a la escuela, lo que enfurece a David, que la acribilla a preguntas en tailandés. "¿Pero tú quieres estudiar? ¿Quieres trabajar?" "Mi fundación puede hacerse cargo de ti. Dios santo, el gobierno tailandés está obligado a hacerse cargo de ti, vengas de donde vengas". Responde que lo que quiere es dinero. "Si quieres dinero puedo darte trabajo en el Monkey Box por las tardes". Contesta que se lo pensará. David está convencido de que dirá que no. Sospecha cuál ha sido su forma de supervivencia aquí en estos cuatro años.

Un día más. Un día menos. Me voy a la cama.

lunes, 13 de febrero de 2012

Aquí unos amigos


De izquierda a derecha, obviando al señor mayor que está en primer plano:

David
Un poco más sobre David. El otro día, aprovechando que, como de costumbre, no había clientes en su bar-restaurante, el Monkey Box, me estuvo enseñando algunas fotos del trabajo que lleva a cabo con su fundación. Cómo construyen escuelas en Laos y en aldeas casi inaccesibles de las montañas tailandesas, cómo les enseñan a instalar sus propios retretes o un rudimentario sistema de agua corriente... También me enseñó otras imágenes: un par de veces al mes David y su gente cruzan ilegalmente la frontera con Birmania, acompañados por soldados karenni armados hasta los dientes, para llevar medicinas y víveres a las aldeas que siguen siendo machacadas por el ejército de Myanmar. "¿Y si os pillan?". Sonríe, se pasa rápidamente el pulgar por el cuello y se va a toda prisa a atender a unos franceses que acaban de llegar, no sea que se escapen. También es policía voluntario aquí, en Mae Hong Son. Si un farang tiene un accidente de moto o se ve envuelto en algún problema, su teléfono suena y se pone "al servicio de la comunidad". Sí, le va el mambo. Y creo que no conozco a nadie con quien tenga menos que ver ideológicamente. A su lado George Bush es Salvador Allende. Sin embargo, es un buen tipo. Su hospitalidad no parece tener límites. Sus consejos sobre las rutas por los alrededores de Mae Hong Son valen su peso en oro. Y gracias a él he podido entrar en contacto con algunos de los habitantes tailandeses de esta ciudad, que ya me saludan por mi nombre cuando se cruzan conmigo por la calle, y compartir con ellos unas cervezas o unas garras de pollo (baby fingers, como las hemos rebautizado) en bares y casas de comidas fuera del alcance del farang medio. Cuando esto ocurre, invariablemente nos lanza un guiño cómplice y susurra: "Esto no sale en la Lonely Planet".

Thomas y Magalie
Él es economista y contable. Ella, profesora de primaria. Ambos son belgas y han dejado sus trabajos en el lado de allá para dar la vuelta al mundo en siete u ocho meses. Después de un mes en China le están dedicando unas semanas a Tailandia. La semana que viene llegarán a Laos y harán el mismo viaje que hice yo el año pasado, bajando el Mekong en barco desde Huay Xai hasta Luang Prabang, con noche (inquieta, sin duda) en la asilvestrada Pakbeng. Y más adelante les esperan Camboya, parte de Indonesia, Australia, donde sólo pararán en Sidney para coger un avión a Perú, y después quizá Venezuela, quizá México... Thomas, cuya curiosidad es casi enfermiza, es el único que está sacando algún provecho de las clases improvisadas de thai que nos imparte Oom, una de las camareras de David, después de cerrar o cuando, como de costumbre, no hay clientes en el Monkey Box. Magalie se da por satisfecha con haber superado la prueba de los baby fingers. Hemos pasado buena parte de los últimos días juntos, intercambiando consejos de ruta, contándonos nuestras vidas y compartiendo nuestra pasión por Mae Hong Son. Ellos se han marchado esta mañana, a regañadientes, porque no disponen de mucho tiempo antes de llegar a Laos. Yo sigo resistiéndome a irme de aquí. Quizá volvamos a encontrarnos dentro de uno o dos meses en algún punto del camino. Quién sabe.

Uud
Uud es uno de los mejores amigos de David, entre otras cosas porque trabaja en uno de los bancos locales y nunca le niega un préstamo cuando, como de costumbre, no hay clientes en el Monkey Box y las cuentas se le descuadran. Más allá de su actividad profesional, Uud parece haber consagrado su vida a averiguar cómo se dice la palabra "coño" en todos los idiomas del planeta. Y, en la medida de lo posible, a estar cerca de uno –o varios– ejemplares de este órgano tan cotizado. El interés de Uud por los coños es tan conmovedor como internacional. ¿Le gustaría a Uud pasarse por Bélgica en algún momento de su vida futura?, pregunta Thomas, agradecido por su hospitalidad y su perpetuo buen humor. Por supuesto, responde Uud, siempre y cuando disponga de una buena provisión de coños a su alcance. Si bien, puntualiza, su naturaleza le hace inclinarse preferentemente por el coño hispano. ¿Qué me dices, Raúl, podrías conseguirme unos cuantos?

Y así es como, poco a poco, van pasando los días y sus noches...

baby fingers

jueves, 9 de febrero de 2012

Se está mejor con el viento en la cara

Dejó escrito un gran filósofo que ir en moto es lo más divertido que se puede hacer con la ropa puesta. Si además luce el sol, corre una brisa fresca y tu cintura baila con las curvas entre arrozales, montañas y ríos, si te pierdes por carreteras de tercera cubiertas por auténticos túneles vegetales y atraviesas pequeños poblados donde todo el mundo te saluda, si te mojas los pies cruzando regatos mientras pides al Buda que las ruedas no patinen, si después de varias horas conduciendo llegas a una colina despejada y confirmas que allí no hay nadie más que tú... un jueves cualquiera puede convertirse en uno de los mejores días que recuerdas haber vivido. Un desvío me ha llevado casi sin darme cuenta a uno de los tres poblados de "mujeres jirafa" que hay en los alrededores de Mae Hong Son. No las he visto. El hecho de que te hagan pagar para que les eches un vistazo convierte la experiencia, en mi opinión –a pesar de que he leído y escuchado argumentos opuestos por parte de quienes defienden que ese dinero mejora sustancialmente las condiciones de vida de la gente de la zona y de las mujeres karenni–, en algo así como la visita a un zoo humano o al carromato de P.T. Barnum, en lugar de ser algo tan natural como el simple hecho de compartir durante un rato el mismo espacio. En fin, quizá me convenzan de lo contrario. Entretanto, sigo abriendo gas.

martes, 7 de febrero de 2012

Desvío al paraíso: un búfalo en Mae Hong Son


 Cambio de planes.

El lunes me levanto con las plantas de los pies como bañadas por el agua del Santo Grial, así que decido poner en funcionamiento mi reestrenado vigor y largarme de Chiang Mai. En principio mi idea era quedarme alrededor de un mes en la ciudad, pero empezaba a notar que los días se parecían demasiado los unos a los otros. Y lo que realmente me gusta de este tipo de viajes sin brújula, destino ni planes preestablecidos, lo que los hace tan adictivos, es el hecho de no tener la menor idea de lo que te va a ocurrir después de levantarte cada mañana, con quién te encontrarás por el camino, qué... en fin... qué canción terminarás cantando micrófono en mano en un bar repleto de tailandeses que se dejan las manos aplaudiéndote.

Después de mucho darle vueltas, me decido por Mae Hong Son, una pequeña ciudad fronteriza con Birmania, rodeada de espesas montañas, a la que llego en una minivan compartida con otras diez personas. Esperaba poder entablar conversación con alguien durante el trayecto –no es que haya estado muy sociable en los últimos días– pero resulta que todos los pasajeros son tailandeses, ninguno habla inglés y todos se echan a dormir al unísono en cuanto el motor se pone en marcha. En la carretera que conduce a Mae Hong Son desde Chiang Mai, atravesando Pai (en otro tiempo retiro idílico para introspectos y neohippies y hoy nueva sucursal de la juerga etílica adolescente, una especie de Vang Vieng tailandesa por la que pasamos de puntillas), no hay una sola línea recta y sus cuestas son tan empinadas que en algunos momentos tengo la sensación de que estamos ascendiendo por una pared. No hay túneles: si la carretera se encuentra de pronto con una montaña, se sube hasta la cima, se vuelve a bajar y punto. Por esta razón la minivan tarda seis horas en cubrir los apenas doscientos kilómetros de trayecto. Pero el asfalto es bueno y el tiempo pasa deprisa con la atención secuestrada por el paisaje cada vez más agreste que se ofrece en sesión continua a través de la ventanillas.

Tengo que recortar gastos como sea, así que al llegar a Mae Hong Son alquilo una habitación que es poco más que un colchón en el suelo, con baño y ducha compartidos. Pero está limpia y muy cerca del lago en el que se reflejan apacibles las siluetas del Wat Jong Kham y el Wat Jong Klang, los templos insignia de la ciudad. Después de darme una ducha me tomo una cerveza en una terraza frente al lago, donde me atiende David, un tipo de Wisconsin de unos cincuenta años que llegó a Mae Hong Son en 2005 casi por casualidad y de inmediato sintió, "just like that" (chasquido de dedos), que aquel era su lugar en el mundo. Regresó a su país, dejó su trabajo en un importante laboratorio farmacéutico por el que le pagaban una pasta, vendió su casa, su coche, su caravana, sus motos... "vendí todas mis armas, maldita sea" (ejem) y se mudó al norte de Tailandia, donde invirtió buena parte de su dinero en crear una fundación que entre otras cosas ayuda a la escolarización de los niños de las montañas. La fundación y el tiempo se han ido llevando sus ahorros y, con vistas a tener alguna fuente de ingresos, abrió hace unos meses este bar-restaurante frente al lago, que no parece funcionar muy bien, a pesar de que "mi cerveza es la más barata de la ciudad".

Por la noche vuelvo a encontrarme con él en el Crossroads, un bar de dos pisos abierto en una esquina de la calle principal en el que está jugando al billar con sus empleadas. "Mira, ¿ves? tienen la Chang grande a 80 bahts. Yo la tengo a 65. ¿Y por qué este sitio está lleno y el mío no?". Mi intención es volver a casa pronto, pero cuando termina de jugar y sus camareras se retiran insiste en presentarme a su gente. "Antes ganaba mucho dinero, ahora no tengo un duro, pero sí muchos más amigos", me dice como si fuese un personaje de Robert Riskin. Y no miente. Me monto en su scooter y me lleva hasta un bar a las afueras de la ciudad, donde un grupo de tailandeses le recibe con gritos y abrazos. Me presenta a todos ellos e inmediatamente me convierto en el centro de atención por razones obvias y porque a pesar de que hace algo de fresco (unos dieciséis grados), no llevo más que una camiseta y unos pantalones cortos, cuando ellos están envueltos en sus mejores galas invernales. "You buffalo, you have buffalo skin", me dice uno de ellos, a quien por alguna razón los otros llaman Max mientras se parten de risa. Durante dos horas no me permiten pagar ni una sola ronda, me invitan a garras de pollo al estilo chino y no dejan de rellenar mi vaso con whisky y soda (¿por qué siempre me pasan estas cosas?), que parece ser lo que se bebe aquí. A cambio, me obligan a hacer algo que no quiero hacer por nada del mundo...

"Venga, va. ¿Hotel California de los Eagles os va bien?"

sábado, 4 de febrero de 2012

En contradirección


El año pasado por estas fechas, en mi primera visita a Chiang Mai, estuve charlando con un monje en el Wat Chedi Luang, un templo de la ciudad antigua en el que instalan unas mesas bajo unas sombrillas para sentarse e intercambiar ideas con los hombres de la túnica naranja, que de este modo también aprovechan para practicar su inglés. El que a mí me tocó en suerte era muy joven y tardé unos veinte minutos en entrar en materia, el tiempo que tuve que invertir –justo después de decirle de dónde venía– en responder a sus entusiastas preguntas sobre Messi y el Barça. Cuando quedó satisfecho, me dijo que hacer el bien es el camino para que la vida le vaya a uno bien. Yo le contesté que hacer el bien es algo muy difícil. Y él me respondió que pues claro que es difícil, que qué esperaba. Me pareció que aquella respuesta era suficiente, ahí se agotaban todas mis preguntas. Y por tanto no había necesidad de volver a templo alguno –excepto, quizá, el North Gate Jazz Co-Op, cooperativa jazzera en forma de garaje desvencijado a pie de calle que se me está comiendo el presupuesto por culpa de su lúpulo y sus tremendos superhéroes de la música, pero esa es otra historia–. Sin embargo, esta mañana he incumplido mi palabra y me he subido a una sorngtaaou (tuk tuk furgoneta compartido) para llegar al Wat Phra That Doi Suthep, el templo que desde lo alto de la montaña vigila, protege o al menos proyecta algo de sombra sobre la ciudad.

La razón es rara. El miércoles me salieron dos ampollas en el talón del pie izquierdo –justo donde uno pisa para bascular e impulsarse hacia adelante– que no me dejan vivir a gusto y me tienen un tanto huraño. Las reglas de la simetría y el hecho de que, como es natural, llevase las mismas sandalias en ambos pies, no explican por qué diablos mi pie derecho se ha librado del castigo, por qué pisa como si tal cosa, indiferente al calvario de su hermano. El yodo y las tiritas iban haciendo su efecto, pero esta mañana me ha parecido de lo más lógico pensar que subir descalzo los 306 peldaños que conducen al templo aceleraría el proceso de encallecimiento de esas dos enervantes pompas. Vale, de acuerdo, también quería ver Chiang Mai desde ahí arriba, como todo el mundo (cosa que no he conseguido del todo, porque el velo tóxico que desprenden 200.000 habitantes que no van andando a ninguna parte convierte la experiencia en algo, en el mejor de los casos, translúcido). Y lo cierto es que ha funcionado. Las baldosas estaban frescas a primera hora de la mañana y el alivio ha sido inmediato. Cuando he llegado a la cima todavía no había mucha gente y era posible sentarse a la sombra, mirar alrededor y adormecerse –y anestesiarle– con el tañer irregular, lento y narcótico de las campanas, lejos del ruido incesante de ahí abajo. El dolor se ha ido apagando poco a poco y también mi mal humor.

Durante el descenso me he girado y he tomado la foto que encabeza esta entrada. De vuelta en Chiang Mai, mientras comía, la he revisado e inmediatamente me ha venido a la memoria aquella charla con el monje. Sospecho que hacer el bien no consiste únicamente en no hacer el mal. Corrijo y aumento: sospecho que hacerse bien no consiste únicamente en no hacerse mal. En otras palabras –en las de Javier Krahe, para ser precisos–, no todo va a ser follar, habrá también que cruzar Núñez de Balboa.

A ser posible en dirección contraria.

En fin, yo qué sé. Va cayendo el sol y me voy a tomar una cerveza al North Gate, que sin duda me hará muy bien.

jueves, 2 de febrero de 2012

Patricia Highsmith en la bruma


La adaptación a la humedad y la polución está resultando lenta y trabajosa. El sol no se ha dejado ver todavía en Chiang Mai, que desde que llegué esconde parte de sus encantos bajo una bruma densa y pesada. Debo tomármelo con calma, el viaje será largo. Hoy me limito a  pasear hasta el campus de la universidad y me siento a orillas del lago a leer un rato. Después comeré un arroz al curry verde en Khun Churn, cerca de la calle Nimmanahaemin, una de las razones que me han hecho volver a Chiang Mai y a alojarme al oeste de la ciudad antigua, lejos del circuito de templos, de las guesthouses de mochileros y de los pubs de esa Inglaterra portátil a la que, allá en el este, imagino muy enfadada con tanta sombra.

Despacio, despacio.

miércoles, 1 de febrero de 2012

El placer de viajar


1. Madrid. Terminal 4 de Barajas. Mostrador de Fly Emirates. Alrededor de las 12 de la mañana (faltan dos horas para que mi vuelo despegue).

"Lo siento, pero se queda usté en tierra"

¿Perdón?

"A no ser, claro, que demuestre fehacientemente que va usté a salir de Tailandia antes del día 29 de junio, que no me dirá usté que no es intolerable semejante fecha, a ver si se va a creer que puede usté pegarse cinco meses en Siam así como así mientras yo sigo aquí facturando roncatos".

Por mucho que trato de explicar que en la aduana tailandesa JAMÁS revisan el billete de vuelta y que desde luego que voy a salir del país antes de un mes, puesto que pretendo recorrer VARIOS países antes del 29 de junio, mi palabra no sirve como garantía para este tipo, cuya mirada excede con mucho los niveles de hielo que su puesto de trabajo en principio exige. Así que corro a un "business center"– inteligentemente dispuesto en la otra punta de la terminal– donde me soplan 5 euros por 45 minutos de internet "very low speed". Después de varios atascos consigo comprarme un billete a Kuala Lumpur (no sé qué para qué día ni a qué hora ni nada) por cuya impresión me soplan otro euro. Sudando como tres perros vuelvo al mostrador y por fin recibo mi tarjeta de embarque. Cuando consigo recomponerme compruebo que la puerta por la que debo acceder al avión está en los confines de la T4S (cerquita de Nueva Zelanda). Llego de milagro, con la camiseta tan empapada como si ya estuviese en el trópico. Mi compañero de vuelo se pondrá la mar de contento.

2. Aeropuerto de Dubai. Medianoche.
El piloto del avión recibe por fin orden de hacer descender el aparato después de alrededor de veinte minutos sobrevolando en círculos lo que desde el aire parece una descomunal plataforma petrolífera iluminada como Times Square. Sin embargo, a 630 metros del suelo decide tirar del timón hacia su ombligo con toda el alma, de tal forma que el avión remonta violentamente el vuelo hasta alcanzar una posición casi vertical para alegría de todo el pasaje, que prorrumpe en risas, aplausos y sonoras felicitaciones al piloto. Las sensaciones se ven intensificadas por el hecho de que en la pantalla central del avión está pinchada una cámara que algún artista ha colocado en el MORRO del boeing, lo que nos ha permitido atisbar la inminente llegada de nuestra propia muerte en un blanco y negro emborronado y lleno de interferencias de lo más lynchiano. El segundo intento, después de medio tirabuzón carpado, nos deposita suavemente en tierra, sólo para comprobar que el aeropuerto de Dubai no lo es. Sólo es un megacentro comercial que además de colonia de marca, relojes caros y comida basura ofrece –lateral, discretamente– aviones.

3. Aeropuerto de Bangkok. 12: 40 de la mañana.
El vuelo Dubai-Bangkok ha llegado con unos cuarenta minutos de retraso. Si el retraso hubiese sido de sesenta minutos, ni siquiera habría considerado la posibilidad de contactar con mi siguiente vuelo, Bangkok-Chiang Mai, pero esos veinte minutos me obligan a, una vez más, sudar encima del sudor ya viejo de las doce de la mañana del día anterior aferrado de pies y manos a una frágil ilusión. Un cartel que dice "Chiang Mai transfer" amortigua mis temores, puesto que indica que no tendré que pasar por el control de pasaportes, en el que ya se apelotonan tres vuelos intercontinentales, o sea, alrededor de mil personas. Aliviado, muestro ante un mostrador vacío de pasajeros mi tarjeta de embarque, que convenientemente traía impresa desde mi casa.

"Lo siento, pero tiene usté que pasar por el control de pasaportes de allí atrás" (léase en inglés-thai)

¿Perdón?

"Sí, sí, tirando por bajo, será usté la persona mil uno en la cola. Suerte, compañero".

Quedan unos diez minutos para que cierren la puerta de mi avión. Si conservo las maneras tardaré en llegar al primer puesto de la cola como mínimo una hora y media. Como si la cosa no fuese conmigo y obviando cientos de miradas internacionales de indignación, mi mochila y yo nos plantamos en esa posición en diecisiete segundos. El tipo que está en cabeza se apiada del charco que mi cuerpo está dejando en el suelo mientras le pido compasión y me deja pasar. Muestro mi pasaporte y, como es natural incluso a pesar de mi aspecto, nadie se interesa por el motivo ni la extensión de mi viaje. Y, desde luego, nadie me pide el billete de vuelta.

Una hora y media después llegó a mi destino. Al salir del mundo aeropuerto en el que llevo viviendo las últimas veinticuatro horas respiro hondo y cierro los ojos. Ese aroma inconfundible a garaje húmedo con todos los coches quemando escape al mismo tiempo me recibe. No hay duda de que por fin estoy en Chiang Mai.