"Planes and trains and boats and buses characteristically evoke a common attitude of blue, unless you have a suitcase and a ticket and a passport and the cargo that they're carrying is you". (Tom Waits. Foreign Affair)

martes, 24 de abril de 2012

KL: diez razones para odiarla


Tengo un amigo –realizador de televisión y por tanto no del todo en sus cabales– que cada vez que entra conduciendo en Bilbao gruñe: "Esta es una ciudad inevacuable, joder. Vaya mierda de ciudad. ¿Has visto algo más inevacuable en tu vida? Si es que es totalmente inevacuable, hostia". Supongo que la inevacuabilidad es una razón tan buena como cualquier otra para odiar una ciudad. El odio es libre, ¿no? Al menos para compensar que el amor no lo es. Aunque debería.

En fin, al grano. Después de hora y media de vuelo desde Phnom Penh aterrizo en el aeropuerto internacional de Kuala Lumpur y entro así en el cuarto país de mi viaje, Malasia. Y en los días que paso en la capital noto cómo se me van acumulando los motivos para no enamorarme. Veamos:

1. Odio Kuala Lumpur ya antes de llegar a ella. Odio sus afueras desde el autobús al que me he subido en el aeropuerto porque al mirar a través de la ventanilla veo algo intolerable: una autopista perfecta. Asfalto perfecto, tierno y casi comestible. Seis carriles perfectos. Coches que circulan perfectamente alineados respetando a pies juntillas las normas internacionales de conducción y manteniendo una distancia de seguridad de una perfección nauseabunda. Por un momento temo que tras la próxima curva vaya a aparecer algo tan escalofriante como Eibar.

2. Odio el paisaje que la rodea, que parece sacado de una serie de dibujos animados de Hannah & Barbera: palmera, palmera, palmera, palmera, casa, palmera, palmera, palmera, palmera, casa, palmera, palmera, palmera, palmera, casa. Al parecer en Malasia ya no hay selva. Olvídate de Emilio Salgari. Si quisieras jungla (menos mal que no la quieres), tendrías que pagar por entrar a un parque nacional primorosamente cartografiado. El aceite de palma, quién lo iba a decir, ha vencido a los tigres y a las serpientes y ha creado un escenario donde los únicos animales salvajes que podrían encontrarse a sus anchas son el oso Yogi, Magilla gorila, Pepepótamo y su hipogrito huracanado, Leoncio el león y Tristón.

3. La odio cuando ya estoy en ella porque después de dos meses de paisajes urbanos vírgenes camino por calles que se han dejado violar por los señores McDonald, 7 Eleven (hey, Sev), KFC, Domino, Häagen Dazs y Subway, todos a la vez, en lo que sólo puede describirse como un repugnante gangbang consentido.

4. La odio porque Chinatown y Little India, los únicos reductos de cierta autenticidad que quedan en la ciudad, son demasiado pequeños y al parecer lo van a ser aún más en el futuro. Varios carteles me piden que me una a la resistencia contra la destrucción de los viejos edificios. ¿Dónde hay que firmar?

5. La odio porque casi nadie va en moto y no hay rastro de tuk-tuks ni puestos a pie de carretera donde te vendan una mugrienta botella de coca-cola llena de bencina de la peor clase para llenar el depósito. Todo el mundo utiliza el autobús o el sky train o conduce coches no contaminantes alimentados por combustibles limpios que cumplen todos los protocolos. El resultado es un aire de una pureza irrespirable. Dios mío, otro Toyota Prius, ¿es que aquí nadie tiene compasión?

6. La odio porque veo pasar un autobús en el que un detective privado anuncia sus servicios, especializados en atrapar esposas infieles. Acabo de llegar y ya empiezan a  amenazar con reducirme el campo de batalla.


 7. Odio minuciosamente su diseño urbano, o más bien la ausencia absoluta de diseño urbano. Los rascacielos se dan de codazos en un sindiós urbanístico donde no hay lugar para las perspectivas limpias. Cualquier posibilidad de fuga se ve castrada por un nuevo megabanco de cien pisos plantado en mitad de lo que podría haber sido una avenida. Los ojos tropiezan constantemente con cosas, es imposible ver más allá de veinte metros. Los edificios, lejos de comunicarse entre sí y establecer alguna clase de ritmo, se insultan. Me subo a la KL Tower, a 276 metros del suelo, desde donde se domina toda Kuala Lumpur, y tengo la sensación de que un día alguien amontonó de cualquier manera los rascacielos sobre el tablero de la ciudad mientras pensaba cómo distribuirlos correctamente y después se fue a tomar un café y nunca volvió.

8. La odio porque se parece demasiado a Europa y sin embargo se empecina en vivir en el sudeste asiático. Y aunque en su defensa alega que sus taxistas actúan como cualquier tuktukero de Camboya, Laos o Tailandia (todos los taxis llevan una pegatina en la que se puede leer que es obligatorio utilizar el taxímetro y que está prohibido regatear, pero todos los taxistas a los que pregunto se niegan a hacerlo y, como siempre, hay que negociar), no consigue engañarme. Esta no es tu casa, KL. Deberías mudarte a algún lugar entre San Marino y Luxemburgo. No te preocupes, te recibirán con los brazos abiertos: eres previsible.


9. La odio (y esto es extensible a todo el país) porque a pesar de que las tres culturas que la habitan –chinos (básicamente budistas), indios (básicamente hinduistas) y malayos (básicamente musulmanes)– conviven sin mayores problemas, al parecer son los musulmanes los que en nombre de no sé qué directiva dictada por un tipo que no existe han puesto precio a la cerveza y a los licores para castigar a los perros infieles que nos empeñamos en mancharnos con ellos. Casi dos euros por una lata pequeña de Skol en el supermercado (y no hablemos de los bares) es la clase de información que puede desestabilizar un viaje desde el primer día.

10. Y te odio, KL –y esta es la razón que explica todas las demás y que confirma que no soy un monumento a la justicia–, porque no eres Phnom Penh.

En mi segunda mañana en la ciudad camino hasta las torres Petronas, dispuesto a odiarlas a mis anchas (hombre por favor, una vulgar compañía de petróleo y gas tratando de demostrar que no sólo la tiene más grande, más gorda y mas dura que AIG, el Bank Islam y el Marriott juntos, sino que además tiene dos, ¡ja!). Así que me planto allí, frente a la entrada principal, con el pequeño estanque a mi espalda, en un punto equidistante entre las dos torres, abro mi bocaza para empezar a hacerles saber alto y claro lo mucho que las odio, miro hacia arriba y... no puedo cerrar la boca. Me quedo así, quieto, con la boca abierta, durante cinco, diez minutos. Mierda, yo quería odiarlas, de verdad que quería, pero las amo, y el amor no es libre y este en particular es un amor fou, porque incluso me gusta el centro comercial que hay en su base y no hay nada que odie más en la Tierra que un centro comercial. No sé qué hacer, no estaba preparado para esto, así que hago lo que todo el mundo: desenfundo la cámara, encuadro las torres y disparo unas setenta y dos veces desde todos los ángulos posibles, planos generales y detalles, conmigo dentro y sin mí, click, click, click, click, en un frenesí fotográfico con el que quizá pretendo saciar mis ganas de mirarlas todo el tiempo y que finalmente me deja exhausto, relajado y blando, inmerso en una nebulosa casi poscoital.


Después cometo el error de ir a comer un chicken nasi lemak (arroz cocinado en agua de coco y acompañado de microanchoas secas y fritas, láminas de pepino fresco, cacahuetes y pollo en una salsa de algo que está extremadamente bueno) y sigo sin poder odiar, maldita sea. Y tampoco puedo odiar por la noche, cuando la ciudad se echa a la calle bajo las luces de los rascacielos y llego casi sin querer a Jalan Alor, atestada de puestos de comida callejera que emiten aromas tan desconocidos como apetitosos, y ceno el mejor pescado a la parrilla que he probado en todo el viaje. Parece que el paladar no me va a permitir odiar a gusto esta ciudad, este país. Mientras paseo de regreso a mi habitación, en un tugurio de Chinatown, miro a mi alrededor y encuentro en los grandes edificios, en los pasos elevados, en los trenes que cruzan el cielo ecos de Ridley Scott y de Fritz Lang. Y entonces noto que Phnom Penh empieza a soltarme, a dejarme ir.

Pero no nos engañemos. Hay algo que ni la inesperada belleza de las Petronas ni dos mil platos de la mejor comida del planeta pueden enmascarar, algo a lo que sí puedo aferrarme para seguir alimentando mi odio: Kuala Lumpur es una ciudad total, absoluta e irremediablemente inevacuable.


4 comentarios:

  1. Si volver supone que dejes de escribir un blog, no vuelvas. Si vuelves, no pares de escribir aquí o en cualquier otra plataforma a la que tengamos acceso. Me haces disfrutar demasiado.

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    1. Gracias, señorita, de corazón. Procuraré hacerle caso.

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  2. Genial, me he reido un montón. Felicidades

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