tag:blogger.com,1999:blog-47870926774306854582024-02-19T23:12:06.493-08:00un asunto exteriorNotas de un viaje sin rumbo por el lado de alláUnknownnoreply@blogger.comBlogger40125tag:blogger.com,1999:blog-4787092677430685458.post-32269930983087537412012-06-27T23:00:00.002-07:002012-06-28T06:14:46.173-07:00Telón<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjgczJMRH3POf-nCCGEbbgWl5Seb7NQk0rcjCXvskrA3ahqZA2v3fcyUmbGdtDYLKRBxJbAiy95sziwIMl7jNDkYubfWml5-svQPkR-X-TxdOY4xM2hoqSyvCtvRj6WJpvQLoL2ixekE9Ia/s1600/sunset+perhentians+coral.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjgczJMRH3POf-nCCGEbbgWl5Seb7NQk0rcjCXvskrA3ahqZA2v3fcyUmbGdtDYLKRBxJbAiy95sziwIMl7jNDkYubfWml5-svQPkR-X-TxdOY4xM2hoqSyvCtvRj6WJpvQLoL2ixekE9Ia/s320/sunset+perhentians+coral.jpg" width="320" /></a></div>
<br />
Hace algo más de cinco meses metí mi vida anterior en cajas de cartón y la guardé en el garaje de mis abuelos. Y me prometí a mí mismo que sólo volvería a dejarla salir, a desplegarla por estanterías, armarios y cajones, si realmente sentía que debía hacerlo. Empaquetarla, cargarla en una furgoneta <i>de techo alto</i>, llevarla hasta Pamplona y, sobre todo, <i>salir del garaje</i> (pero esa es otra historia) costó demasiado como para liberarla de nuevo así como así. Algunos días después mi hermano me dejaba en la T4 del aeropuerto de Barajas con un billete de avión sin estrenar en el bolsillo. Al cruzar la puerta de la terminal sabía que acababa de entrar en un relato aún por inventar. Solos yo, una mochila de cuarenta litros, tres mil euros y ciento cincuenta días de folios en blanco. En ese momento no tenía ni la más remota idea de lo que iba a vivir en los cinco meses siguientes. No conozco ninguna sensación que se pueda equiparar a la que proporciona esa ignorancia. <br />
<br />
Sabía que mi primer destino sería Chiang Mai, pero poco más. De hecho, mi primera intención era pasar allí alrededor de un mes, quizá dos si las cosas iban bien, hacer pequeñas escapadas a los alrededores y después ir cambiando de país conforme expirasen mis visados. Sin embargo, en el arranque del viaje no conseguí reproducir lo que había sentido en mi primera visita a la ciudad (febrero de 2011), cuando experimenté una especie de revelación y se instaló en mí una sospecha imprecisa, la sombra de una intuición que fue cobrando forma a lo largo del año siguiente para terminar convirtiéndose en el germen de este viaje. Pero esta vez no encontré en Chiang Mai lo que andaba buscando, así que sólo una semana después de llegar decidí cambiar por completo de planes: iba a tener que moverme más, mucho más de lo previsto.<br />
<br />
También sabía que quería volver a Laos, esta vez al sur, pero ahí terminaban mis certezas. Camboya, Malasia e Indonesia eran tan sólo una posibilidad, como también lo eran Vietnam, Filipinas, Birmania o el sur de China. El propio viaje me fue indicando el camino a los primeros y dejando para otra ocasión los segundos. Lo mismo puede decirse de los lugares en los que me he ido parando en cada uno de esos países. Las decisiones las he tomado, en el mejor de los casos, cuarenta y ocho horas antes de moverme. Habitualmente el día anterior. Nunca he sabido con antelación dónde iba a pasar la noche.<br />
<br />
Ni, por supuesto, con quién me iba a encontrar. Las personas que aparecen citadas en las distintas entradas de este blog son sólo una pequeña parte de la gente con la que me he ido cruzando por el camino. Y es que viajar solo es muy difícil. No por la soledad –que es fantástica e imprescindible para tener total libertad de movimientos, tan fantástica que hoy no concibo viajar acompañado–, sino porque algunas veces es <i>realmente difícil</i> conseguir estar solo. Bromas aparte, a lo largo de estos meses he conocido a un buen puñado de individuos que, con mayor o menor fortuna, decidieron cruzar la frontera entre lo que se esperaba de ellos (entre lo que ellos mismos esperaban de ellos) y <i>lo inesperado</i>, entre una forma de vida basada en la repetición y otra en la que lo único rutinario son las sorpresas. También a otros que encontraron su lugar en el mundo a miles de kilómetros de donde nacieron. A otros que tan sólo habían conseguido arrebatarle unos días al calendario laboral para añadir otro sello a su pasaporte. Y a otros que, simplemente, estaban en su país, un país del que en muchos casos nunca han salido y no por falta de ganas (mi amiga Manouane, la mitad de la Pareja Catástrofe, tiene un par de ideas en mente para paliar esto). Con ellos he compartido comidas y cenas, cervezas y zumos de mango, coches, tuk-tuks, furgonetas, autobuses, barcos, trenes, habitaciones y conversaciones de madrugada. De cada uno de ellos he aprendido algo. Algunos de ellos son ya amigos para siempre.<br />
<br />
En ningún momento he sentido que estos cinco meses fuesen una "desconexión de la realidad", sino la realidad misma. Nunca he considerado este viaje como unas vacaciones o un paréntesis o una excepción a la norma. Me he limitado estrictamente a vivir en presente continuo, sin mirar hacia atrás ni hacia adelante. Así que este viaje ha sido y es mi vida y cada lugar en el que me he parado mi casa. Esta diferencia en la percepción del viaje puede parecer insignificante desde fuera (y quizá lo sea), pero es importante (es capital) desde dentro. Por esta razón, las cajas de cartón van a seguir en el garaje de mis abuelos. Al menos hasta que sienta que necesito un techo fijo. De momento, no es así.<br />
<br />
Mañana vuelvo a Madrid, donde me esperan algunas de mis personas favoritas (quienes, por cierto, serían aún mucho más favoritas si me recibiesen con una botella <i>grande</i> de aceite de oliva virgen extra y una hogaza de pan <i>crujiente</i>). Y en el horizonte están Pamplona y sus excesos y San Sebastián y un par de trabajos o tres. Por tanto, supongo que va siendo hora de que caiga el telón sobre este asunto exterior. <br />
<br />
Y así ocurre, ya puedo ver cómo ha empezado a descender sobre el escenario. Pero eso no quiere decir necesariamente que la función haya terminado. Me parece que no. Yo diría que tan sólo hemos llegado al final del primer acto. <br />
<br />
Gracias a todos por vuestra atención.<br />
<br />
Buenas noches desde Bangkok.<br />
<br />
Nos vemos al otro lado.<br />
<br />
Besos.<br />
<br />
R.Unknownnoreply@blogger.com13tag:blogger.com,1999:blog-4787092677430685458.post-85940272021231448582012-06-24T21:17:00.002-07:002012-07-10T17:47:06.218-07:00Y por fin... me encuentro a mí mismo<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiiMqlPNUffYDYbM-tDHEpw-8vnAPIMunJdA5eliQBD2OsZ_3PJbYDKJUluhRhGDtw4UoKIsQPgU4mbmY04VCU6DIpfT9Xq6Z8m_uJCmUn_HuJMvv_HY1dNym_Tg6ZyUvai9PJH1Zrshyphenhyphenb0/s1600/kinokuniya+espejo.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiiMqlPNUffYDYbM-tDHEpw-8vnAPIMunJdA5eliQBD2OsZ_3PJbYDKJUluhRhGDtw4UoKIsQPgU4mbmY04VCU6DIpfT9Xq6Z8m_uJCmUn_HuJMvv_HY1dNym_Tg6ZyUvai9PJH1Zrshyphenhyphenb0/s320/kinokuniya+espejo.jpg" width="320" /></a></div>
<br />
He necesitado casi ciento cincuenta días, pero finalmente lo he conseguido: me he encontrado a mí mismo. Y el acontecimiento se ha producido en el lugar más inesperado, nada menos que Kuala Lumpur. Después de dejar Indonesia he tenido que volver a Malasia: por alguna razón que sigo sin comprender del todo, volar de Bali a KL y después a Bangkok cuesta la mitad que volar directamente de Bali a Bangkok, mi puerta de salida hacia Europa. Así que he pasado un par de días extra en la capital malaya. Y si KL ya estaba creciendo en mi interior después de nuestro áspero primer contacto, ahora puedo decir que una parte de mí se queda en esta ciudad. <i>Literalmente</i>. <br />
<br />
No es fácil encontrarse a uno mismo. Y mucho menos a 14.485 kilómetros de casa (nota al margen: <i>casa</i> empieza a convertirse en un concepto de bordes muy poco definidos y sumamente portátil). Y en mi caso ya ni siquiera estaba intentando buscarme. Había desistido varias semanas atrás, al caer en la cuenta de que probablemente el objeto de mi búsqueda (yo) en realidad preferiría no ser encontrado por el sujeto de mi búsqueda (yo). Así que me he encontrado sin buscarme, lo que, como era de esperar, ha intensificado las sensaciones en el momento del encuentro. <br />
<br />
Que se ha producido como sigue:<br />
<br />
Me subo a un tren elevado en la estación de Pasar Seni, me bajo en la parada de KLCC y entro en las Petronas por última vez en este viaje. Subo en las escaleras mecánicas hasta el quinto piso del centro comercial que hay en su base. Entro en la estupenda librería Kinokuniya y curioseo durante alrededor de una hora entre libros, guías de viaje, libretas, cuadernos y expositores de bolígrafos japoneses. Tras superar los dilemas habituales, decido que compraré <i>Saturday</i>, de Ian McEwan, y me lo llevo bajo el brazo con paso firme y rápido hacia la caja, no vaya a ser que vuelva a cambiar de opinión por séptima vez. Pero en el trayecto mi mirada traza una panorámica involuntaria y, a mitad de recorrido, creo ver algo familiar, una sombra, una silueta, una combinación de formas y colores no del todo desconocida. Freno de golpe –pero con gran habilidad consigo que <i>Saturday</i> no se me caiga al suelo– y me dirijo hacia la fuente de mi desconcierto. Y mis sospechas se confirman: ahí estoy, escondidito entre cientos de miles de millones de páginas, en lo más profundo de uno de los edificios más grandes de la Tierra, al otro lado del mundo. <br />
<br />
"¿Me buscabas?"<br />
<br />
"No"<br />
<br />
"Yo tampoco te esperaba"<br />
<br />
"Perfecto"<br />
<br />
"Sí, perfecto".<br />
<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgE_DXRdds0agqpyhNvUkMm0iiR7wFeTlK0Fp-a4Fne8bn1XQqegvbFV28BgSk1WBjzB2Q63BMOe58XwPcAiPnyrAu1_FxlNoXEQ1DJJcASq1q0px3qpCGl-eB9spgMmodZUmgj1-ObPBsk/s1600/kinokuniya+libro.jpg" imageanchor="1" style="clear: left; float: left; margin-bottom: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="150" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgE_DXRdds0agqpyhNvUkMm0iiR7wFeTlK0Fp-a4Fne8bn1XQqegvbFV28BgSk1WBjzB2Q63BMOe58XwPcAiPnyrAu1_FxlNoXEQ1DJJcASq1q0px3qpCGl-eB9spgMmodZUmgj1-ObPBsk/s200/kinokuniya+libro.jpg" width="200" /></a><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhlGWgfy-_1STFKuIplLUjIf_RukJJ02FT4v0Eya7yUuuo5feejm_6kp-NjPIY2409PfZ7CqSO0ej1_r2GueHBd-ZIkMZMBylN22d1ALkT218UUjJFVa09bDu7_tdWVdeh5ruaCkoc3arNi/s1600/kinokuniya+y+yo.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="230" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhlGWgfy-_1STFKuIplLUjIf_RukJJ02FT4v0Eya7yUuuo5feejm_6kp-NjPIY2409PfZ7CqSO0ej1_r2GueHBd-ZIkMZMBylN22d1ALkT218UUjJFVa09bDu7_tdWVdeh5ruaCkoc3arNi/s320/kinokuniya+y+yo.jpg" width="320" /></a></div>
<br />Unknownnoreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-4787092677430685458.post-12209329693477426812012-06-24T08:44:00.000-07:002012-06-26T02:18:25.777-07:00Esquirlas balinesas<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj22nqDbJIrll9p5S_80nUyWb75rZASbrii9g6gFcgHpeBFLZy6Cg09VduKVWHESq558ZxBX8MWBkBpLLj2SPkFCFEhUNhOsiyznaiBhfiWWE7N3bqjX8pwAXfcSGJTMi1hDozPbMyhJvyO/s1600/kuta+padangbai+bali+paisaje.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj22nqDbJIrll9p5S_80nUyWb75rZASbrii9g6gFcgHpeBFLZy6Cg09VduKVWHESq558ZxBX8MWBkBpLLj2SPkFCFEhUNhOsiyznaiBhfiWWE7N3bqjX8pwAXfcSGJTMi1hDozPbMyhJvyO/s320/kuta+padangbai+bali+paisaje.jpg" width="320" /></a></div>
<br />
* Regreso a Bali después de nueve días en Gili Air y me dedico a recorrer en moto los alrededores de Padangbai, en el este de la isla, junto a la Pareja Catástrofe. Conducimos entre calles desbordadas de psicópatas automovilísticos; conducimos por carreteras sin asfaltar; conducimos por el campo, con las ruedas encajadas en raíles de tierra abiertos en la hierba; conducimos de noche, guiados a duras penas por el GPS de Cédric y cegados por las luces de los coches y el humo de la quema de rastrojos. Y sin embargo, no me ocurre nada.<br />
<br />
* Paso la tarde con la Pareja Catástrofe en la pequeña playa que hay al oeste de Padangbai. Su calidad supera la media en Bali (lo que no es decir mucho), pero la corriente es terrible y las olas rompen con furia sobre las rocas y los arrecifes que hay en las inmediaciones de la orilla. Aun así, decidimos bañarnos. Y sin embargo, no me ocurre nada. <br />
<br />
* La Pareja Catástrofe y yo nos montamos en un <i>shuttle bus</i> que después de hora y media de trayecto nos deposita en Kuta. Y sin embargo, al <i>shuttle bus</i> no le ocurre nada.<br />
<br />
* La Pareja Catástrofe pasa conmigo el último día de su vuelta al mundo. Y lo celebramos haciendo lo mismo que hace todo el mundo en Kuta: surf. Se supone que las olas de Kuta son para principiantes, pero esta tarde en particular lo que se nos viene encima son moles de más de tres metros que después de aplastarnos nos centrifugan en un torbellino de arena, agua y sal. Y sin embargo, no me ocurre nada (es más, después de cuatro horas de intensa práctica consigo mantenerme en pie sobre la tabla durante unos asombrosos 2 segundos y 13 centésimas).<br />
<br />
* A la mañana siguiente, la Pareja Catástrofe tiene que regresar a Bélgica después de un año de viaje y se despide de mí con un par de abrazos. Y sin embargo no me ocurre nada. <br />
<br />
* Después de darle muchas vueltas al asunto, llego a una conclusión incontestable: la capacidad de destrucción de la Pareja Catástrofe queda anulada si cruza el Ecuador hacia abajo. Si alguno de vosotros, queridos lectores, se topa con ellos alguna vez en el futuro, deberá tener presente que, a pesar de su delicada apariencia, <i>sólo son inofensivos en el hemisferio sur</i>.<br />
<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhYKRwvrcTOl5vON3hnaL1q0L3_cF7burID4mRF9-tZOk_5dT1AoDwHx9JSFowUgnGspS1NGtFWFg7fcWsi0KA8TPaFLAYhvC9PiCQRKu5eL4U2WFcdw1AyFyJ5UGnis18bQlkgCaDLNoC6/s1600/kuta+cast%C3%A1strofe+motos.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhYKRwvrcTOl5vON3hnaL1q0L3_cF7burID4mRF9-tZOk_5dT1AoDwHx9JSFowUgnGspS1NGtFWFg7fcWsi0KA8TPaFLAYhvC9PiCQRKu5eL4U2WFcdw1AyFyJ5UGnis18bQlkgCaDLNoC6/s320/kuta+cast%C3%A1strofe+motos.jpg" width="320" /></a></div>
<br />
En los otros dos días que, ya a solas, paso en Kuta (con una pequeña incursión en su hermana pija, Seminyak, una especie de Rodeo Drive venido a menos) llego a otras tres conclusiones incontestables:<br />
<br />
* No tiene sentido venir a Bali en busca de playa. Quien quiera calas asombrosas, que apunte a Menorca.<br />
<br />
* No tiene sentido venir a Kuta si no es a hacer surf (y el surf para profesionales está más al sur, en Uluwatu). Calles estrechas constantemente atascadas por el tráfico, ratas, vendedores callejeros tan agresivos como incansables, más ratas y veinteañeros fingiendo estar más borrachos de lo que realmente están no hacen de este lugar precisamente el mejor escenario para una luna de miel. Y sin embargo los recién casados se empeñan en seguir viniendo y encerrarse en un resort con piscina que es exactamente igual a todos los resorts con piscina que hay en el planeta. ¿Será que el matrimonio es –o aspira a ser– un resort con piscina?<br />
<br />
<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjNsLw61FhMQ4dKtynNb0oxkUM5VJVsgiNv5cmZVhhANKQlNtTWU4bwpju5OApdnwYvLIDZ2g3T_Y8tApIvGbGTtBf2mbc7y94IbIDMF8iAlshInyu12CFTwnehO-pvhA4Ip9Y_fqAwe7Bw/s1600/kuta+palencia.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjNsLw61FhMQ4dKtynNb0oxkUM5VJVsgiNv5cmZVhhANKQlNtTWU4bwpju5OApdnwYvLIDZ2g3T_Y8tApIvGbGTtBf2mbc7y94IbIDMF8iAlshInyu12CFTwnehO-pvhA4Ip9Y_fqAwe7Bw/s320/kuta+palencia.jpg" width="240" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Miss Vielva, Miss Giralda, va por ustedes.</td></tr>
</tbody></table>
* Los surfistas estadounidenses y australianos son tontos (y quizá no resulte descabellado pensar que esto pueda extenderse al resto de nacionalidades). Creo que tiene algo que ver con la parafina que utilizan para aclararse el pelo y convertirlo en paja. Según mi teoría –basada en la <i>involuntaria</i> escucha de mis vecinos de <i>guesthouse</i>–, la sustancia perfora sus cráneos y se filtra al lóbulo temporal del cerebro, creando un engrudo que les impide formular frases que superen el umbral del balbuceo y que no incluyan la expresión <i>"pretty fuckin' awesome"</i>. De todos modos, como decía Antoine, un francés particularmente ingenioso y fanático del submarinismo con el que compartimos un par de noches en Gili Air: "Nosotros no nos hablamos con los del piso de arriba". Pues eso.<br />
<br />
En fin, tonterías aparte, me despido de Bali y de Indonesia deslumbrado por sus paisajes, pero con la sensación de que ni la isla ni la pequeña parte del país que he podido visitar ni sus habitantes me han permitido que los conozca de verdad. Demasiados intermediarios, demasiadas trabas, demasiadas veces en las que me he sentido parte indistinta de un rebaño de vacas lecheras a las que hay que ordeñar tantas veces como sea posible y hasta la última gota. Al turista se le ofrece lo que se cree que el turista espera y se le exige que lo acepte, en lugar de limitarse a abrirle la puerta y dejarle curiosear un poco a sus anchas, sin dirigirle la mirada ni los pasos. Creo que están cometiendo un error y que, en lo que al turismo se refiere, el país, y particularmente Bali, ha tomado la dirección equivocada, quizá por un exceso de éxito. Eso es lo que creo. O quizá es que, en el fondo, yo no he sabido encontrar la manera de viajar de verdad por esta tierra.<br />
<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj-jMEy6kHDCnPBrTGszRSc4xxqoKANtLlWO6SWGvx2Lbp0du0fjpt3P8vPqCkGxqYJfe4BNHXy45Z9eui17fzDg8-IWwQ_ZsFKCjVg17PPHnyXAzZxy_hiqqU3WNWA2Zw3sHJlnyXy7BE4/s1600/gili+air+sunset.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj-jMEy6kHDCnPBrTGszRSc4xxqoKANtLlWO6SWGvx2Lbp0du0fjpt3P8vPqCkGxqYJfe4BNHXy45Z9eui17fzDg8-IWwQ_ZsFKCjVg17PPHnyXAzZxy_hiqqU3WNWA2Zw3sHJlnyXy7BE4/s320/gili+air+sunset.jpg" width="320" /></a></div>
<br />
<br />Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4787092677430685458.post-27511400282316912192012-06-17T23:54:00.000-07:002012-06-18T00:21:53.611-07:00Un paso más (hacia abajo)<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjdjclLsHUoEJubpqaQIjVNx6QxyxVEVAJ_5-DBRKHu1mp5MCL4_88TVkx5HJAQkvVBwE8DbTkEq5YuYnG3PA6PqKLR6eL1KHJNqISd9W6wikYUG-yJ-YKZvNvE7u0vKjUv4fIsrjEQiLsr/s1600/gili+divers.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjdjclLsHUoEJubpqaQIjVNx6QxyxVEVAJ_5-DBRKHu1mp5MCL4_88TVkx5HJAQkvVBwE8DbTkEq5YuYnG3PA6PqKLR6eL1KHJNqISd9W6wikYUG-yJ-YKZvNvE7u0vKjUv4fIsrjEQiLsr/s320/gili+divers.jpg" width="320" /></a></div>
<br />
"¿Te apetece un café?"<br />
<br />
"Vale"<br />
<br />
Gauthier se levanta de la mesa, instalada sobre la arena, en la que acaba de depositar cuatro folios grapados, mecanografiados en inglés. Mientras prepara el <i>kopi</i> –el terroso brebaje indonesio que de ningún modo merece llamarse café– examino las preguntas contenidas en esas páginas. Son las ocho y poco a poco la brisa se va llevando la mañana hacia otro día perfecto en la isla de Gili Air. <br />
<br />
¿Lesiones graves en la espalda? <i>No.</i> ¿Trastornos cardiacos? <i>No</i>. ¿Epilepsia? <i>No.</i> ¿Asma...?<br />
<br />
"¿Gauthier?"<br />
<br />
"¿Sí?"<br />
<br />
"Tuve asma hace algún tiempo. ¿Eso cuenta?"<br />
<br />
"¿Cuánto hace de eso?"<br />
<br />
"Mmm. Unos treinta años"<br />
<br />
"Nah"<br />
<br />
"Ok"<br />
<br />
¿Historial de neumonías? <i>No.</i> ¿Problemas de sinusitis? <i>No.</i> ¿Migrañas? <i>No.</i> ¿Claustrofobia...?<br />
<br />
"¿Gauthier?"<br />
<br />
"¿Sí?"<br />
<br />
"Una vez tuve un ataque de claustrofobia en un ascensor atascado. Se me pasó de una hostia. ¿Eso cuenta?"<br />
<br />
"¿Cuánto hace de eso?"<br />
<br />
"Mmm. Unos treinta años"<br />
<br />
"Nah"<br />
<br />
"Ok"<br />
<br />
¿Problemas de equilibrio? <i>No.</i> ¿Problemas de oído? <i>No.</i> ¿Estás embarazado? <i>Espero que no. </i>¿Artritis? <i>No</i>. ¿Estabilidad mental...?<br />
<br />
"¿Gauthier?"<br />
<br />
"¿Sí?"<br />
<br />
"Mi madre dice que soy un desequilibrado emocional. ¿Eso cuenta?"<br />
<br />
"¿Cuánto hace que lo dijo?"<br />
<br />
"Digamos que es una <i>opinión constante</i>. ¿Hace falta que pasen treinta años?".<br />
<br />
"Nah"<br />
<br />
"Ok".<br />
<br />
A pesar de las interrupciones, Gauthier consigue preparar dos <i>kopis</i> y se sienta a mi lado mientras termino con el papeleo. Me pregunta si estoy nervioso y respondo que no. Mi mano maneja el bolígrafo sin temblores, aunque sí noto que los dedos de mis pies descalzos no dejan de remover la arena bajo la mesa. Ambos nos llevamos nuestras respectivas tazas a los labios mientras posamos los ojos sobre la superficie del Mar de Bali, que hoy parece más sereno que nunca.<br />
<br />
"Es un día perfecto –me dice–. Vas a disfrutar, ya verás".<br />
<br />
Terminamos nuestros <i>kopis</i> y Gauthier me entrega una bandeja de plástico con mi equipo: gafas, escarpines del 42, aletas, traje de neopreno corto y cinturón lastrado con cinco pastillas de plomo de un kilo cada una. Entre Gauthier y dos compañeros cargan los chalecos y las botellas de oxígeno en el pequeño catamarán y ponemos proa hacia los alrededores de Gili Trawangan, la más grande de las tres Gilis, alineadas frente a la costa noroeste de la gran isla de Lombok, a unos setenta kilómetros (y cinco horas en ferry<i> lento</i>) de Bali. En esta escuela no creen en las prácticas previas en piscina, así que mi primer contacto con el submarinismo se producirá directamente en el mar, rodeado de peces y corales. Tengo suerte: aún no es temporada alta y soy el único inscrito en la clase de DSD ("Discover Scuba Diving") de hoy, que por tanto será "privada". En la media hora de trayecto hasta el punto donde bucearemos Gauthier me da "la charla":<br />
<br />
"Dos cosas que no debes olvidar. Primera: ecualizar el oído. Vas a experimentar lo mismo que cuando despegas en un avión, pero a lo bestia. Conforme bajemos, notarás cada vez más presión en los oídos. En cuanto eso ocurra, te bloqueas los agujeros de la nariz con los dedos y soplas a través de ella. Lo haces aproximadamente cada metro, tantas veces como sea necesario. Segunda: nunca, jamás, bajo ningún concepto, aguantes la respiración. Si no cambias de profundidad, no pasa nada, pero si subes conteniendo el aliento, te estallarán los pulmones".<br />
<br />
"Joder. ¿Por qué?"<br />
<br />
"Es muy sencillo. El oxígeno que reciben tus pulmones desde la botella cuando estás ahí abajo está comprimido, tu regulador lo ajusta a la presión, que es cada vez más fuerte según vas bajando y vas teniendo más metros de agua sobre ti. Si aguantas la respiración y subes sin soltarla, la presión será cada vez menor y el aire se descomprimirá <i>en el interior</i> de tus pulmones, que no podrán albergar semejante cantidad de oxígeno y..."<br />
<br />
"Y adiós".<br />
<br />
"Exacto".<br />
<br />
"Mierda. ¿Podemos volver?"<br />
<br />
"No te preocupes, voy a vigilarte de cerca y veré si las burbujas salen o no salen de tu boca. Simplemente no dejes de respirar. Y hazlo tan despacio como puedas. Cuando vea que te falta poco para vaciar la botella volveremos a la superficie. La inmersión durará treinta y cinco o cuarenta minutos y bajaremos hasta doce metros, el máximo permitido sin licencia Open Water".<br />
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<br />
Hemos llegado a la zona de buceo en cuestión. Antes de bajar Gauthier me explica los signos de comunicación básicos y los tres ejercicios que vamos a realizar. Me pongo el traje de neopreno, me ajusto las gafas y el cinturón lastrado y me calzo los escarpines y las aletas. Gauthier me ayuda a colocarme el chaleco y el peso de la botella de oxígeno hace que me incline hacia atrás. Me siento en el borde del catamarán, con el mar a mi espalda, la mano izquierda sujetando las gafas, la derecha el cinturón. Gauthier hace lo propio frente a mí, en el otro costado del barco. Voy a tener que dejarme caer hacia atrás. Ahora sí estoy nervioso, tanto que no puedo juntar las piernas, como Gauthier me indica. Por fin lo consigo. Gauthier inicia la cuenta atrás: cinco, cuatro, tres, dos, uno.. Voltereta hacia atrás. ¡Splash!<br />
<br />
Nos hemos citado en la proa del barco, pero la corriente es tan fuerte que mi instructor me indica que nade hasta donde él está, agarrado a la cuerda de una boya. Ambos llevamos chalecos hinchables. Ha llegado el momento de deshincharlos, así que presionamos el botón que abre la válvula durante unos segundos, me coloco el regulador entre los dientes y poco a poco empezamos a descender. Respira despacio, respira despacio, respira despacio, respira despacio... <br />
<i><br />No puedo respirar despacio.</i> De hecho, no recuerdo haber respirado tan deprisa en toda mi vida. Tres palabras bastarán para definir lo que me está ocurriendo con absoluta precisión: <i>ataque de pánico</i>. Simplemente, mi cerebro no admite que yo pueda sobrevivir durante treinta y cinco minutos bajo el agua, así que todo mi cuerpo se rebela ante una situación que considera antinatural. Más de una vez, haciendo snorkeling, he pasado media hora sin sacar la cabeza del agua, respirando siempre a través del tubo, pero en esos casos sé que, cuando me canse o me apetezca, podré levantar el cuello, quitarme la goma del tubo de entre los dientes y respirar sobre la superficie, con el sol en la cara. Aquí eso no es posible. Estoy condenado a pasar más de media hora encerrado en un medio letal, sin ninguna vía de escape, con el regulador como única conexión con el mundo de los vivos. Por tanto: respiro como si acabase de correr 800 metros en cincuenta segundos (lo que crea un torbellino de burbujas a mi alrededor que intensifica mi ansiedad), pataleo, niego con la cabeza, comunico con mis manos todos los signos convencionales de buceo y otros que me invento (ok, subamos a la superficie, ok, problema en los pulmones, ok, descendamos, problema en los oídos, ok, subamos a la superficie, ok, más despacio, ok, descendamos, ok, más deprisa, ok, estoy en reserva, <i>subamos a la superficie hostia</i>, ok, me falta aire, ok, infarto de miocardio, ok, neumotórax, ok, no quiero curas en mi funeral, ok, cremación, cremación, ok, asegúrate de que mis cenizas descansan en un cenicero del Village Vanguard bajo la foto de Bill Evans...). Por alguna razón, Gauthier no parece entender nada de lo que le digo, porque en lugar de sacarme de allí insiste en que sigamos bajando. ¿Pero de qué va este cabrón belga? ¿No ve que estoy a punto de desmayarme?<br />
<br />
Estamos a tan sólo tres o cuatro metros de profundidad. Con un lento, delicado gesto de sus manos, Gauthier me indica que me tranquilice y que respirar no sólo consiste en tomar aire, sino también en soltarlo. Tiene razón. La ansiedad me lleva a llenar mis pulmones de oxígeno y a liberar sólo una pequeña cantidad, de ahí la respiración acelerada y también mi sensación de ahogo. Me doy cuenta de esto en un segundo de lucidez en mitad del terror. Poco a poco, me obligo a expulsar el aire hasta vaciar del todo mis pulmones. Y me tomo mi tiempo para volver a llenarlos. Y los vacío de nuevo, hasta la última burbuja. Repito el proceso cinco, seis, siete veces. Aún no he recuperado del todo el control de mis emociones, pero Gauthier se ha dado cuenta de mis progresos y ya va siendo hora de que empecemos con los ejercicios. Uno: quitarse el regulador de la boca, sostenerlo con la mano derecha, soltar oxígeno<i> haciendo ruido,</i> volver a ponerse el regulador, limpiarlo de agua con el botón de purgado. <i>Superado</i>. Dos: simulación de agua en las gafas. Gauthier me separa las gafas de la cara, de tal forma que se me llenan de agua. Durante un segundo vuelvo al pánico. Pero se me pasa. Tal como me ha enseñado en el barco, presiono la parte superior de las gafas con la palma de la mano y echo el cuello ligeramente hacia atrás, como si fuese Greta Garbo en <i>La Dama de las Camelias</i>. El agua vuelve al mar por la parte inferior de las gafas. <i>Superado</i>. Tres: Simulación de pérdida del regulador. Me quito el regulador de la boca y lo dejo caer. Aguanto la respiración (error: debería soltar burbujas haciendo ruido). Espero tres segundos. Inclino mi cuerpo hacia la derecha con el brazo derecho pegado a la cadera. Lanzo el brazo lentamente hacia atrás y dibujo un largo braceo de crawl. Bingo: el cable del regulador se engancha al vértice interior de mi codo, lo arrastro hacia adelante, lo agarro con la mano, me lo vuelvo a aplicar en la boca y lo limpio con el botón de purgado. <i>Superado </i>(tres cuartos de hora después, en cubierta, Gauthier me comentará que este último ejercicio no ha sido del todo perfecto, pero por ahora me indica con sus manos que los tres han resultado impecables, no vaya a ser que vuelva a hiperventilarme...).<br />
<br />
Empiezo a sentirme confiado. Gauthier desciende un poco más y me indica que le siga. Bajamos otro metro y otro y otro más, ecualizando el oído cada pocos segundos. Al principio trato de descender nadando con las manos, cosa que mi instructor me ha dicho que no debo hacer y que por otra parte resulta bastante inútil. Para descender basta con soltar aire y, mágicamente, el peso del metal en la cintura hace que el cuerpo se aleje un poco más de la superficie. En cinco minutos me familiarizo con este sistema de navegación subacuática y pego mis brazos a los costados, sirviéndome de las aletas como único propulsor. Y entonces empiezo a disfrutar. Hasta ese momento estaba tan preocupado de la técnica, de mantenerme con vida y de respirar correctamente que ni siquiera había mirado a mi alrededor. Nos cruzamos con peces loro y peces ballesta. Buceamos entre corales, muchos de ellos vivos. Avistamos dos tortugas (bastante más pequeñas que <i>mi tortuga</i> de Malasia). Una de ellas está dormitando en el fondo del mar mientras un par de peces le roen el caparazón. Al pasar ante una enorme roca Gauthier me dice que me acerque y con su índice apunta hacia su base: una inquietante morena sale durante un instante de su guarida, nos enseña sus dientes y vuelve a esconderse. Más allá de este encuentro, la inmersión transcurre plácidamente, entre peces inofensivos. Los tiburones son raros en estas aguas y no vemos ninguno. Las impresiones que me produce la vida submarina no son tan intensas como las que recibí en mi primer día de snorkeling en las Perhentians, pero el hecho de empezar a dominar mis movimientos a doce metros bajo la superficie (quince, en realidad, según me confirmará Gauthier un rato después: "ejem, cosas de la corriente") y de respirar con total relajación me proporciona otro tipo de satisfacción, igualmente placentera. Un par de veces miro hacia arriba desde el fondo y suelto un suspiro de asombro al ver la distancia que me separa del mundo real. Y como siempre suele ocurrir, justo cuando me lo estoy pasando en grande, es hora de volver a la superficie.<br />
<br />
Y allí compruebo que tan importante como la propia inmersión es lo que viene después. Tras desprendernos del equipo, Gauthier y yo (y sus dos compañeros, que también han estado buceando por la zona) nos sentamos alrededor de la mesa del barco, donde nos espera una taza de <i>kopi </i>y una bandeja de piña recién cortada. Y así, bajo el sol de las once de la mañana, mientras regresamos a Gili Air con el viento en la cara, damos cuenta del desayuno y comentamos todo lo que ha ocurrido en los últimos cuarenta minutos: mi ataque de ansiedad y los ejercicios y las tortugas y la morena... Ellos van desgranando recuerdos de algunas de sus mejores inmersiones: en Egipto, en Sulawesi, en Filipinas... y yo contribuyo a la conversación con mis pequeñas historias de tortugas y tiburones en las Perhentians. Finalmente, me preguntan si estoy dispuesto a hacer el curso Open Water: en tres días podría tener en mis manos el título, que me autorizaría a bucear hasta dieciocho metros de profundidad en cualquier lugar del mundo. La tentación es fuerte y realmente quiero hacerlo. Pero digo que no: a estas alturas mi presupuesto ya no me lo permite y, además, este viaje está a punto de terminar y me gustaría tener por delante algún que otro mes más para poder poner en práctica lo aprendido. Pero ahora sé, a pesar del pánico inicial, que algún día lo haré y que quizá no tarde demasiado en hacerlo. Un motivo más para regresar a esta parte del mundo.<br />
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<br />
Por ahora me conformo con volver la orilla y caminar con una sonrisa en la cara por los senderos de arena de la diminuta Gili Air, donde el vehículo más sofisticado con permiso para circular es un carro tirado por un caballo. Me cruzo con los personajes habituales: el chaval indonesio que todas las mañanas me lanza un descabellado "Eh, <i>amigou</i>, Fernando Torres, ¿porrito?"; el tipo que me quiere vender cuanto antes el billete de vuelta a Bali; el dueño del bar al aire libre donde cada madrugada voy a ver los partidos de la Eurocopa, que me pregunta si esta noche también me pasaré a ver el de Holanda. Me pasaré, sí, si consigo dormir un rato por la tarde. Entro en la terraza del bar-restaurante Zipp, me acomodo entre cojines en una de las pequeñas casetas de paja que hay plantadas a pocos metros del mar y pido un zumo de papaya. Saco de la mochila la autobiografía de Christopher Hitchens que me compré en KL y me sumerjo en ella un rato, hasta que un par de voces interrumpen mi lectura:<br />
<br />
"Bueno. ¿Qué tal ha ido?"<br />
<br />
"Parece que no te ha estallado el cerebro, como temías..."<br />
<br />
"Ahora os cuento. Sentaos. Empiezo a tener un poco de hambre. ¿Qué os apetece comer? ¿Compartimos una Bintang grande?"<br />
<br />
"Ok"<br />
<br />
"Pues veréis. Los primeros cinco minutos han sido los más largos de mi vida, pero después, poco a poco..."<br />
<br />
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<br />Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4787092677430685458.post-76680268008732779462012-06-11T00:11:00.001-07:002012-06-16T19:08:41.485-07:00Bali<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
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La propia palabra supura exotismo para un occidental. Bali suena a paraíso en nuestros oídos; a playas desiertas de arena blanca extendidas a la sombra de esbeltos cocoteros frente a un mar que es azul de cuatro maneras distintas; a bailarinas de mirada misteriosa que ejecutan movimientos secos envueltas en un carillón de disonancias hecho de metal y bambú; a flores que salpican de color paisajes de un verde inédito; a templos que encierran en sus límites respuestas de gran importancia para las que, lamentablemente, no nos alcanzan las preguntas.<br />
<br />
Todo esto, aun con ciertos matices, es cierto. Los paisajes de esta isla se cuentan entre los más espectaculares que he visto en Asia. Sólo el Mekong a su paso por Laos fue capaz de arrancarme más suspiros de asombro el año pasado, a bordo de una pequeña canoa rumbo a Nong Khiaw. Pero lo que en Laos es derroche y naturaleza desbocada, aquí es contención casi minimal. Bali es un enorme jardín que parece responder a un plan minuciosamente trazado. El paisaje se asienta en la mirada sin estridencias y confirma una tras otra todas las expectativas. Los arrozales, los cocoteros y las montañas se alinean conformando una impecable escalera hacia el cielo. Los colores son <i>los colores</i>. En las cercanías de Lovina hay unos baños termales inscritos en mitad de la montaña, entre plantas y flores tropicales. Llego hasta allí en moto, curveando entre colinas, y paso la mañana masajeándome la espalda con el bálsamo de agua tibia que brota de las fauces de un dragón de piedra. <i>It's good to be the king.</i><br />
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Los espectáculos de danza/drama tradicional exigen estar muy cerca de los bailarines. Es un arte de primeros planos y no conviene perderse esa gestualidad al límite –el juego de las miradas, la crispación de muñecas, dedos y cuellos– que haría asentir complacido a Bob Fosse. La música sigue armonías que provocan una fugaz extrañeza para luego encajar con limpieza el oído. Un narrador explica la historia en balinés y se exalta –casi como en los guiñoles para niños– cada vez que "el malo" irrumpe en la escena.<br />
<br />
Las esculturas y relieves de los templos (en los que es obligatorio llevar un <i>sarong</i> anudado a la cintura) reflejan la peculiar versión de hinduismo –trufado de creencias animistas– que se practica en la isla. No hay rastro de Brahma, Shiva o Vishnu y en su lugar encuentro infinidad de piedras en forma de mujer de pechos generosos que quieren funcionar como reclamo para la fertilidad. Las imágenes son sorprendentemente carnales. En el "santuario de los monos", a las afueras de Ubud, cientos de macacos de cola larga juegan y se pelean y se encaraman a los turistas entre templos ornamentados con sátiros, monstruos devoradores de niños y cerdos masturbadores y/o folladores provistos de tremendos penes de piedra.<br />
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Las creencias sobrenaturales tienen una gran importancia en la vida diaria de la isla. Todas las mañanas, la dueña de la <i>guesthouse</i> en la que me hospedo en Ubud prepara pequeñas bandejas confeccionadas con hojas de plátano y deposita en ellas unas cuantas flores, unos granos de arroz o alguna galleta sobre los que se queman un par de varas de incienso. Son ofrendas que se colocan ante las puertas de hogares y negocios para ahuyentar a los malos espíritus (que según se cree, habitan en el mar) y atraer a los buenos (moradores de las montañas). Cuando atardece, todo el clan (abuelos, tíos, padres, hijos, nietos y algún amigo) se viste elegantemente durante unos minutos para dirigirse al pequeño templo familiar que hay dentro de la propiedad. Después vuelven a su ropa de batalla y se sientan bajo el edificio central de la casa –las distintas dependencias están distribuidas en casitas de una sola habitación alrededor del "patio"– a conversar o a escuchar el sonido del agua que mana de una pequeña fuente o a mirar a los peces de colores del acuario.<br />
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Aún no he pasado por el sur, donde se encuentra la playa de Kuta, con sus aglomeraciones y su fiesta perpetua. Dicen que es allí donde las arenas son más blancas y las playas más anchas. Las que he visto por ahora tienden más bien al negro y resultan más propicias para el buceo o el snorkeling que para el baño o la desidia bajo el sol. El color del mar, eso sí, es ese en el que todos pensamos cuando imaginamos una isla paradisíaca.<br />
<br />
Sin embargo, Bali presenta algunos problemas que, sin echar a perder la experiencia, sí consiguen ensombrecerla hasta cierto punto. El mayor de ellos es, simplemente, su dedicación extrema al turismo. Al contrario de lo que ocurre en la mayor parte de Tailandia, Laos, Camboya y Malasia, los caminos de visitantes y lugareños corren en paralelo y nunca llegan a cruzarse si no es en una relación de cliente-vendedor o de cliente-camarero. Es francamente difícil encontrar un restaurante o un puesto callejero donde compartir mesa con los balineses. A salvo de lo que ocurre en algún pequeño <i>warung</i> (casa de comidas sencilla y algo más barata que los locales para turistas), el juego consiste en que los occidentales comen y los balineses sirven. Esto se da de modo radical en Ubud, donde el tipo de viajero que pasea por la ciudad poco tiene que ver con los que me he ido encontrando por el camino a lo largo de estos meses. Imitadoras de Julia Roberts (aquí se rodó buena parte de <i>Eat Pray Love</i>, una de las cinco películas más imbéciles de todos los tiempos) se deslizan por sus calles vestidas con sus mejores galas y una flor encajada en la oreja y se buscan a sí mismas entre boutiques y restaurantes de diseño, envueltas en una gasa de música <i>easy listening </i>y probablemente convencidas de que Bali se inventó para desenredar sus contradicciones. Eso sí, sin mancharse. Suerte, chicas.<br />
<br />
El otro problema para alguien que pretenda viajar por libre es el mismo que me encontré en Java. Los balineses viajan en unos vehículos. Los turistas en otros. Y no hay manera de romper esa regla ni de llegar del punto A al punto B sin pasar por las manos de intermediarios con demasiada hambre de dinero fácil. Algo tan habitual en el resto de Asia como dirigirse a una estación de autobuses y comprar un billete (<i>el mismo </i>billete que cualquier habitante del país) es simplemente ciencia-ficción aquí y para llegar a ciertos lugares no hay más remedio que pasar por la piedra de los viajes organizados. Esto significa no sólo un incremento sustancial en el precio del trayecto, sino también el hecho de tener que soportar paradas no deseadas en restaurantes "asociados" a la "empresa" o en oficinas donde durante media hora tipos muy simpáticos tratan de venderte un billete de vuelta abierta, un curso de buceo o un viaje de 24 horas a Flores.<br />
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Las carreteras son por lo general buenas y, teniendo en cuenta la imponente belleza de los paisajes, las excursiones en moto deberían constituir el mayor de los placeres. Pero aquí también me encuentro con alguna dificultad. Una: el tráfico es infernal y no es raro toparse con terribles atascos, maniobras descabelladas y adelantamientos cuádruples (moto que adelanta a coche que adelanta a <i>bemo</i> que adelanta a camión, todo ello <i>al mismo tiempo</i>). El noventa por ciento de los conductores de esta isla estarían en la cárcel en Europa. Dos: las señales de dirección y los letreros con los nombres de los pueblos brillan por su ausencia. Tres: ninguna oficina de turismo dispone de mapas de carreteras de la zona. Consecuencia: me es imposible saber dónde me encuentro, cómo se llama esta localidad tan coqueta en la que acabo de parar, de dónde vengo ni hacia dónde voy, así que varias veces termino perdido en mitad de la indescifrable maraña de asfalto que es la red de carreteras de la isla. Por suerte, los balineses siempre están dispuestos a ayudar.<br />
<br />
Después de pasar unos días en el interior, he decidido asomarme de nuevo al mar. Pero voy a hacerlo en una isla mucho más pequeña. Para llegar hasta ella tendré que viajar durante unas doce horas en una minivan, un ferry, otra minivan y una canoa- catamarán. Allí me esperan días de brisa y aguas azules, cervezas sobre la arena al atardecer y madrugadas de fútbol europeo frente a un televisor al aire libre. Y también un pequeño reto que ahora mismo me acelera el pulso. Ah, y un reencuentro no del todo inesperado.<br />
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjNqHJ_8S_vtC5GU4rS2z0WUbUyNdg9wM5drXc5Qw8_UE_hiX7RN7lT-z_PsvwZOvV2BJm3PylNuGfG448MhvNCAqXa8mmvjfSpAkh_5_STk-lpumFCstSVMc5UsLbRobEIc64pHBqE9nBi/s1600/bali+monos+2.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjNqHJ_8S_vtC5GU4rS2z0WUbUyNdg9wM5drXc5Qw8_UE_hiX7RN7lT-z_PsvwZOvV2BJm3PylNuGfG448MhvNCAqXa8mmvjfSpAkh_5_STk-lpumFCstSVMc5UsLbRobEIc64pHBqE9nBi/s320/bali+monos+2.jpg" width="320" /></a></div>
<br />Unknownnoreply@blogger.com4tag:blogger.com,1999:blog-4787092677430685458.post-75557557414385479852012-06-03T08:10:00.000-07:002012-06-04T22:38:44.394-07:00El placer de viajar (El retorno de Usté)<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhPqqm0jUrOsQspI9hbEhqL8AlUW6u0Arh2OFJyXAH2ZTQtkzlYfzz9lTM8foTRiWjkxjAVYvTpQZrbE5qlg1OsXWIm-AKG3y-jXDVEDEXkbUq2dnLHeuCGGhXv4fRYNHqKXDMx3lpD8xaH/s1600/bromo+yo+explanada.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhPqqm0jUrOsQspI9hbEhqL8AlUW6u0Arh2OFJyXAH2ZTQtkzlYfzz9lTM8foTRiWjkxjAVYvTpQZrbE5qlg1OsXWIm-AKG3y-jXDVEDEXkbUq2dnLHeuCGGhXv4fRYNHqKXDMx3lpD8xaH/s320/bromo+yo+explanada.jpg" width="320" /></a></div>
<br />
Parada de autobuses en una calle cualquiera de Probolinggo, 12:15 de la mañana.<br />
<br />
"Lo siento, pero no puede usté subirse al autobús directo a Lovina porque no hay ningún autobús directo a Lovina" (léase en inglés indonesio)<br />
<br />
"¿Perdón?"<br />
<br />
"Me ha oído usté perfectamente"<br />
<br />
"Pero si su jefe me dijo claramente que sí había un autobús directo a Lovina, un <i>executive bus</i> que llegaría allí hacia las ocho. ¡Y además ya he pagado por el billete!"<br />
<br />
"Espere, espere, pare el carro"<br />
<br />
"¿Qué pasa?"<br />
<br />
"Pasa que a estas alturas los seguidores de su blog están perdidos. Los dejó colgados en Melaka y no tienen la menor idea de dónde está Probolinggo ni de cómo rayos ha llegado usté hasta aquí. Déles un poco de contexto, hombre, un par de antecedentes, algo a lo que agarrarse si no quiere perderlos para siempre"<br />
<br />
"Pues no le falta razón"<br />
<br />
"Casi nunca me falta"<br />
<br />
"De acuerdo, pero no se me escape, que tengo unos insultos muy buenos que le quiero decir"<br />
<br />
"Aquí le espero, quietecito como esos elefantes que le gustan a su rey de usté"<br />
<br />
...............................<br />
<i><br />–SIETE DÍAS ANTES–</i><br />
<br />
Un vuelo de un par de horas me lleva de Kuala Lumpur a la isla de Java y en concreto a Yakarta, capital de Indonesia y ciudad en la que diez millones de almas se hacinan envueltas en un denso celofán de polución y mierda. Un atasco descomunal hace que el autobús que me traslada del aeropuerto al centro tarde dos horas en recorrer 35 kilómetros. Las motos, que no están por la labor de esperar, se suben a las aceras, convertidas ahora en calles de tres carriles. <i>Los años que vivimos asquerosamente</i> podría ser el título de la película basada en la vida de cualquiera de los habitantes de este agujero. De un vistazo puede apreciarse que las diferencias sociales son salvajes. Despreciables rascacielos brotan como tumores sobre un infeccioso lecho de cobertizos, cabañas y chabolas que se han quedado atascados en la Edad Media. Un río negro arrastra las heces y la basura de sus moradores y alcanza la zona de Batavia –o Kota, como ahora se llama–, la "ciudad vieja" donde los pocos edificios coloniales holandeses que quedan en pie se tambalean mareados por el hedor que lo inunda todo. El único (y enorme) espacio abierto que encuentro en el poco tiempo que paso en la ciudad es Merdeka Square. En su centro se alza el "Monas", un falo monstruoso (coronado por una poco entusiasta eyaculación dorada) que Sukarno mandó construir hace medio siglo. Sé que no soy justo con Yakarta ni con quienes viven allí (dos días no son suficientes para formarse una opinión seria), pero qué le voy a hacer, el rechazo es físico: ningún lugar en el mundo me ha provocado tantas ganas de huir. <br />
<br />
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgBWEPFbra27RjZPcBeEbng7rcJDXpz1lyP7qbUsCLR1Fss5PkNH6xAiEn5o_BbHes5UdwKzmltct7lWElz7vKycAe7DlmvHyBm-9T9JozjwMhM-40NfjSYRLsECD_amhF5QUbofTBKDuCW/s1600/yakarta+falo.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="225" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgBWEPFbra27RjZPcBeEbng7rcJDXpz1lyP7qbUsCLR1Fss5PkNH6xAiEn5o_BbHes5UdwKzmltct7lWElz7vKycAe7DlmvHyBm-9T9JozjwMhM-40NfjSYRLsECD_amhF5QUbofTBKDuCW/s320/yakarta+falo.jpg" width="320" /></a></div>
<br />
Así que huyo. El propósito de esta parte del viaje es atravesar Java de oeste a este en tren, preferiblemente en vagones viejos, baratos y lentos que me permitan disfrutar del camino. El primero al que me subo me lleva de Yakarta a Yogyakarta (<i>Yogya </i>para los amigos) y está muy lejos de ser barato y viejo, pero tras más de una hora de cola en la estación de la capital es el único billete que he podido conseguir. Lento sí es. Durante ocho horas atravieso kilómetros de arrozales ininterrumpidos, los campos de donde sale la materia prima que alimenta al cuarto país más poblado del mundo. El paisaje es fantástico, pero en el interior el viaje resulta demasiado europeo para mi gusto. Tras dejar atrás Yakarta incluso me preguntan a qué hora quiero que me sirvan la comida.<br />
<br />
Las guías suelen hablar de Yogyakarta en contraposición a Yakarta. Pero a mí me decepciona desde que me bajo del tren. La densidad de timadores, sacacuartos y mentirosos a sueldo que viven en esta ciudad es tan abrumadora como enervante. Cinco minutos después de llegar un tipo muy simpático me informa de que tengo mucha suerte: precisamente hoy se celebra aquí una interesantísima exhibición de jóvenes artistas locales que no me puedo perder por nada del mundo, pues sólo tiene lugar tres veces al año. "Ah, qué bien, en cuanto me instale me paso por allí". "Pero dése prisa que cierra a las seis, es ahí al lado, en Jalan Malioboro, yo mismo le acompañaré". Curiosamente, recibo la misma información otras cuatro veces de boca de otros tantos tipos simpáticos antes de encontrar una habitación (en un bonito laberinto de calles estrechas atestadas de <i>losmen</i>, palabra indonesia para designar las <i>guesthouses</i>). Por lo visto, la afición al arte de esta ciudad supera con creces a la del París de los años 20. En realidad lo único que hay en Jalan Malioboro (además de McDonald's, KFC y otras bacterias) son varios kilómetros de tiendas de <i>batik</i>: telas estampadas artesanalmente –cubriendo con cera ciertas zonas y sumergiéndolas después en el correspondiente tinte para obtener distintos dibujos– con las que se confeccionan vestidos, camisas, <i>sarongs</i> y demás. Los tipos simpáticos se llevan una comisión por conducirte a una de esas tiendas si es que terminas comprando algo. Conmigo tienen un problema: las famosas camisas me parecen simplemente horrendas. A los indonesios no les quedan mal, pero a mí sólo se me ocurriría ponerme algo así en una despedida de soltero de las de servilleta en la cabeza y <i>stripper </i>zoófila. Y a mi alrededor la gente –con buen criterio– hace tiempo que dejó de creer en el matrimonio. Así que, señores simpáticos, por favor, déjenme en paz.<br />
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjldkGRyTbNfJ1AYg7qJzDy4DV5elZKbjcnfjgprVL1W_aKvtuwWc9u3J2Lnbe-HgAfkVIjuYr3B-XQhyrpg-_gB84uKz8OxTSE_C4La_-C4Lq1OiYAK4LRSkm1oMD6sSO4FGNGecYZMOtl/s1600/yogya+batik.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjldkGRyTbNfJ1AYg7qJzDy4DV5elZKbjcnfjgprVL1W_aKvtuwWc9u3J2Lnbe-HgAfkVIjuYr3B-XQhyrpg-_gB84uKz8OxTSE_C4La_-C4Lq1OiYAK4LRSkm1oMD6sSO4FGNGecYZMOtl/s320/yogya+batik.jpg" width="320" /></a></div>
<br />
La otra gran mentira de Yogyakarta tiene que ver con los transportes. Todo está diseñado para que parezca imposible salir de la ciudad de forma independiente, sirviéndose de los medios que los propios indonesios utilizan. Por eso hay una gran cantidad de "agencias de viaje" para turistas desperdigadas por los alrededores de Jalan Malioboro y las calles de los <i>losmen</i>. Sus precios, por supuesto, son abusivos, entre otras cosas, supongo, porque tendrán que pagar a su propio ejército de tipos simpáticos. Cada día no menos de cinco vienen a presentarme sus "ofertas" mientras estoy comiendo o cenando. Cuando respondo que preferiría viajar por mi cuenta, me sonríen como si estuviese loco. Pero no debo de estarlo, porque en mi tercer día consigo llegar al templo de Borobudur yo solito, después de subirme a un par de autobuses locales y pagar cuatro veces menos de lo que me pedían los amigos piratas. <br />
<br />
En Borobudur vuelve a ocurrirme algo que ya me pasó en Yogyakarta mientras visitaba el <i>Kraton</i> o palacio del sultán (una pequeña ciudad dentro de la ciudad en la que los fans de Hamengkubuwono IX tienen la oportunidad de ver expuestos todo tipo de objetos relacionados con su ídolo, incluido un rallador de queso <i>de plástico</i>): varias personas –entre otras, un grupo de chavales que ha venido al templo de excursión con el colegio– me piden entre tímidas y emocionadas que me deje fotografiar con ellas. Supongo que vienen de pequeños pueblos, de zonas a las que rara vez llegan los turistas occidentales, así que para ellos soy un ser de lo más exótico. Terminada la sesión fotográfica, se deshacen en sonrisas y agradecimientos y corren a contárselo a sus amigos y familiares. Brad Pitt por un día. <br />
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<br />
Regreso a Yogya y en mis últimas veinticuatro horas en la ciudad descubro un par de barrios con mucho encanto, alejados de Jalan Malioboro, donde vive la gente de verdad, gente honrada que no ve en mí a un imbécil al que exprimir hasta la última rupia, sino a alguien que quiere conocer su país y contarlo por ahí. Y es todo un alivio, aunque llega un poco tarde.<br />
<br />
Al día siguiente, zafándome una vez más de los tipos simpáticos, me subo a otro tren –barato, viejo y lento– que me llevará en nueve horas hasta Probolinggo, una ciudad gris situada en el este de Java, a los pies del volcán Gunung Bromo, mi próximo objetivo. Y esta vez sí encontraré lo que iba buscando: un viaje al pasado. Soy el único occidental en un vagón lleno hasta los topes de pasajeros indonesios y cuyo pasillo siempre rebosa de músicos ambulantes y vendedores de comida, helados, dulces, refrescos, tabaco (un signo prohíbe fumar, pero nadie hace caso) y todos los artículos imaginables, que depositan sobre las rodillas o el regazo de cada pasajero durante un par de minutos para su consideración. Entre otras muchas cosas, pasan por mis rodillas un pato de peluche, un rascador de espalda, siete peines de colores, un mechero, un rallador de queso (igualito que el del sultán), tres bolígrafos, un cinturón de cuero negro, una mariposa de plástico que vuela alrededor de un alambre, un llavero del Manchester United y un póster con la imagen de un gato. A mitad de viaje me como un <i>nasi goreng</i> (arroz frito) envuelto en papel de estraza y cuando lo termino mi compañero de asiento me indica que le imite, así que no tengo más remedio que hacer una bola con el papel y los restos de comida y arrojarla por la ventanilla. Las nueve horas pasan deprisa, entre conversaciones –con dificultades, porque pocos hablan inglés– con algunos de los pasajeros, todos los cuales me preguntan si estoy casado y se ríen cuando les digo que no.<br />
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<br />
Cuando llego a Probolinggo ya es de noche. Un conductor de <i>becak</i> (una bicicleta con un asiento instalado en su parte delantera) me lleva hasta un hotel sombrío. Tras deshacerme de la mochila bajo a cenar algo. Y entonces cometo un grave error. Un tipo simpático viene a darme conversación mientras ceno. Y estoy tan cansado y tengo las defensas tan bajas que<i> le escucho</i>. Me ofrece un "pack" que incluye un traslado en Jeep para ver el amanecer frente al volcán Gunung Bromo, la excursión al propio volcán y un <i>executive bus</i> directo a Lovina –mi siguiente destino, ya fuera de Java– que saldrá a las once y media del día siguiente y llegará hacia las ocho de la tarde. El precio está bastante por encima de lo que sé que es justo, pero por una vez prefiero ahorrar tiempo en lugar de perder una jornada en Probolinggo investigando alternativas. Este viaje empieza a tener los días contados y no quiero tardar mucho en llegar a su escenario final. El problema es que la excursión sale de Probolinggo a las dos y media de la madrugada –dentro de cinco horas–, así que apenas podré dormir. Me da igual. Cierro el trato y me voy a la cama.<br />
<br />
A las dos y media de la mañana una minivan me recoge en la puerta del hotel. Me siento muy extraño: por primera vez en cuatro meses voy vestido con vaqueros, chaqueta, calcetines y zapatillas cerradas (cuando lleguemos ahí arriba la temperatura rondará los cinco grados). Comparto viaje con una pareja holandesa, un inglés, una francesa y una canadiense. El conductor me pide que le pague por todo el "pack" antes de arrancar. Lo hago, pero estoy tan dormido que no reparo en que <i>no me ha dado el billete de autobús a Lovina</i>. A mitad de camino cambiamos la minivan por un Jeep en el que a duras penas entramos todos. La carretera que lleva hasta la cima del monte Penangjakan –desde donde veremos el amanecer, con el volcán Bromo a nuestros pies– es terrible: desniveles del veinte por ciento, curvas ciegas, tremendos agujeros en el asfalto (mi cabeza se golpea varias veces contra el techo del Jeep) y vertiginosos barrancos a derecha e izquierda en una noche sin luna. Dos horas después llegamos por fin a la cumbre. Y lo que vemos es... nada. Una niebla espesa lo cubre todo y convierte nuestro madrugón en la más ridícula de las decisiones. Por si acaso esperamos una hora ahí arriba, junto a otros viajeros, tiritando de frío. Y bromeando, qué remedio: "Esta es la niebla más cara que he visto en mi vida", "El amanecer que veo mirando a la pared de mi cuarto es muy parecido"... Seguimos esperando, pero el cielo no se abre y ya es hora de bajar al volcán.<br />
<br />
Por suerte, Gunung Bromo lo compensa todo: el madrugón, las dos horas de baches y el amanecer que no fue. Por una vez me voy a callar y a dejar que sean las imágenes –imaginadlas rodeadas de un potente olor a azufre– las que hablen.<br />
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<br />
A las diez y media de la mañana estamos de vuelta en mi hotel de Probolinggo. El conductor me deja en la puerta y hace ademán de irse. Justo en ese momento me doy cuenta de que no me han dado mi billete y se lo pido.<br />
<br />
"Yo no lo tengo, pero no se preocupe, a las once y media vendrán a recogerle y a las doce le montarán en el autobús"<br />
<br />
"¿Cómo que a las doce? Me dijeron que el autobús salía a las once y media..."<br />
<br />
El conductor agarra el móvil, llama al tipo simpático que me vendió el "pack" y me pone con él. <br />
<br />
"¿A las once y media le dije? No, no, es a las doce. No se ponga nervioso, hombre, que llegará a Lovina a su hora. Desayune tranquilo, que en un rato le mando a alguien".<br />
<br />
Aprovecho la espera para volver a la ropa de verano y masticar de mala gana un par de tostadas mientras me temo lo peor. Por fin, a las doce menos cuarto aparece un individuo a bordo de una moto. Sin mediar palabra le echo la mochila encima, me subo a la moto y a las doce y cinco llegamos a la parada. Y claro, allí no hay rastro de mi autobús. Me encaro con el conductor de la moto.<br />
<br />
"Muy bien, quiero mi billete <i>ahora mismo</i> y quiero saber dónde está mi autobús"<br />
<br />
El tipo habla durante unos segundos con el que parece ser el responsable del lugar y se vuelve hacia mí.<br />
<br />
"Lo siento, pero no puede usté subirse al autobús directo a Lovina porque no hay ningún autobús directo a Lovina"<br />
<br />
...............................<br />
<br />
"Bueno, ya está. Información actualizada. ¿Podemos seguir?"<br />
<br />
"Ya iba siendo hora. Vaya tocho les ha soltado a sus pobres lectores. Usté no se gana la vida con esto, ¿verdad?"<br />
<br />
<i>"¿Podemos seguir?"</i><br />
<br />
"Okey, okey. ¿Dónde estábamos?"<br />
<br />
"Yo le estaba diciendo: 'Pero su jefe me dijo claramente que sí había un autobús directo a Lovina, un <i>executive bus</i> que llegaría allí hacia las ocho. ¡Y además, ya he pagado por el billete!'"<br />
<br />
"Ah, sí... Espérese usté un momento que hago una llamadita al jefe"<br />
<br />
<i>Cinco minutos de conversación telefónica en indonesio.</i><br />
<br />
"Pues sí que ha tenido usté mala suerte. Resulta que sí había un autobús directo a Lovina, pero... se ha roto".<br />
<br />
"¿Cómo que se ha roto?"<br />
<br />
"Se ha roto"<br />
<br />
"Eso es mentira. Nunca ha habido un autobús directo a Lovina. ¿Eso es lo que le ha dicho su jefe que me diga? ¡Son ustedes un hatajo de mentirosos hijos de puta y quiero que me devuelva mi dinero ahora mismo!"<br />
<br />
"No se ponga así, hombre. A todo el mundo se la meten doblada alguna vez y en cuatro meses es la primera vez que le pasa a usté. Considérese afortunado"<br />
<br />
"¡Así que admite que me han engañado! ¡Así que lo admite!"<br />
<br />
"Perdone, ¿cómo dice? A veces no entiendo muy bien el idioma de ustedes, los americanos"<br />
<br />
"Devuélvame el dinero y lárguese de aquí de una puta vez"<br />
<br />
"No puedo devolverle el dinero, pero puedo darle una solución: se sube usté al autobús a Denpasar, que sale de aquí en un cuarto de hora. Después de cruzar el estrecho en ferry se baja usté en Gilipollas..."<br />
<br />
"¿En Gilipollas?"<br />
<br />
"Perdón, en Gilimanuk. En qué estaría yo pensando. Allí coge usté un <i>bemo</i> (minivan) con estas 30.000 rupias que le voy a dar ahora y para las ocho y media estará usté roncando en su camita de Lovina. Son sesenta kilómetros entre Gilimanuk y Lovina, así que el viaje durará una hora. Es la mar de fácil, ya verá".<br />
<br />
No tengo más remedio que aceptar. Después de insultar a toda su organización durante otros tres minutos, a las doce y media me subo al autobús a Denpasar. A las siete el autobús entra en el ferry, cruzamos el estrecho y a las ocho me bajo en la estación de autobuses de Gilimanuk, que está totalmente a oscuras.<br />
<br />
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<br />
Allí no hay nadie más que el responsable de la estación y un tipo que se está echando una siesta en el suelo. El jefe se me acerca.<br />
<br />
"¿Adónde quiere ir usté?"<br />
<br />
"A Lovina"<br />
<br />
"Ah, muy bien, Lovina. Tendrá que ir usté en <i>bemo</i>. Son sesenta kilómetros, o sea, dos horas"<br />
<br />
"Creía que era una hora".<br />
<br />
"No, no. Sesenta kilómetros. Dos horas".<br />
<br />
"Vale, me da igual. ¿Cuál es mi <i>bemo</i>?"<br />
<br />
"Esa. Pero hay un problema. No hay suficiente gente para que ese tipo de ahí, el que duerme, se despierte y agarre el volante. Tendrá que esperar a que lleguen más pasajeros"<br />
<br />
"¿Cuántos más?"<br />
<br />
"Nunca se sabe" <br />
<br />
"¿Una cifra aproximada?"<br />
<br />
"Nunca se sabe. Espérese a ver si viene alguien. Si no, tendrá usté que viajar mañana. Buena suerte, compañero"<br />
<br />
Durante más de una hora espero en completo silencio sin que nadie aparezca. Estoy destrozado. La noche anterior apenas dormí después de nueve horas de tren y antes de siete horas de Jeep y caminata al volcán y de otras siete de autobús y ferry. El conductor del <i>bemo</i> se despereza y me ofrece llevarme a Lovina a mí solo por una cifra escandalosa. Decido que me quedaré a dormir en Gilimanuk y así se lo comunico al jefe de la estación. Consulto mi guía y veo que recomienda un hotel en la ciudad. <br />
<br />
"¿Sabe dónde está este hotel?"<br />
<br />
"Claro, a tres kilómetros de aquí. Yo mismo le llevaré en mi moto..."<br />
<br />
"Oh, gracias, muy amable"<br />
<br />
"... por 10.000 rupias, precio de amigo. Sólo porque usté es el famoso Usté".<br />
<br />
"Ya. Bueno, vale. Vamos allá".<br />
<br />
La habitación del hotel es imposible de describir (me gustaría haberle hecho una foto, pero estaba tan cansado que no me acordé). Bastará con decir que las paredes están furiosamente arañadas y que todo el baño está cubierto de una costra negra, como si hubiesen sacrificado en él un cerdo y su sangre se hubiese secado sobre el suelo y las paredes formando manchas violentas, terribles. Y además el precio no es ni mucho menos barato. Afortunadamente, el jefe de estación me ha esperado fuera y acepta llevarme a otro hotel cercano. Allí me ofrecen una habitación que simplemente está sucia. Así que ahí me quedo. Ni siquiera ceno. Sólo me apresuro a dejarme caer sobre la cama y a dormir.<br />
<br />
A la mañana siguiente me llevan en moto hasta la estación de autobuses y esta vez hay un <i>bemo</i> a punto de salir hacia Lovina. Hablo con el conductor.<br />
<br />
"¿A Lovina? Muy bien. Son 30.000 rupias. Suba usté, llegaremos allí en tres horas"<br />
<br />
"Pensaba que eran dos"<br />
<br />
"No, no. Sesenta kilómetros. Tres horas".<br />
<br />
El bemo para unas treinta veces a lo largo del camino, entre otras cosas para que el ayudante del conductor discuta a pie de carretera con un amigo suyo y para que el propio conductor reciba una especie de bendición en un templo. Pero ahora estoy disfrutando. Nunca he visto un paisaje parecido. El color verde que lo inunda todo es tan intenso que resulta difícil de asumir. Y las flores. Hay flores por todas partes, flores enormes que parecen brotar porque sí, sin que nadie se haya preocupado de cultivarlas. Y el olor. Olor a especias. ¿Pero a qué especia? Huele a clavo, estoy casi seguro. Llego a Lovina a las dos, sólo dieciocho horas más tarde de lo que me prometieron. Y encuentro a buen precio una habitación estupenda asomada a un jardín. Y detrás del jardín hay una pequeña piscina. Y después de registrarme y dejar la mochila en el cuarto me lanzo de cabeza al agua. Y el sol me acaricia la piel húmeda mientras me dejo flotar mirando al cielo. <br />
<br />
Y entonces, por fin, escucho una voz que dice:<br />
<br />
"Bienvenido a Bali".<br />
<br />
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<br />Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4787092677430685458.post-89026886353720942432012-05-28T22:22:00.000-07:002012-05-29T06:26:31.592-07:00Jammin' in Melaka<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
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<br />
Melaka (o Melacca o Malaca) podría definirse simplemente por oposición a Kota Bharu. La geografía ya las sitúa en extremos opuestos del país, en el noreste la segunda, en el suroeste la primera. A la dolorosa fealdad de Kota Bharu responde Melaka con un exquisito despliegue de canales y puentes que llevan a pensar irremediablemente en una miniatura de Venecia cubierta de grafitis. Los viejos edificios de su "casco antiguo", ocupado en su mayor parte por Chinatown, invitan a recrearse en el paseo, a detenerse en cualquiera de los restaurantes familiares que bordan los platos de la cocina "baba-nyonya" (fruto del cruce entre los recetarios chinos y malayos), a seguir los aromas del apacible mercado nocturno que abre los fines de semana y comprarse una bolsita de <i>dumplings</i> o unas galletas de piña (la ciudad es mucho más grande que el casco viejo, desde luego, pero no hace ninguna falta visitar los barrios modernos, que, por otra parte, son invisibles desde Chinatown).<br />
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<br />
Si Kota Bharu es el feudo musulmán del país, garante de las más puras esencias malayas, Melaka exhibe un despreocupado orgullo mestizo, un gusto por la mezcla que viene de muy lejos: desde comienzos del siglo XVI y hasta mediados del XX portugueses, holandeses y británicos se sucedieron en el dominio de la ciudad, punto estratégico para el control del comercio en las "indias orientales". Todos estos países dejaron su huella en la población, la cultura y la gastronomía, y en edificios como el Stadthuys, la Porta de Santiago o la iglesia de San Pablo, en los que aún resuena el eco de los cañones de una época en la que las batallas se libraban barco contra barco, justo ahí enfrente, en el estrecho de Melaka, entre Malasia y la costa indonesia de Sumatra. La ciudad está, por tanto, históricamente acostumbrada a tener visitas –deseadas o no– y desprende hospitalidad por todos sus poros. La convivencia entre las distintas culturas que habitan Malasia se da aquí como en ningún otro lugar del país. Por primera vez en todo este mes he visto a malayos musulmanes, chinos e indios compartiendo mesa y conversación, formando parte del mismo grupo de amigos, en lugar de recluirse en la familiaridad impermeable de sus respectivos guetos. <br />
<br />
Sin embargo, hay algo que Melaka y Kota Bharu (y todo el resto de Malasia, a excepción de ciertas playas turísticas y de dos calles atestadas de extranjeros en KL que no parecen tener horario de cierre) sí comparten: a partir de las nueve de la noche la ciudad se apaga casi por completo. En cuanto la gente termina de cenar se retira a sus aposentos y las calles se vacían. Y no es que no haya bares al alcance de la mano en Melaka. Los hay y en cantidad. Pero sólo unos pocos lugareños con vocación de criaturas de la noche, artistas bohemios, representantes de la pequeña comunidad gay y, por supuesto, visitantes extranjeros, hacen uso de ellos. No somos muchos. Pero lo pasamos muy bien. Especialmente en Me & Mrs. Jones.<br />
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<br />
"Me" se llama o se hace llamar Hawk (malayo de ascendencia china) y es un hombre orquesta. Le he visto tocar con idéntico virtuosismo el piano, la guitarra, el bajo, la batería, la armónica y el violín (en algunos casos, <i>al mismo tiempo</i>), además de cantar. "Mrs. Jones" no se llama Mrs. Jones, pero por más que se lo pregunto nunca me confiesa su verdadero nombre, quizá porque sospecha que seré incapaz de pronunciarlo. Ella, malaya de ancestros portugueses, está a cargo de la barra, de atender a los clientes y de que a Hawk, su marido, nunca le falte una cerveza mientras está sobre el escenario. Entre los dos componen "Me & Mrs. Jones", que no es sólo una canción estupenda de Billy Paul, sino también el mejor bar de Melaka y el lugar donde durante tres noches consecutivas he tenido el honor de tocar con músicos de verdad, frente a un público de verdad. Entré en él por casualidad, mientras paseaba sin rumbo por las calles de Chinatown, al ver que en su interior había un piano y que las paredes estaban cubiertas de guitarras. Y una vez más, fue muy fácil. Un par de preguntas, un par de cervezas y sólo dos horas después de llegar a la ciudad me veo sentado a la batería, esforzándome por no meter la pata en un blues sencillo junto a Hawk al bajo y su amigo Joe (que tampoco se llama Joe) a la guitarra. Cosas que sólo ocurren en Asia. De algún modo paso la prueba (por los pelos) y a lo largo de las dos noches siguientes seré el batería oficial del lugar ("on the drums, Senhor Raúl!!"), dos noches inolvidables que entre todos, músicos y público –local y llegado de todos los confines del planeta– convertiremos en una auténtica fiesta a base de blues y funk improvisado.<br />
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi5kkAt4h5CK4_wLvHK5rKmwSKFgHetkcls3EP8lt_nVhhbC3dmB-tFU2ScO6UOLsTwQKxi5_RFpBUmtpJTDanoYQbZ5CohgsKkCMpA5UNQnKWTejejHBl4E4780yoQlj2gzAwxhDhNx8IL/s1600/melaka+jammin.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi5kkAt4h5CK4_wLvHK5rKmwSKFgHetkcls3EP8lt_nVhhbC3dmB-tFU2ScO6UOLsTwQKxi5_RFpBUmtpJTDanoYQbZ5CohgsKkCMpA5UNQnKWTejejHBl4E4780yoQlj2gzAwxhDhNx8IL/s320/melaka+jammin.jpg" width="320" /></a></div>
<br />
Me resulta difícil imaginar un final más perfecto para mi estancia en Malasia, un país que ha estado a punto de sacarme de quicio un par de veces, con el que me costó más de lo previsto conectar, pero que ha terminado por meterme en su bolsillo. Me marcho cargado de sensaciones y de nuevos amigos a los que espero volver a ver algún día. Pienso ahora que si mi "vuelta a Malasia" se hubiese desarrollado en el sentido contrario a las agujas del reloj (es decir, al revés de como más o menos ha terminado pasando) el viaje habría sido muy distinto y sin duda más pausado. Habría invertido mucho más tiempo en Melaka y en Cherating, quizá habría llegado a conocer la isla de Tioman (me espera para la próxima vez), posiblemente no habría cruzado a Penang y estoy casi seguro de que nunca habría llegado a Kota Bharu, Cameron Highlands e Ipoh. En fin, no lo sé. Lo que sí sé es que algunos de los mejores momentos de este asunto exterior, algunos de los más intensos e inesperados, han ocurrido en este país. <br />
<br />
Y por si fuera poco, he terminado por encontrar cuatro o cinco buenas razones para no odiar KL.<br />
<br />
Selamat tinggal, Malasia. Terima kasih.<br />
<br />
<br />
<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhb2L3Y6rG8_fsCY-NWr_cBbHD3rITZ3Y5GQdXzHDZeQxlpdLuHEYLJYfgVub0zBLReQMenvBZBYzaluzsH7vdur8gzbZT2cgdKJLNxSBl8Fsg7vCAlPPfxMl0ubWzf7OAsNkeJdmG4rfrU/s1600/melaka+amigos.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhb2L3Y6rG8_fsCY-NWr_cBbHD3rITZ3Y5GQdXzHDZeQxlpdLuHEYLJYfgVub0zBLReQMenvBZBYzaluzsH7vdur8gzbZT2cgdKJLNxSBl8Fsg7vCAlPPfxMl0ubWzf7OAsNkeJdmG4rfrU/s320/melaka+amigos.jpg" width="320" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Carlos el güey mexicano, Senhor Raúl, Mr. Joe, Mrs. Jones, Mr. Hawk y Mr. Bala</td></tr>
</tbody></table>
<br />Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4787092677430685458.post-34246300692612534862012-05-23T04:30:00.000-07:002012-05-29T09:00:26.833-07:00Uno más en Cherating<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgiGJJad8JAI7WsG5kgaXa3g9Mw533OVOkwMdmdLsee_Zt5-7ux3boCmfyC0k_Zv6qkvphvj7glzX-HEWagFGwG2J8Fts2gU2wMHCPlN9OnaDLOr58n69Eq49InSRdvjRthFStSFmeF6mrQ/s1600/cherating+casa+jose.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgiGJJad8JAI7WsG5kgaXa3g9Mw533OVOkwMdmdLsee_Zt5-7ux3boCmfyC0k_Zv6qkvphvj7glzX-HEWagFGwG2J8Fts2gU2wMHCPlN9OnaDLOr58n69Eq49InSRdvjRthFStSFmeF6mrQ/s320/cherating+casa+jose.jpg" width="320" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Jose, el fantasma del espejo, Fabien y Joey</td></tr>
</tbody></table>
En mitad de la costa este de Malasia existe un lugar que vive en permanente estado de duermevela. Tan sólo se despereza por completo entre octubre y enero, cuando los monzones erizan la superficie del mar y surfistas de todo el mundo se acercan hasta allí en busca de las mejores olas del país. Pero el resto del año los vientos se calman, las aguas se apaciguan, se desvanecen las espumas y Cherating se sume en un torpor de siesta veraniega que sólo los mosquitos y algunos monos malencarados consiguen alterar.<br />
<br />
Entro en ella de puntillas –recién bajado de un autobús que me ha soltado en mitad de ninguna parte– procurando hacer el menor ruido posible. Como no parece que haya mucho que hacer aquí, elijo con cuidado mi alojamiento, porque preveo que tendré que pasar en él bastantes horas. Y está bien, porque me apetece leer y escribir después de las emociones submarinas de la semana pasada. Finalmente me quedo en un bungalow de madera con una terracita asomada a un jardín impecable, dentro de los terrenos de una <i>guesthouse </i>llamada Mata Hari (nota al margen: muchos negocios se llaman así en Malasia, y supongo que en Indonesia, donde tomó su nombre artístico la <i>fatale</i> espía holandesa. La expresión quiere decir, literalmente, "el ojo del día", o de modo más directo, "el sol"). <br />
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<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgjQBYgNHJDAtlGXVUs1bfmnJPv8IS4VzdHxPk5Zq2EzYaSjd77qe38SllOZNG45t1QTgog9IqnTm7ZE5-YMN4jVLKMiQQ-d7GouxnQfx7ZuSVkN8rhpbKJIm3aVOONizP0eBAu-ESOTjYy/s1600/cherating+caba%C3%B1a.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgjQBYgNHJDAtlGXVUs1bfmnJPv8IS4VzdHxPk5Zq2EzYaSjd77qe38SllOZNG45t1QTgog9IqnTm7ZE5-YMN4jVLKMiQQ-d7GouxnQfx7ZuSVkN8rhpbKJIm3aVOONizP0eBAu-ESOTjYy/s320/cherating+caba%C3%B1a.jpg" width="240" /></a></div>
<br />
Después de instalarme, salgo a dar un paseo y descubro que Cherating es poco más que una calle que corre en paralelo a una playa desolada y sucia. Las tiendas de flotadores, camisetas y recuerdos y las <i>guesthouses </i>que alquilan tablas de surf se han olvidado de guardar sus productos en el armario hasta la temporada que viene y todo tiene un aire de verano fantasma, de vacaciones canceladas. En mi paseo sólo me cruzo con un par de lugareños que me saludan con una sonrisa, no sé si de cortesía o de compasión. Quizá no tenga tanto que leer ni tanto que escribir, después de todo. Ok, dos días como mucho. <i>Como mucho.</i> ¿Y si me voy mañana mismo?<br />
<br />
Pero entonces veo una luz al final de la calle. Conforme me acerco a ella una tenue cortina de música y voces va cerrándose sobre el silencio. Un letrero de madera reza "Don't Tell Mama". Dios mío, es un bar. Uno de verdad. Con barra. Y luces bajas. Y cerveza. Y un pequeño escenario en el que una batería y una guitarra esperan a que alguien las toque. Y "Next to You" de Police sonando a todo trapo. ¿Cuándo fue la última vez que entré en un bar con música? Debió de ser en Kampot, hace más de un mes. Contengo una lágrima mientras me siento en uno de los taburetes y con voz trémula pido una Skol helada.<br />
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<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh6oxsEhQ4p_2yDVqRg7nZCLRGDdrg7r14nvZIfVj0zUrWEU_-XDquClsIXvYB4EzJbO1Utcp-MDCLlOapb3WT-F8FgE67-HMuBavIC8UfJdFjNWuM2Qfpa0Uy4D_tzmlTgIKyZ_jffPJDF/s1600/cherating+dtm.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh6oxsEhQ4p_2yDVqRg7nZCLRGDdrg7r14nvZIfVj0zUrWEU_-XDquClsIXvYB4EzJbO1Utcp-MDCLlOapb3WT-F8FgE67-HMuBavIC8UfJdFjNWuM2Qfpa0Uy4D_tzmlTgIKyZ_jffPJDF/s320/cherating+dtm.jpg" width="320" /></a></div>
<br />
Sentado a dos taburetes de mí un joven malayo (facción china) me acerca un plato de papaya madura. "Have some papaya, my friend. It's good for your health". Me como dos tajadas. Está realmente buena y da pie a una conversación estándar: de dónde vienes, adónde vas, cuánto tiempo llevas viajando, cómo se te ha ocurrido parar en Cherating... Al principio doy por supuesto que el joven malayo, que se presenta como Boon, es un parroquiano más. Pero resulta que es el dueño del lugar. El tipo es tremendamente simpático y la conversación fluye durante un buen rato. Mirando al escenario le pregunto si suele haber música en directo en el bar. Me dice que la batería está disponible para quien la quiera tocar. "Just for jammin'. Can you play?". Saca unas baquetas y durante un rato compruebo que cuatro meses de inactividad me han oxidado las muñecas y adormecido las piernas. Pero poco a poco me voy soltando y consigo arrancar unos aplausos. A partir de entonces me sentiré parte de la pequeña familia de Cherating, que tiene su centro de reunión en el Don't Tell Mama y está compuesta por seres que por distintas razones decidieron dejar atrás sus vidas anteriores y encontraron el refugio perfecto aquí, donde viven tranquilos sin que nadie les pida explicaciones ni les obligue a hacer nada que no quieran hacer. Estos son algunos de ellos.<br />
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Pablo<br />
Pablo es chileno y lleva viajando mucho tiempo. Le gusta hacer ver que ha establecido su hogar en el movimiento perpetuo, que no le temblará la voz cuando tenga que despedirse e irse de aquí para siempre, pero creo que algo sí que le va a joder. Desde hace meses trabaja como camarero y vive en Don't Tell Mama, donde se comporta como un cliente más: su sed inagotable hará que algún día no queden cervezas que ofrecer a los parroquianos. Se lleva tan bien con Eve, su compañera de barra, que por un momento pienso que están juntos. Pero me lo desmienten. Se ha acostumbrado hasta tal punto a ir de un lado a otro que no necesita apenas preparativos para emprender la marcha. El primer día estuve hablando con él prácticamente hasta medianoche mientras trabajaba. De pronto, como si nada, me comentó que <i>al día siguiente</i> expiraba su visado malayo. "¿Y qué vas a hacer?". "Nada, en un rato tomo un autobús a KL, otro a Singapur, serán ocho o nueve horas de viaje, y si hay suerte me dejarán volver a entrar con un visado para otro mes y mañana por la noche estaré de vuelta. Y si no me dejan, pues nada, ya veremos. ¿Otra cerveza?". A la noche siguiente estaba de nuevo allí, con los ojos inyectados en sangre y treinta días de tranquilidad por delante.<br />
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Eve<br />
Eve es enfermera cuando está en París. Y dice que le gusta mucho su trabajo, pero le gusta mucho más viajar, así que de vez en cuando vuelve a Francia, consigue sin problemas un puesto, ahorra un poco de dinero y vuelve a la carretera. Llegó a Cherating en noviembre y se quedó atascada aquí. Cuando su visado expira se da una vuelta por Indonesia o cualquier otro país y siempre vuelve a Cherating, donde ha establecido su campamento base. Trabaja unas horas al día en el Don't Tell Mama y es la dulzura hecha mujer. La conocí la primera noche, justo a la vez que a Pablo y a Boon. A la mañana siguiente, mientras estaba escribiendo la entrada "He visto cosas que no creeríais" en el porche de mi cabaña, escuché unas voces en la recepción de Mata Hari. "We are looking for a spanish guy. His name is Raúl. Is he here?". Tenía el día libre y vino con su amigo Fabien a buscarme, así, sin avisar, para ir a nadar a la piscina del mejor hotel de Cherating, que por supuesto está completamente vacío y por tanto a nadie le importa que tres intrusos se refresquen gratis y a todo lujo durante unas horas. "¿Qué vida más difícil llevamos, eh?", me suelta con una sonrisa en su castellano afrancesado mientras se tumba al sol en el borde de la piscina.<br />
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Fabien<br />
Fabien es francés –aunque también habla en perfecto castellano e inglés– y desde hace algún tiempo trabaja en Payung Guesthouse, una de las principales casas de huéspedes de Cherating. Pero por su aspecto podría ser actor o modelo. Su éxito con las chicas que están de paso es absolutamente insoportable y no me extrañaría que en este mismo momento se estuviese fraguando en las sombras un complot para arrancarle los brazos y las piernas y echárselos a comer a los monos. Aunque es posible que ni por esas los demás tuviésemos alguna oportunidad...<br />
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Santana<br />
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Santana no se llama Santana, pero así es como Pablo y Eve lo llaman porque cada vez que entra en el bar exige que le pongan el Abraxas o cualquier tema del guitarrista mexicano. Tendrá sesenta y tantos años y siempre lleva un sombrero que le da un cierto aire de patriarca gitano o de personaje salido de una película de Emir Kusturica. Los cristales de sus gafas son tan gruesos (peceras, los llama Danny el americano) que es imposible saber si es chino, indio o europeo. Conduce peligrosamente un Mini de los clásicos y encadena las cervezas agarrándolas por el culo mientras suelta una ametralladora de socarronerías para las que Boon siempre encuentra una réplica. Sólo es el dueño de Coconut Guesthouse, pero le gusta dárselas (en broma) de dueño del pueblo.<br />
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Jose<br />
Jose es un viajero extremo. Dejó Tenerife hace diez años para echarse a la carretera y de momento no ha vuelto. Estudió telecomunicaciones y durante un tiempo ganó un montón de dinero en un buen puesto. Pero la presión y la insatisfacción y otras muchas razones le llevaron al borde de sí mismo y decidió mandarlo todo al cuerno. Durante dos años se estableció en Inglaterra para aprender inglés. Después compró una caravana de segunda mano y se dedicó a recorrer Europa, trabajando de esto y de aquello allá donde paraba. Tras deshacerse de la caravana llegó a la India y a Nepal, países que sin duda le marcaron de muy distintas maneras, que le moldearon el cuerpo, la mirada –intensa, dura, pero también serena– y el carácter. Hoy vive con casi nada, gracias a una diminuta renta que le proporciona el alquiler de una casa que le dejó su madre en Tenerife. Con ella le llega para moverse, comprar comida y pagar un precio casi simbólico por la austera cabaña de madera en la que vive (a la que un día me invitó a comer junto con Fabien y Joey, una canadiense de paso por Cherating) y que temporalmente comparte con Mako, una pequeña japonesa que vive entre Malasia, la India, Italia y Japón. Le gusta tener gente en su casa (me ha ofrecido una habitación gratis en el caso de que decida volver) y es un buen cocinero, aunque, eso sí, estrictamente vegetariano. Suele pasearse por Cherating a bordo de una bicicleta plegable verde. Y si da la casualidad de que descarga una tormenta, aprovecha para ducharse en mitad de la calle para no tener que recurrir al agua de lluvia que acumula en un depósito instalado en su casa para ese menester. Ah, y se toma el billar <i>muy en serio</i>. Lleva dos meses en Cherating y dice que pronto volverá a moverse. No sé, me gustaría encontrarlo aquí si regreso alguna vez. <br />
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Boon<br />
Tiene treinta años pero aparenta bastantes menos. Su sentido del humor es tan extraño como desternillante y cuando está concentrado es capaz de mantener los diálogos alrededor de la barra en constante flujo. Su paciencia con sus camareros de paso no tiene límites, a pesar de algún que otro estallido de ira que se le pasa en treinta segundos y al que sigue una invitación a una ronda a todo aquel que haya sido testigo de su arrebato. Duerme poco, porque por las noches se dedica a masacrar gente online en cualquiera de los juegos a los que está enganchado (a su mujer, Sachiyo, japonesa, no parece importarle demasiado). También dice que tiene una pistola de verdad y que le gusta disparar a los monos, pero no estoy del todo seguro de que esto sea cierto. Pero por encima de todo es un gran conversador. Una de las noches nos dieron las tres de la madrugada hablando alrededor de una mesa, junto a su mujer, a Pablo y a Danny, un americano de Detroit que lleva una Gibson tatuada en el antebrazo y con el que he tocado un par de veces. Charlando con Boon he llegado a comprender un poco mejor la compleja y en apariencia bien avenida sociedad malaya, en la que los chinos son "ciudadanos de segunda" (y los indios de tercera): él mismo tiene que pagar de alquiler el doble de lo que paga por un local idéntico un malayo musulmán, simplemente por tener los ojos rasgados y a pesar de haber nacido en este país. Boon es la única constante en Cherating, un lugar que todos los demás, tarde o temprano, abandonarán para siempre.<br />
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Muchas veces a lo largo de este viaje he escuchado la frase "es la gente la que hace los lugares", pero nunca me ha parecido tan ajustada a la realidad como en Cherating. La gente que vive aquí es su auténtico atractivo y creo que debería considerarse patrimonio cultural y ser objeto de protección por la Unesco. He tenido mucha suerte: si hubiese llegado aquí sólo un par de meses antes o después no me habría cruzado con este fantástico grupo de locos, al menos no con todos ellos al mismo tiempo, y sin duda la experiencia habría sido distinta. Y aunque sé que es imposible, si alguna vez vuelvo (quizá dentro de un mes, quizá el año que viene) me gustaría que todo siguiese igual, entrar en Don't Tell Mama y encontrármelos a todos intercambiando bromas alrededor de la barra, hablando de sus vidas pasadas y futuras, jugando al billar, planeando una fiesta para el lunes en casa de Jose (no sabéis como me jode no haber podido asistir, chicos) y siendo total y absolutamente irrepetibles.<br />
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Gracias por todo amigos. Nos vemos pronto.<br />
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhIqjT5DAgHNwFJ-0sz_8Jkni4AKt_BcKbHD_TifW9JBqxZF9MUYm7znYSA-ljmGcZIkGnteIU5uzONK2Cwr2B9wBmP0lzZpL9iIqHAnHX1HKwmAuwWAByTGXJTZFj4z0TkSvWfLvCAKeRn/s1600/cherating+jam.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhIqjT5DAgHNwFJ-0sz_8Jkni4AKt_BcKbHD_TifW9JBqxZF9MUYm7znYSA-ljmGcZIkGnteIU5uzONK2Cwr2B9wBmP0lzZpL9iIqHAnHX1HKwmAuwWAByTGXJTZFj4z0TkSvWfLvCAKeRn/s320/cherating+jam.jpg" width="320" /></a></div>
<br />Unknownnoreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-4787092677430685458.post-13920236296336882542012-05-16T03:58:00.000-07:002012-05-28T03:02:34.291-07:00He visto cosas que no creeríais...<div style="border: medium none;">
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEisgpliPBiM7dwBcPKZgeMnZPiQlebVMrcI6BE7JTzY7seomrhjbbEg7AgQSEgY7Aqta_C4OoOAE6reCIKQS9bthUW4mrcKZB9bX5AMXVWCMl3cgTZkyCnGYpcG7CMUPaOIX3GHUSMADLAx/s1600/perhentians+snorkel+2.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="237" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEisgpliPBiM7dwBcPKZgeMnZPiQlebVMrcI6BE7JTzY7seomrhjbbEg7AgQSEgY7Aqta_C4OoOAE6reCIKQS9bthUW4mrcKZB9bX5AMXVWCMl3cgTZkyCnGYpcG7CMUPaOIX3GHUSMADLAx/s320/perhentians+snorkel+2.jpg" width="320" /></a></div>
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<span style="font-size: x-small;"><span lang="ES-TRAD">(</span><i><span lang="ES-TRAD">Las imágenes submarinas que aparecen en esta entrada no son mías –no tengo una cámara subacuática–, pero fueron tomadas exactamente en los mismos puntos por los que yo pasé y reflejan a la perfección, tanto en contenido como en perspectiva, lo que yo vi. Por esta razón, me ha parecido oportuno incluirlas aquí)</span></i></span></div>
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<span lang="ES-TRAD">Pues muy bien, aquí estoy. Pulau Perhentian Kecil, Malasia. He salido de Kota Bharu a primera hora de la mañana en un autobús local que me ha llevado hasta el muelle de Kuala Besut. Desde allí he divisado a contraluz, a lo lejos, las siluetas cubiertas de jungla de las dos pequeñas islas Perhentians, Besar y Kecil. La travesía ha resultado incluso mejor de lo que imaginaba: una lancha rápida para doce personas y sus equipajes. Media hora de velocidad pura con el viento arañándome la cara. Con una mueca de suficiencia el capitán se aprovechaba del trampolín de las crestas del mar para hacer que el casco despegase de la superficie del agua durante un segundo de vértigo y después cayese a plomo, <span style="color: black;">con un golpe seco que percutía inclemente contra mi esqueleto y me elevaba unos centímetros sobre el asiento. Mi sonrisa dejaba tras de sí una larga, deslumbrante estela de espuma blanca. </span></span></div>
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<span lang="ES-TRAD" style="color: black;">El reparto de pasajeros entre las distintas playas de las dos islas me ha dejado solo en la lancha. El lugar que he elegido para alojarme, en el extremo noreste de Kecil, es el más remoto, alejado de las comodidades de los resorts, de las filas de sombrillas, de la juerga nocturna y de los turistas que se dejan reblandecer al sol sin hacer otra cosa que comer demasiado y dañarse el cerebro con un tocho de Paulo Coelho o de Barbara Cartland. A salvo de un asentamiento de pescadores en el sur de Kecil, no hay pueblos en las islas. Tampoco carreteras. La jungla reina en las Perhentians y sólo se detiene a unos pocos metros del mar, sin dejar apenas espacio para los bungalows más o menos confortables que alojan a los turistas, construcciones de madera levantadas en escuetas playas de arena tan blanca que parece sal depurada. Sólo hay dos modos de trasladarse de una playa a otra: atravesar la jungla empapado en sudor por angostos senderos abiertos entre la maleza o tomar un "taxi" acuático, una pequeña canoa a motor que te lleva donde tú le pidas.</span><br />
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj7YdBv1ELj1Wxx1bjrzt1OcuKYAN9EvCc_KWGs9V1NlOjpClq-GNQIGuMFUQAe8GDU2ILpMqISoo9fcw_6XtyldjFUhPRIemc3LQhnsoGCdVhfBwJ5cO_vGNIKJF3YpkxPz7vFNO-_KGiV/s1600/perhentians+caba%C3%B1as.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj7YdBv1ELj1Wxx1bjrzt1OcuKYAN9EvCc_KWGs9V1NlOjpClq-GNQIGuMFUQAe8GDU2ILpMqISoo9fcw_6XtyldjFUhPRIemc3LQhnsoGCdVhfBwJ5cO_vGNIKJF3YpkxPz7vFNO-_KGiV/s320/perhentians+caba%C3%B1as.jpg" width="320" /></a></div>
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<span lang="ES-TRAD" style="color: black;">El nombre de mi <i>guesthouse</i> es D' Lagoon y consiste en una serie de cabañas desperdigadas entre los árboles, alrededor de una pequeña cala sin apenas arena, cubierta de restos de coral. Tengo una habitación en una <i>longhouse</i>, una especie de barracón de madera con un pasillo a lo largo del cual se suceden los cuartos, bautizados con nombres de peces. "Butterfly Fish" es el que me ha tocado en suerte y desde su ventana podré ver el mar al despertarme cada mañana. El alojamiento es tan básico como esperaba: comparto la habitación con cucarachas, mosquitos, arañas y lagartijas y en el tejado vive un gecko que cada noche me arrullará con su canto de seis tonos. Las duchas son compartidas y el váter es un agujero en el suelo, como el de ciertos bares por los que todos hemos pasado alguna vez. Pero esto no es el "Ritz Garden Hotel" de Ipoh, así que no hay razón para quejarse. He estado en sitios parecidos en Laos y en Camboya. Dos veces más baratos, eso sí.</span></div>
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<span lang="ES-TRAD" style="color: black;">Tras dejar la mochila en el cuarto y darme una ducha salgo al exterior y me pregunto si estaré a la altura. Se supone que esta debería ser una de las cumbres del viaje y ya empiezo a notar un cierto desencanto. A primera vista no hay gran cosa que hacer aquí y por un instante temo que los días se me vayan a hacer demasiado largos. Ni siquiera hay cerveza, maldito sea Alá. Bueno, sí que hay, según me informa Omar, un francés cincuentón, descendiente de argelinos, que es la viva imagen de Ricardo Darín bronceado y que lleva aquí tres semanas, siempre sentado a la misma mesa de la terraza del "restaurante", leyendo un libro tras otro y dando conversación al resto de huéspedes.</span></div>
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<span lang="ES-TRAD" style="color: black;">"Pero se las tienes que comprar calientes, de diez en diez, y llevártelas a tu cuarto, como si las hubieses traído de otro sitio. Después calculas cuándo te las quieres tomar y las vas metiendo poco a poco en el frigorífico de la cocina. A mí me quedan unas cuantas. Si no quieres comprarte diez de golpe te vendo una o dos esta tarde, a eso de las siete, para que estén frías cuando termines de cenar. A precio de coste, ¿eh?". </span></div>
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<span lang="ES-TRAD" style="color: black;">Omar no tiene la menor intención de moverse de aquí en mucho tiempo, así que algo tendrá este sitio. Después de darme un chapuzón en el mar y comprobar aliviado que el agua, sin llegar a estar fría, no es ese jarabe tibio característico de todas las costas del sudeste asiático, me llevo a Mr. Nabokov y su Sebastian Knight a una de las tumbonas de madera dispuesto a leer un rato. Desde la tumbona de al lado una chica levanta la vista tras sus gafas de sol y me saluda sorprendida. Es </span><span lang="ES-TRAD" style="font-family: "Times New Roman","serif"; font-size: 12pt;">Eszter </span><span lang="ES-TRAD" style="color: black;">("nací en Hungría, me crié en Suecia, vivo en Londres"), diseñadora gráfica <i>freelance</i>, 28 años. La conocí tres días atrás en la <i>guesthouse</i> de Zeck, en Kota Bharu, donde intercambiamos unas cuantas frases y le presté mi adaptador universal para que pudiese recargar el móvil en el enchufe de su habitación. Lleva siete meses viajando por India, Nepal, Vietnam, Laos, Tailandia y Malasia. El azar ha hecho que nos volvamos a encontrar. </span></div>
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<span lang="ES-TRAD" style="color: black;">"Estaba a punto de ir a hacer un poco de </span><span lang="ES-TRAD">snorkeling<span style="color: black;">. Dicen que el arrecife de aquí es muy bueno. Pero no me gusta la idea de salir ahí sola. ¿Te apuntas?"</span></span></div>
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<span lang="ES-TRAD" style="color: black;">"¿Snorkeling? Eh... sí, sí... eh... claro, por qué no. ¿No hay mucho más que hacer aquí, verdad?"</span></div>
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<span lang="ES-TRAD" style="color: black;">Pero en mi cabeza, mientras alquilo las gafas, las aletas y el tubo en el puesto que hay junto al restaurante, empiezo a escuchar la voz clara y distinta –doblada al castellano, eso sí– de Robert Shaw diciendo: "</span><span lang="ES-TRAD">Esos ojos sin vida, ojos negros, como de muñeca..."</span></div>
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<span lang="ES-TRAD">Caminamos hasta la orilla, nos sentamos en una roca, escupimos en el cristal de las gafas, las aclaramos, encajamos en ellas la cara, nos calzamos las aletas, afianzamos la goma del tubo entre nuestros dientes y de un empujón empezamos a deslizarnos sobre la superficie del mar con la vista fija en el fondo. Al principio hay sólo arena y rocas ahí abajo. Y al frente un azul turquesa que se va haciendo más borroso, que se degrada hacia tonos más oscuros hasta disolverse en la inmensa penumbra del Mar de China. Un par de peces pequeños cruzan mi campo de visión mientras Robert Shaw, ahora acompañado de Richard Dreyfuss, canta: "Ya me marcho de aquí, bella dama española, adiós que me voy, oh preciosa mujeeeeer...".</span></div>
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<span lang="ES-TRAD">Pero poco después, tras dejar atrás una enorme roca, el fondo se aleja de golpe seis metros y entro en otro planeta. Y es un planeta asombroso, tan asombroso que lanzo sin querer un "¡wow!" asordinado por las burbujas a través del tubo. Siento como si hubiese vuelto a nacer en un mundo nuevo donde todas <span style="color: black;">las leyes físicas y todas las normas estéticas </span>hubiesen sido abolidas o vueltas del revés. <i>Vuelo</i>. Vuelo sobre una ciudad de coral multicolor estructurada en terrazas y habitada por cientos, miles de seres de tamaños, formas y colores fuera del alcance de mi imaginación. No creo haber recibido una impresión tan fuerte desde que tenía seis años. El agua es tan clara, la visibilidad es tan absoluta, hay tanta información nueva arriba y abajo, a izquierda y a derecha, que dejo de mover las aletas y me limito a flotar, a acompasar la respiración y a mirar a mi alrededor. En todo momento estoy rodeado de peces, nunca hay menos de quince o veinte en un radio de unos palmos de distancia. Veo una formación de seis o siete <i>needlefish</i><span style="color: red;"> </span>que nadan a pocos centímetros de la superficie. Veo cómo Eszter se cruza con un elegante pez Napoleón, casi tan grande como ella. Veo cómo un gran pez loro azul y rojo y amarillo y violeta y verde y rosa desciende en picado hacia una roca de su gusto y <i>escucho</i> cómo la roe con sus dientes para obtener algo de alimento vegetal. Detecto entre los filamentos de una anémona los colores característicos –naranja, blanco, negro– de un pez payaso. Cojo aire, desciendo hasta tenerlo delante de las gafas y otros seis o siete peces payaso de distintos tamaños salen de la anémona a ver qué pasa. El más grande (medirá seis centímetros) se encara conmigo y me muestra su mejor mueca de pez malo mientras aletea enérgicamente para defender su territorio. Se me escapa una carcajada. Vuelvo a la superficie y Eszter me indica con un gesto que mire hacia abajo, a mi derecha: una raya planea sobre el fondo y la seguimos durante un rato. Supongo que se ha dado cuenta, porque acelera el ritmo, derrapa dejando tras de sí una nube de arena y nos pierde tras doblar un inmenso níscalo de coral.</span></div>
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhOOYVsadXXhEIipYh0SNgvSxGt5oiBruuQ_-ny6AHRqyVooUqbNbp9pBU4CLHyw0ynRn57qdocy1oKJ5S1eoqIstgM6QkDz4yBrKwPWciTM0aOYgCEL3MSdWKSP_JphD5CIInUyGriYNwS/s1600/rtw_trip-2006.1180550340.blue-spotted_stingray%255B1%255D.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="72" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhOOYVsadXXhEIipYh0SNgvSxGt5oiBruuQ_-ny6AHRqyVooUqbNbp9pBU4CLHyw0ynRn57qdocy1oKJ5S1eoqIstgM6QkDz4yBrKwPWciTM0aOYgCEL3MSdWKSP_JphD5CIInUyGriYNwS/s200/rtw_trip-2006.1180550340.blue-spotted_stingray%255B1%255D.jpg" style="left: 502px; opacity: 0.3; position: absolute; top: 2134px; visibility: hidden;" width="96" /></a></div>
<div class="MsoNormal" style="border: medium none; text-align: justify;">
<span lang="ES-TRAD">Continúo sobrevolando valles y montañas, rodeo descomunales bolas de helado fosilizadas (de mora, de pistacho, de vainilla). Atravieso alucinado y en contradirección un banco de miles de peces diminutos que constantemente cambian de rumbo al unísono, como un solo ser hecho de agua y recubierto de escamas de plata, como un ejército que acata con un espasmo la orden dictada por un general mudo. Porque aquí sólo hay silencio y paz. Y lo que yo esperaba era un mundo violento, peces grandes a la caza de peces pequeños, reyertas submarinas por un trozo de comida. Pero no hay nada de eso. Al contrario, esta es la ciudad más civilizada que jamás haya visto. Si hay alguna pequeña disputa, se salda con un coletazo al agua que apenas altera la lentitud reinante, sin sangre ni contacto. El vencedor se lleva su trofeo y todo el mundo respeta el resultado. Cada especie sigue su camino educadamente, sin importunar al resto, como ese pez gris de ahí, ese tan largo, con la cabeza plana, ese...</span></div>
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<span lang="ES-TRAD">Echo las manos hacia adelante para detenerme en seco. </span></div>
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<i><span lang="ES-TRAD">Ojos sin vida, ojos negros, como de muñeca.</span></i></div>
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<span lang="ES-TRAD">No es muy grande. Medirá algo más de un metro y nada pegado a las rocas de la costa, a unos seis metros de donde me encuentro. Su silueta inconfundible está hecha del material con el que se construyen las pesadillas. Al menos las mías. Y sin embargo, no se me acelera el pulso y –enorme sorpresa– no braceo a toda velocidad hacia la orilla para salir del mar, de la <i>guesthouse</i>, de las islas y del país. En lugar de eso giro la cabeza siguiendo sus movimientos, pausados e indiferentes, hasta que desaparece. Eszter, que se había alejado bastante de mi posición, regresa y me enseña su pulgar hacia arriba. Subimos y nos desprendemos del tubo.</span></div>
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<span lang="ES-TRAD">"Me han dicho esos de ahí enfrente que hay algún tiburón por aquí. ¿Lo has visto?"</span></div>
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<span lang="ES-TRAD">"Joder que sí lo he visto. Ahí mismo, pegado a esas rocas. Nunca creí que fuese capaz..." </span></div>
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<span lang="ES-TRAD">A lo que sigue una explicación emocionada, casi infantil, de mi primer avistamiento. El segundo se producirá sólo unos minutos más tarde. Esta vez es más grande –bastante más grande que yo– y nada a poca distancia del fondo. Sospecho que me ha pasado por debajo sin que me diese cuenta y ahora se aleja hacia la oscuridad, así que decido seguirlo. Repito, porque yo mismo no me creo lo que estoy haciendo: <i>decido</i> <i>seguirlo</i>. Nado tras él, manteniendo una distancia a la que me siento seguro, unos cinco metros, hipnotizado por el movimiento oscilante de su cola. De pronto gira hacia la derecha y, por si acaso, me paro. Durante dos o tres segundos puedo verlo en toda su longitud y calculo que rondará los dos metros y medio. Después vuelve a girar hacia la izquierda y se aleja. Esta vez me quedo en mi sitio. Creo que ya he tenido bastante por hoy y quiero disfrutar un poco de esto que estoy sintiendo ahora mismo. <span style="color: black;">Una especie de orgullo por haber superado una prueba que siempre consideré fuera de mi alcance, que ni siquiera estaba en mi agenda. Y, por encima de todo, la sensación de haber vivido durante un par de horas en un sueño de </span>Lewis Carroll<span style="color: black;">. Y es una sensación fantástica. Hoy me caigo muy bien.</span></span></div>
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<span lang="ES-TRAD">Lo que aún no sé es que lo mejor está por llegar. </span><br />
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<span lang="ES-TRAD">Después de pelearnos durante un buen rato contra la corriente (nos hemos alejado bastante de la orilla) salimos del agua, nos duchamos y nos sentamos a jugar una partida de ajedrez en la rudimentaria mesa que hay instalada frente al mar mientras hacemos recuento de todo lo que hemos visto. Sobre la arena, uno de los <span style="color: black;">muchos </span>lagartos<span style="color: black;"> que hay en los alrededores se da un lento paseo vespertino. Eszter tiene bastante experiencia en el mundo</span> del submarinismo, pero parece tan impresionada como yo. "Aquí ni siquiera hacen falta botellas ni reguladores de presión. Todo está ahí enfrente, la visibilidad es estupenda y no es necesario bajar mucho. Aunque es una pena que algunos corales estén tan estropeados". Si estos corales están estropeados, me pregunto cómo serán los buenos. Después de hacer un movimiento estúpido con mi reina, pierdo la partida y vamos a comer algo en el restaurante. Durante la cena consultamos el "libro de peces" que tienen en la <i>guesthouse</i> para tratar de poner nombre a todas las caras con las que nos hemos cruzado en nuestra salida. Como no hemos tenido bastante, decidimos apuntarnos al "snorkeling trip" que a la mañana siguiente nos llevará durante más de cuatro horas a cinco puntos distintos de las islas. Quiero estar lo más fresco posible, así que después de tomarme una de las cervezas de Omar, me voy a dormir.</span><br />
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<span lang="ES-TRAD">Son las ocho y media de la mañana y estoy nervioso. Uno de los cinco lugares a los que vamos a ir se llama "shark point" y lo imagino atestado de tiburones. Y una cosa es seguir a un tiburón y otra estar rodeado de ellos por todos los flancos. Tras el desayuno, Eszter y yo, junto a tres chicas francesas, nos subimos a la motora que nos trasladará de un punto a otro. Después de lo que vimos el día anterior, un par de ellos nos resultan algo decepcionantes: los corales no son tan buenos y la cantidad y variedad de peces no es tan grande. El tercero es mucho mejor: allí por fin vuelvo a experimentar mis mejores sensaciones de novato y avisto mi tercer tiburón, de unos dos metros, al que Eszter y yo seguimos durante unos segundos. Poco después nos zambullimos con cierta aprensión en "shark point", pero para nuestra decepción –repito, <i>decepción</i>–, sólo encontramos un tiburón después de mucho rastrear de aquí para allá (esa misma tarde atravesaremos durante veinte minutos la jungla para llegar a "Adam & Eve's Beach", una playa desierta al norte de Kecil, y descubriremos que ese debería ser considerado el auténtico "shark point": no menos de cinco tiburones desfilarán ante nuestras gafas).</span></div>
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<span lang="ES-TRAD">Pero el gran momento ha llegado a primera hora de la mañana, justo después de salir de D' Lagoon. Son las nueve y media y, a unos cien metros de la costa de Besar, nuestro capitán reduce al máximo la velocidad de la motora y fija la vista en el mar, en busca de <i>algo. </i>Durante cinco minutos todos hacemos lo propio, tratando de atravesar la superficie del agua con nuestros ojos, hasta que por fin recibimos la orden esperada:</span></div>
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<span lang="ES-TRAD">"Todos al agua. Seguidla"</span></div>
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<span lang="ES-TRAD">Me dejo caer al mar entre una nube de burbujas. Y cuando se disipan lo que veo es, simplemente, belleza en estado puro. Belleza total, sin mancha, belleza absoluta.</span></div>
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<span lang="ES-TRAD">En el centro del escenario azul, a unos dos metros sobre el fondo, iluminada por el cañón de luz del sol, una enorme tortuga marina <i>vuela</i> en silencio frente al anfiteatro flotante que entre los cinco hemos formado. Durante media hora la seguimos respetando una distancia que no la inquiete, que no la obligue a abandonar esa lentitud con la que sus poderosas <i>alas</i> acarician el agua para darse impulso. Esas alas que parecen querer marcar el ritmo del mundo, batutas que nos dicen <i>lento, largo,larghissimo.</i> <span style="color: black;">Sube... y baja... y sube... y baja... y vuelve a subir con un suave golpe de aletas, planea, se deja ir.</span><i><span style="color: red;"> </span></i>Nadamos a cinco fotogramas por segundo mientras la vemos dirigir su caparazón hacia la luz, mover sin esfuerzo el inmenso peso de su cuerpo, que se eleva ingrávido hasta que la gran cabeza asoma a la superficie –y las nuestras con ella, mirándola ahora desde nuestro lado del mundo–, consigue una buena ración de aire y vuelve a sumergirse. Ahora vuela aún más despacio, a unos tres metros bajo nuestras aletas. Aguanto la respiración y desciendo a su altura. Durante unos segundos somos sólo ella y yo, compartiendo vuelo. Y me siento pequeño a su lado, me siento muy pequeño cuando gira levemente su cabeza hacia la derecha y su gran ojo se fija en mí por un instante, sólo un instante infinito antes de mirar de nuevo al frente y avanzar hacia la oscuridad y perderse en su mundo lento y dejarme atrás para siempre. Pequeño, más pequeño que nunca.</span></div>
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<span lang="ES-TRAD">Yo no he visto atacar naves en llamas más allá de Orión. Tampoco he visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tanhäusser. Pero he <i>volado</i> bajo el agua junto a una tortuga gigante. Y aunque ese y todos los momentos de mi vida se perderán algún día como lágrimas en la lluvia, <span style="color: black;">el viaje, todos los viajes, habrán valido la pena.</span></span><br />
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhg1SjRw_UyC6-u64wCLQi2MW3YWIGB14bBz7O_mOYBH6W1imyJUdx1wD7WtsD8FOyiYMHcw4aMVuAZOiNiUo5DoqvA_7umauXX1wrypZfwnF6_CRNLeXKjjCX8rOH2gR42W7kHH5CNtMXP/s1600/perhentians+turtle.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="224" kba="true" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhg1SjRw_UyC6-u64wCLQi2MW3YWIGB14bBz7O_mOYBH6W1imyJUdx1wD7WtsD8FOyiYMHcw4aMVuAZOiNiUo5DoqvA_7umauXX1wrypZfwnF6_CRNLeXKjjCX8rOH2gR42W7kHH5CNtMXP/s320/perhentians+turtle.jpg" width="320" /></a></div>
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</div>Unknownnoreply@blogger.com6tag:blogger.com,1999:blog-4787092677430685458.post-44558112211682477402012-05-10T23:48:00.000-07:002012-05-11T00:09:42.534-07:00Rumbo a la costa este<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg6pXNtyV_7RerfydCv7fPnkXalZ6pK8944BnX-jTQO7I6tjeKeQwZe-u_7rQPyM7AlQXHgvYJJOJ1GswEDWsZwoGJcMOPQ7uhdoUMnW6XiYj9caAaGbj-UHZ5-i0WGbtNwy2PFGvycIMl_/s1600/cameron+t%C3%A9+y+yo.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg6pXNtyV_7RerfydCv7fPnkXalZ6pK8944BnX-jTQO7I6tjeKeQwZe-u_7rQPyM7AlQXHgvYJJOJ1GswEDWsZwoGJcMOPQ7uhdoUMnW6XiYj9caAaGbj-UHZ5-i0WGbtNwy2PFGvycIMl_/s320/cameron+t%C3%A9+y+yo.jpg" width="320" /></a></div>
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Una de las reglas de este viaje me impide mirar fotos de los lugares a los que voy a ir. No quiero referencias visuales. Nada de vídeos. Al infierno con Google Street View. No quiero ahorrarme la sensación de estar perdido al principio, sin familiaridades, ni tampoco la satisfacción de empezar a no estarlo. Ocurre lo mismo con los libros. Prefiero no leer el texto que aparece en la espalda hasta haber llegado a la última página. Mejor no saber muy bien de qué va el juego hasta llevar un buen rato jugando. No andamos sobrados de sorpresas, así que por qué rebajar las muchas que un viaje o un libro nos tienen reservadas. Aunque sean desagradables.<br />
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Dejo Ipoh y me subo a un autobús con destino a Tanah Rata, en el corazón de Cameron Highlands, los "Alpes malayos", según se dice. Durante el viaje abro mi guía por la página del pequeño plano en blanco y negro del pueblo, la única pista que me permito tener, un enrejado de calles sobre el que la imaginación proyecta una tercera dimensión sirviéndose de los mejores materiales. Así levanto pequeñas casas de madera de dos alturas provistas de porches que miran hacia las montañas cubiertas de jungla, esa misma jungla que ya empieza a rodear al autobús conforme la carretera serpentea hacia las tierras altas. Me gustará sentarme a leer en uno de esos porches y sentir un poco de frío por primera vez en más de tres meses. Pasear un rato por el bosque. Tomar un té frente a una de las muchas plantaciones que hay en los alrededores. Me quedaré dos, tres noches. Quizá cuatro.<br />
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Pero en cuanto llego a Tanah Rata decido que me quedaré justito a tomar el té. Horrendo es un calificativo cariñoso con los monstruosos edificios que alguien sin corazón permitió construir aquí y en las poblaciones cercanas. Los bloques carcomidos por la humedad parecen haber sido transplantados desde una ciudad dormitorio del extrarradio de otro extrarradio. Por todas partes hay carteles que anuncian la construcción de nuevos complejos de apartamentos sin alma. Y sin porches, claro. De todas maneras, las montañas apenas son visibles desde aquí. Así que doy un paseo por el bosque, doy otro paseo por una plantación, me bebo mi té y me voy.<br />
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjmLBqdbZoCCpCuNxHiBHIu8eWDaw7KPGHZbpxaYM4XQ54XUAdLbZkB7J_1pr4KVG7Jge_sJ8ntJPMxp61hw6QCQXBekkb8C3Ka40roxlpaZf5tdgUV3x767AmQ4VjaM-X21V6l_awnI6sj/s1600/cameron+plantaci%C3%B3n.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjmLBqdbZoCCpCuNxHiBHIu8eWDaw7KPGHZbpxaYM4XQ54XUAdLbZkB7J_1pr4KVG7Jge_sJ8ntJPMxp61hw6QCQXBekkb8C3Ka40roxlpaZf5tdgUV3x767AmQ4VjaM-X21V6l_awnI6sj/s320/cameron+plantaci%C3%B3n.jpg" width="320" /></a></div>
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Ocurre algo parecido cuando llego a Kota Bharu, en el extremo noreste del país. Los escritores de mi guía, propensos a la adjetivación benévola, la califican de "sumamente agradable", un sutil eufemismo con el que sin duda quieren decir "abiertamente espantosa". Sin embargo, mi catarro se ha agravado y tengo que quedarme allí un par de días hasta sentirme en buenas condiciones para atacar mi nuevo destino, las islas Perhentians. Pero no es tiempo tirado a la basura. Kota Bharu es, según leo, uno de los lugares más conservadores del país, y a mis ojos tiene un cierto atractivo exótico. La mayoría simple musulmana se convierte aquí en mayoría absoluta. Apenas se ven indios ni chinos. Todas las mujeres, sin excepción, llevan el pelo cubierto por el <i>tudong</i>. Los cánticos y mensajes desde los minaretes aportan un trasfondo sonoro casi constante. En el supermercado local, sobre las cajas registradoras, hay signos que indican cuál es la cola de los hombres y cuál la de las mujeres (si bien compruebo que nadie hace demasiado caso a esto). No hay alcohol de ninguna clase. Ni siquiera es posible encontrar cerveza en los 7Eleven (en mi última noche descubro un restaurante chino donde sí sirven Carlsberg y Skol. Está lleno, por supuesto). En mi <i>guesthouse</i> un cartel prohíbe manchar los vasos con alcohol traído del exterior.<br />
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El mercado central es una orgía de colores, especialmente en las secciones de frutas y dulces. Me compro medio kilo de rambutanes (la fruta con pelo que esconde en su interior una especie de uva gorda o de litchi que a su vez encierra un fruto seco que parece un cruce entre una almendra y un pistacho) y cuatro "magdalenas" de coco, de color verde. Y los puestos de comida callejera que conforman el "mercado nocturno" son fantásticos. Allí tengo la oportunidad de probar el "arroz azul", mezclado con cordero, pollo, pescado, verduras o lo que uno quiera (excepto cerdo, por supuesto) y envuelto en papel de estraza. Por primera vez lo como con mi mano derecha, igual que hace todo el mundo aquí, entre miradas que pasan por alto mi torpeza.<br />
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi5mzrYEyYApoBoapZw11ZQggBgeVg-xyRDH0XUY5GU3BCZGwqq-V0gkGVQS3nZBLWdyxmqkRRJUuEgJhkzo_Cl2vxXeTntRB9HxIMqXkd1T-UgZpjgehNPRlvGwEwulbolNr1L-OPXFH_M/s1600/arroz+azul.jpg" imageanchor="1" style="clear: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" height="131" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi5mzrYEyYApoBoapZw11ZQggBgeVg-xyRDH0XUY5GU3BCZGwqq-V0gkGVQS3nZBLWdyxmqkRRJUuEgJhkzo_Cl2vxXeTntRB9HxIMqXkd1T-UgZpjgehNPRlvGwEwulbolNr1L-OPXFH_M/s200/arroz+azul.jpg" width="200" /></a><br />
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La gente sí que es "sumamente agradable". A las sonrisas que uno recibe gratis todos los días en Tailandia, Laos o Camboya, se añade aquí un "hello" que muchas veces me pilla desprevenido, mirando para otro sitio. "Oh, hello, hello, sorry". A Zeck y "Mamma", los dueños de mi <i>guesthouse</i>, les gusta hablar con sus huéspedes y termino las jornadas charlando con ellos en la destartalada "terraza" de la casa. "Easy-going Raúl", me llaman, supongo que por contraste con otros viajeros con menos tiempo y más prisa que yo. Zeck nació en las Perhentians y me da un par de buenas pistas para los próximos días. Insiste especialmente en que me calce las gafas, el tubo y las aletas y haga un poco de snorkeling allí.<br />
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"¿Y qué pasa con los tiburones?"<br />
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"Ah, sí, los tiburones. Hay muchos, ya verás"<br />
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"Bueno, preferiría no verlos, la verdad"<br />
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"No te preocupes, en mis sesenta años de vida nunca ha pasado nada"<br />
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"¿Nada?"<br />
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"Nada de nada"Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4787092677430685458.post-62303199460365229432012-05-05T23:53:00.000-07:002012-05-06T00:11:10.762-07:00Langkawi-Ipoh: un itinerario<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj4ju66sqibI0TvHajvdo2kf0hpUDo3qBWKYJcdhL-vLxv22mjw-HusLmSg2TX4GLrGuAeaNHH7-KaSi9n-7c7E3okKO_p0FZGxHCrprUlBcVVQT4b3bG3hSfQH7zW68bY2M2k5h3kK14PM/s1600/langkawi+%C3%A1guila+2.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj4ju66sqibI0TvHajvdo2kf0hpUDo3qBWKYJcdhL-vLxv22mjw-HusLmSg2TX4GLrGuAeaNHH7-KaSi9n-7c7E3okKO_p0FZGxHCrprUlBcVVQT4b3bG3hSfQH7zW68bY2M2k5h3kK14PM/s320/langkawi+%C3%A1guila+2.jpg" width="320" /></a></div>
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Me levanto a las siete. Me ducho. Me visto. Cierro la mochila. Compruebo que no me dejo nada. Devuelvo la llave de la habitación. Luce el sol. Canta un pájaro raro. Echo un último vistazo a la charca. No hay rastro de la pitón. Pero los patos siguen sin atreverse a nadar. A las siete y media cojo un taxi hasta el embarcadero. Llego allí a las ocho. No hay plazas para el ferry a Kuala Kedah de las ocho y media. Compro un billete para el de las diez. Desayuno un café y un bollo. Me siento a leer frente al águila que da la bienvenida a la isla para hacer tiempo. A las diez me subo al ferry. Aire acondicionado polar. Me pongo la chaqueta. A las once y media llegamos a Kuala Kedah. Me quito la chaqueta. Pregunto por la parada de autobús para Alor Star. Por allí debe de andar, me contesta una china. Por allí me voy. Pero no la encuentro. Vuelvo a preguntar. Detrás de esa curva estaba ayer, me dice un indio. Detrás de esa curva me voy. Deduzco que un banco bajo los restos de una marquesina manchada de engrudo y papel viejo es la parada. Una niña de uniforme me lo confirma con una sonrisa. Cinco minutos después llega el autobús. Me subo al autobús. Me pongo la chaqueta. A las doce y media llego a Alor Star. Me quito la chaqueta. Pregunto si es de allí mismo de donde salen los autobuses a Ipoh. No, no es allí, es mucho más allí. Estornudo. Cojo un taxi que me lleva a la estación, situada en mucho más allí. Como un bocadillo malo. Compro un botellín de agua. A la una y media cojo el autobús para Ipoh. Me pongo la chaqueta. Doy un sorbo al botellín de agua en los kilómetros 25, 53 y 122. A las cinco llego a la estación de largo recorrido de Ipoh. Me quito la chaqueta. Pregunto dónde está la parada del autobús a la "city station". Plataforma uno. Espero veinte minutos en la plataforma uno. Me subo al autobús a la "city station". Me pongo la chaqueta. Los autobuses pueden pararse desde la calle como si fuesen taxis. Paramos varias veces y distintas personas suben. A las seis llego a la "city station". Me quito la chaqueta. Pregunto dónde se coge el autobús al centro. Es ese de ahí. Me subo a ese de ahí. Me pongo la chaqueta. Toso. Quince minutos después el chófer me indica que es aquí donde debo bajar. Error. Alrededor sólo hay hoteles caros. Y entonces empieza a llover. Nunca he visto llover de esta manera. Esto no es llover. Es otra cosa. Trato de inventar una palabra nueva. Pluviar. No. Triluviar. No. Stormatar. No. Desisto. Busco refugio en un garaje. Me quito la chaqueta. Me desembarazo de la mochila. La abro. Saco el poncho. Me lo pongo. Guardo la chaqueta. Cierro la mochila. La cubro con su funda impermeable. Me la vuelvo a echar encima. Espero veinte minutos. Toso. No amaina. De hecho, llueve... ok... stormata cada vez con más fuerza. Miro al cielo. Negro. Los rayos caen muy cerca. Los truenos explotan bajo mis pies y la onda expansiva me recorre el cuerpo de abajo arriba. No va a parar. Consulto el plano. Las <i>guesthouses</i> están a alrededor de un kilómetro de allí. Otro trueno. Se va la luz de la calle. Tengo que moverme o me quedaré allí toda la noche. Salgo de mi refugio y cruzo a la acera de enfrente.. Siento como si alguien volcase sobre mí una piscina olímpica. El agua me llega a los tobillos. Los dedos chapotean en las sandalias. Tres segundos bastan para estar totalmente empapado. Trato de parar un taxi. Pasa de largo. Trato de parar otro taxi. Ni siquiera me ve. Sigo caminando. El poncho protege del agua pero me hace sudar. Estornudo. Media hora después llego por fin a la primera <i>guesthouse</i> barata que aparece en mi guía. Han triplicado los precios desde que se editó. Vuelvo a la calle. Tras la cortina de agua detecto un letrero que reza "Paradise Hotel". Pero las escaleras que llevan a la "recepción" parecen las del "Hell Hotel". Igual que su dueño, un chino de unos 60 años. Flaco. Camiseta de tirantes. Boxers. Cigarrillo. No le gusta nada que esté dejando un charco en su suelo. Me enseña la habitación. Es una puta mierda. Y además está sucia. Me la quedo. No quiero volver a la calle y necesito una ducha caliente. Relleno la ficha con mis datos. Pago por una noche. El chino me da la llave. Entro en la habitación. Me desembarazo de la mochila. Me quito el poncho. Me quito toda la ropa. Toso. Entro en la ducha. Abro el grifo. Chirrido oxidado. No cae agua. Estornudo. Vuelvo a intentarlo. Nada. Salgo de la ducha. Me vuelvo a poner la ropa mojada. Toso. Estornudo. Toso. Salgo a la "recepción". Le digo al chino que la ducha no funciona. No se lo cree. Me acompaña a la habitación. Abre el grifo. Nada. Me pregunta si me es imprescindible ducharme. Le digo que acabo de decidir que me largo. Y que me devuelva el dinero. Se niega. Insisto. Me ofrece una habitación con una ducha que quizá funcione por el doble de dinero. Me niego. Quiero irme de allí y quiero mi dinero. Se niega. Pongo cara de haber matado a alguien muy alto y muy fuerte en un pasado muy reciente: <i>he dicho que quiero irme de aquí y que quiero mi dinero</i>. Ok ok ok. Me devuelve el dinero. Vuelvo a la habitación. Me pongo el poncho mojado. Me echo encima la mochila. Bajo las escaleras. Vuelvo a la calle. Sigue stormatando. Camino doscientos metros bajo el agua hasta el "hotel" Embassy. Quiero una habitación individual. Sólo les queda una doble. Me la enseñan. El fluorescente del techo duda cinco veces antes de encenderse. Cuando lo hace vierte una luz amarillenta ensombrecida por una película de insectos muertos. Aquí podrían vivir diez familias numerosas. Quizá lo hicieron hasta ayer. Las paredes me miran entrar con una tristeza ennegrecida. El baño es todo óxido y desolación. El precio es abusivo. Me largo. El agua no deja de caer del cielo a cubos. Estornudo. Toso. Toso. Estornudo. Decido romper una de mis reglas, agujerear mi bolsillo y pagar un hotel de verdad. Entro en el primero que me cruzo. "Ritz Garden Hotel", se hace llamar sin apenas rimbombancia. Relleno mis datos. Pago y me fundo de golpe el presupuesto de dos días. Subo a la habitación en algo a lo que llaman <i>ascensor.</i> Entro en la habitación. Me desprendo de la mochila. Me quito el poncho. Me quito la ropa mojada. Entro en la ducha. Activo el agua caliente al máximo. Sale más bien <i>templada</i>. Pero es suficiente. Salgo de la ducha. Me siento en la cama. Respiro hondo. Bostezo. Detecto movimiento a mi derecha, sobre la mesilla. Una cucaracha. Otra cucaracha. Separo la mesilla de la pared. La ciudad de las cucarachas. Estampo la mesilla contra la pared. Dos veces. Digo algo muy feo que atañe a Malasia y a su madre. En inglés de Baltimore. Abro la mochila. Me pongo una camiseta seca. Cierro la mochila. Me pongo los pantalones mojados. Me calzo las sandalias mojadas. Bajo a la recepción. Estornudo, me quejo, toso, estornudo, grito, estornudo, insulto al hotel. Cockroach Garden Motherfuckin' Hotel, lo llamo. El recepcionista se deshace en disculpas. Me da la llave de otra habitación. Vuelvo a la primera. Recojo mi mochila. Recojo el poncho mojado. Bajo al segundo piso. Entro en la nueva habitación. Busco cucarachas por todas las esquinas. No hay. Son las diez de la noche. Ni siquiera tengo hambre. Me quito los pantalones mojados. Me quito la camiseta seca. Me meto en la cama. Toso. Toso. Toso. Toso. Tengo catarro. Joder. Me sirvo un Flumil® doble. Straight, no chaser. Me duermo en diez segundos. </div>
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<br />Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4787092677430685458.post-62494245762096990442012-05-02T02:49:00.000-07:002012-05-02T03:27:33.104-07:00Posibilidades de una isla<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgW_YWtKLg_pLeF6dP4cATaJGOGKOqeDrTbQYlUXiRB9dDGjnZ5au5z0fdttge-lABqWu2Au8RWOewWFgrHht5cFUo9vejmuQlQQ6Gq1RN8lmqrtpsDx25ipPbOVoSu5CK1SdI5YW1wQMZr/s1600/langkawi+palmeras.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="241" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgW_YWtKLg_pLeF6dP4cATaJGOGKOqeDrTbQYlUXiRB9dDGjnZ5au5z0fdttge-lABqWu2Au8RWOewWFgrHht5cFUo9vejmuQlQQ6Gq1RN8lmqrtpsDx25ipPbOVoSu5CK1SdI5YW1wQMZr/s320/langkawi+palmeras.jpg" width="320" /></a></div>
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El viaje entre Penang y Langkawi no está a la altura de mis expectativas. Vuelvo al mar de Andamán y resulta inevitable recordar la travesía entre Phuket y Ko Lanta, vía Ko Phi Phi (Tailandia), del año pasado: tres horas en cubierta con el sol y el viento en la cara, gotas saladas que salpican los pies descalzos mientras navegamos entre gigantes de roca kárstica. En lugar de eso tengo que conformarme con viajar en la panza del ferry –está terminantemente prohibido salir al exterior–, expuesto a las inclemencias de un aire acondicionado feroz que me hace recuperar parte del invierno que me dejé en Europa. Los pasajeros musulmanes, mejor informados, sacan de su equipaje mantas de alta montaña y se acurrucan a su abrigo. Y la compañía se empeña en distraer mi atención del exterior emitiendo en el vídeo del barco el <i>remake</i> de una de las películas de mi adolescencia, <i>Noche de miedo</i>. Pero, claro, no está Roddy McDowall haciendo de Peter Vincent, el gran cazavampiros, ni tampoco el inquietante Chris Sarandon. En algún lugar de mi interior escucho una voz que exclama <i>"o tempora, o mores!" </i>y sufro un acceso de nostalgia que me acompañará hasta que lleguemos a la isla.<br />
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Y cuando por fin llegamos, en casi todos los rostros del pasaje se dibujan muecas de desencanto (y digo <i>casi todos</i> porque varias de las mujeres que tengo alrededor van vestidas de negro de pies a cabeza con el <i>niqab,</i> que tan sólo deja entrever sus ojos): llueve en Langkawi. Llueve con tal intensidad que la "Hawaii de Malasia", como la describe el taxista que me lleva a la <i>guesthouse</i>, nos recibe convertida en un charco tropical. Y la situación no cambia demasiado en el tiempo que paso en la isla. Todos los días llueve al menos tres veces, tormentas que duran entre treinta minutos y dos horas y que invitan a congeniar con el resto de huéspedes de Zackry Guesthouse, el sitio donde me alojo, al otro lado de la carretera que bordea la playa de Tengah: Sabrina, canadiense, vivió dos años en Argentina y habla español con un acento porteño tan improbable como perfecto. No llega a los treinta años y va camino de Australia para reencontrarse con su novio colombiano y buscarse allí la vida; Tom, inglés, auxiliar de vuelo de Fly Emirates, vive en Dubai y por las noches hace que nos partamos de risa con el infinito anecdotario al que da pie su trabajo en el avión; Debbie, escocesa adicta a la adrenalina, nos enseña sus fotos de buceo entre tiburones y trata de convencerme de que vaya a Borneo porque no hay nada como atravesar la jungla cubierto de sanguijuelas o respirar el denso aliento de la Tierra en una de las cuevas más grandes del mundo mientras te llueven excrementos de murciélago (le digo que iré para que se calle); Khalid, informático egipcio, acaba de descubrir el mundo mochilero y está francamente sorprendido de no echar de menos los hoteles caros. Langkawi es una isla <i>duty free </i>y las cervezas valen tres veces menos que en el resto del país, así que las conversaciones se animan hasta la madrugada sin que el largo brazo de Alá nos vacíe los bolsillos.<br />
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Cuando deja de llover cada uno se va por su lado a explorar la isla. Las carreteras son perfectas y no hay nada más placentero que alquilar una moto e ir en busca de cascadas y playas desiertas, conducir entre arrozales que gracias a la lluvia exhiben un verdor deslumbrante, casi radiactivo. Me doy un chapuzón de agua dulce en la cascada de Temurun mientras veo cómo los lugareños y algunos extranjeros se juegan la vida escalando las rocas y zambulléndose en la poza desde una altura de cinco o seis metros. Vuelve a llover en ese momento, pero sólo nos damos cuenta cuando al salir del agua encontramos nuestra ropa empapada. También bajo la lluvia supero casi sin aliento los seiscientos peldaños rodeados de jungla que conducen a los "seven wells" y me topo con una familia de monos disputándose una bolsa de patatas fritas. Por la tarde paro la moto frente a Cenang, la playa más grande, blanca y "turística" de la isla, llena de gente que sonríe porque está de vacaciones. Aquí es posible alquilar un jet-ski o abrocharse el arnés de un paracaídas para sobrevolar la costa arrastrado por una lancha. Esta última actividad parece ser muy del gusto de las mujeres que visten el <i>niqab</i>, lo que a mis ojos, sorprendidos en su ignorancia, supone un cierto cortocircuito cultural. De vuelta en la <i>guesthouse</i> comento el asunto del <i>niqab</i> con Sabrina y Tom. Y los tres estamos de acuerdo: si lo que la prenda pretende es ahorrar a los hombres el <i>mal trago</i> de la tentación carnal, el efecto que consigue es precisamente el contrario, porque pocas cosas habremos visto más eróticas. La brisa hace que la fina tela del vestido se abrace a las curvas, generalmente vertiginosas, de estas mujeres de ojos negros que, enmarcados, intensifican su misterio y atizan las ganas de <i>desenvolverlas</i> despacio, recreándose en cada centímetro de piel que deja de ser secreto. En fin, qué sabré yo.<br />
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A pesar de ser una "playa de veraneo", con sus tiendas de flotadores y sus locales para extranjeros, Cenang no es en absoluto desagradable. Todo lo contrario. Los hoteles y <i>guesthouses</i> se sitúan a una distancia respetuosa del mar y la poca música que es posible escuchar por las noches bajo las estrellas flota en el aire sin estridencias. Los restaurantes son en su mayor parte negocios familiares, casas de comidas más o menos sencillas donde se cocinan con gusto las especialidades locales. Al otro lado de la isla, en el norte, se suceden los <i>resorts</i> de lujo, con sus campos de golf y sus playas privadas a las que no es posible acceder. Por mi parte casi siempre termino el día en Tengah, la pequeña playa que me queda más cerca, en la que nunca hay más de diez o doce personas. Hacia las siete y media las nubes descomponen en destellos rojos el último sol mientras, sobre la arena, empiezo a notar el cansancio de la jornada. Es hora de regresar a la <i>guesthouse</i> y comprobar si los patos se han atrevido a volver a nadar en la charca que hay en la propiedad: según me cuentan, una enorme pitón vive en los alrededores y cuando tiene hambre emerge a la superficie y se cena un pato. Al parecer todavía está digiriendo el último que engulló. Yo aún no la he visto.<br />
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhL8y39H7BqiL6YFGwNuVXSZo9TzymJCwtpf7m48qAghMy9e3QWC0oY_M7Ny1KXs1RmZUfle8UFOhr6aM9kX4znivSBYGxzx3rLHfHBvQSTlE8oMv51VTUiLtQwMHYLTzDm92hCpd-UoRXk/s1600/langkawi+sunset.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhL8y39H7BqiL6YFGwNuVXSZo9TzymJCwtpf7m48qAghMy9e3QWC0oY_M7Ny1KXs1RmZUfle8UFOhr6aM9kX4znivSBYGxzx3rLHfHBvQSTlE8oMv51VTUiLtQwMHYLTzDm92hCpd-UoRXk/s320/langkawi+sunset.jpg" width="320" /></a></div>
<br />Unknownnoreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-4787092677430685458.post-56448437050779574602012-04-28T00:03:00.002-07:002012-04-28T00:07:00.342-07:00Mi lugar en el mundo<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEggfa4u7CVxPkEFx6zqNwlTEapJ5KsLhLNmEarM-vhGFmohlwcWSxloxMMODiLrlzzBaHRCIl1kjxi3k4xMGNd6KMbznEqPGAgWN3ZxVGnDS-xM15s5qhowEcQiCUEiIpc_vizYWyGgwnhj/s1600/nagore+lugar.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEggfa4u7CVxPkEFx6zqNwlTEapJ5KsLhLNmEarM-vhGFmohlwcWSxloxMMODiLrlzzBaHRCIl1kjxi3k4xMGNd6KMbznEqPGAgWN3ZxVGnDS-xM15s5qhowEcQiCUEiIpc_vizYWyGgwnhj/s320/nagore+lugar.jpg" width="320" /></a></div>
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Tanto buscarlo y resulta que estaba señalizado.<br />
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Resueltas (o, más bien, aplazadas) mis batallas interiores con Kuala Lumpur, me monto en un autobús rumbo a Penang. Parece que el proceso de readaptación al primer mundo se está llevando a cabo de manera satisfactoria, porque a pesar de que el asiento que me toca en suerte es una especie de sillón orejero biplaza, suntuosamente acolchado y totalmente reclinable, no me quejo ni exijo indignado que me lo cambien por un banquito de plástico rojo plantado en mitad del pasillo. Vamos bien.<br />
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Una de las razones por las que he venido a Malasia son sus islas. Penang es la primera de la lista, aunque técnicamente no puede considerarse del todo una isla, puesto que está conectada con la península por un larguísimo puente y por tanto es accesible por tierra. Tampoco se trata de una isla paradisíaca en el sentido estricto del adjetivo, ni siquiera tiene playas que merezcan ese nombre. La razón por la que me desplazo hasta Georgetown –ciudad trufada de mezquitas, templos de todas las religiones y restos de la presencia inglesa en la isla, que sobreviven a la sombra de horrendos rascacielos que no desentonarían en Benidorm– es su comida. Leo que la gente organiza expediciones de fin de semana desde KL, incluso desde Singapur, sólo para regalarse con las criaturas culinarias locales, fruto de los afortunados cruces entre las cocinas india, china y malaya. Así que me propongo hacer lo mismo y durante tres días deambulo entre Chinatown y Little India y reboto entre puestos callejeros y casas de comidas. Nasi kandar, assam laksa, koay teow, mee goreng, murtabak o roti canai dejan de ser unos desconocidos para mí y cada día espero impaciente la hora del desayuno, la comida y la cena para seguir profundizando en este festival de sabores y aromas. Repito varias veces en un sencillo restaurante indio-malayo llamado Hammediyah donde bordan el murtabak, a pesar de que todos los días, invariablemente, uno de los camareros me arrebata el libro, folleto o guía que esté leyendo mientras espero mi plato para demostrarme lo bien que lee en inglés. <br />
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Una vez saciados mi apetito y mi curiosidad y viendo que no hay mucho más que hacer aquí, me siento en un banco a la sombra a tomarme un zumo de sandía (servido en bolsa de plástico con pajita, como es habitual en todo el sudeste asiático) y a decidir el próximo movimiento. El recuerdo del terrible atasco que tuve que sufrir para llegar a Georgetown desde la estación de autobuses, situada a varios kilómetros del centro de la ciudad, hace que me dé mucha pereza salir de la isla por tierra. El mar está mucho más cerca, así que decido huir en ferry hacia otra isla a la mañana siguiente. Pero de algún modo inexplicable parece como si la ciudad me hubiese leído el pensamiento y de inmediato pone en práctica un sucio chantaje emocional: <br />
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"No se vaya, por favor, no se vaya. ¿Es que no tiene usted corazón? ¿Es que no se da cuenta de todo lo que hemos hecho para que se sienta un hombre afortunado? ¿No ve que le hemos puesto su nombre a una calle? ¿No ve que hasta nos hemos tomado la molestia de señalarle cuál es su lugar en el mundo, para que deje de moverse de aquí para allá como pollo sin cabeza? Por dios bendito, ¡si hasta hemos erigido un templo en su honor!"<br />
<br />
Mmmm, gracias, muchas gracias, de corazón, por todas estas atenciones que desde luego no merezco. Gracias, pero... no. Seguro que tengo otro lugar en el mundo esperándome por ahí. <br />
<br />
En fin, casi seguro.<br />
<br />
<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
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<br />Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4787092677430685458.post-66773672110487215342012-04-24T04:34:00.000-07:002012-04-24T07:08:57.351-07:00KL: diez razones para odiarla<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
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<br />
Tengo un amigo –realizador de televisión y por tanto no del todo en sus cabales– que cada vez que entra conduciendo en Bilbao gruñe: "Esta es una ciudad inevacuable, joder. Vaya mierda de ciudad. ¿Has visto algo más inevacuable en tu vida? Si es que es totalmente inevacuable, hostia". Supongo que la inevacuabilidad es una razón tan buena como cualquier otra para odiar una ciudad. El odio es libre, ¿no? Al menos para compensar que el amor no lo es. Aunque debería.<br />
<br />
En fin, al grano. Después de hora y media de vuelo desde Phnom Penh aterrizo en el aeropuerto internacional de Kuala Lumpur y entro así en el cuarto país de mi viaje, Malasia. Y en los días que paso en la capital noto cómo se me van acumulando los motivos para no enamorarme. Veamos:<br />
<br />
1. Odio Kuala Lumpur ya antes de llegar a ella. Odio sus afueras desde el autobús al que me he subido en el aeropuerto porque al mirar a través de la ventanilla veo algo intolerable: una autopista perfecta. Asfalto perfecto, tierno y casi comestible. Seis carriles perfectos. Coches que circulan perfectamente alineados respetando a pies juntillas las normas internacionales de conducción y manteniendo una distancia de seguridad de una perfección nauseabunda. Por un momento temo que tras la próxima curva vaya a aparecer algo tan escalofriante como Eibar.<br />
<br />
2. Odio el paisaje que la rodea, que parece sacado de una serie de dibujos animados de Hannah & Barbera: palmera, palmera, palmera, palmera, casa, palmera, palmera, palmera, palmera, casa, palmera, palmera, palmera, palmera, casa. Al parecer en Malasia ya no hay selva. Olvídate de Emilio Salgari. Si quisieras jungla (menos mal que no la quieres), tendrías que pagar por entrar a un parque nacional primorosamente cartografiado. El aceite de palma, quién lo iba a decir, ha vencido a los tigres y a las serpientes y ha creado un escenario donde los únicos animales salvajes que podrían encontrarse a sus anchas son el oso Yogi, Magilla gorila, Pepepótamo y su hipogrito huracanado, Leoncio el león y Tristón.<br />
<br />
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3. La odio cuando ya estoy en ella porque después de dos meses de paisajes urbanos vírgenes camino por calles que se han dejado violar por los señores McDonald, 7 Eleven (hey, Sev), KFC, Domino, Häagen Dazs y Subway, todos a la vez, en lo que sólo puede describirse como un repugnante gangbang consentido.<br />
<br />
4. La odio porque Chinatown y Little India, los únicos reductos de cierta autenticidad que quedan en la ciudad, son demasiado pequeños y al parecer lo van a ser aún más en el futuro. Varios carteles me piden que me una a la resistencia contra la destrucción de los viejos edificios. ¿Dónde hay que firmar?<br />
<br />
5. La odio porque casi nadie va en moto y no hay rastro de tuk-tuks ni puestos a pie de carretera donde te vendan una mugrienta botella de coca-cola llena de bencina de la peor clase para llenar el depósito. Todo el mundo utiliza el autobús o el <i>sky train </i>o conduce coches no contaminantes alimentados por combustibles limpios que cumplen todos los protocolos. El resultado es un aire de una pureza irrespirable. Dios mío, otro Toyota Prius, ¿es que aquí nadie tiene compasión? <br />
<br />
6. La odio porque veo pasar un autobús en el que un detective privado anuncia sus servicios, especializados en atrapar esposas infieles. Acabo de llegar y ya empiezan a amenazar con reducirme el campo de batalla.<br />
<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
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<br />
7. Odio minuciosamente su diseño urbano, o más bien la ausencia absoluta de diseño urbano. Los rascacielos se dan de codazos en un sindiós urbanístico donde no hay lugar para las perspectivas limpias. Cualquier posibilidad de fuga se ve castrada por un nuevo megabanco de cien pisos plantado en mitad de lo que podría haber sido una avenida. Los ojos tropiezan constantemente con cosas, es imposible ver más allá de veinte metros. Los edificios, lejos de comunicarse entre sí y establecer alguna clase de ritmo, se insultan. Me subo a la KL Tower, a 276 metros del suelo, desde donde se domina toda Kuala Lumpur, y tengo la sensación de que un día alguien amontonó de cualquier manera los rascacielos sobre el tablero de la ciudad mientras pensaba cómo distribuirlos correctamente y después se fue a tomar un café y nunca volvió.<br />
<br />
8. La odio porque se parece demasiado a Europa y sin embargo se empecina en vivir en el sudeste asiático. Y aunque en su defensa alega que sus taxistas actúan como cualquier tuktukero de Camboya, Laos o Tailandia (todos los taxis llevan una pegatina en la que se puede leer que es obligatorio utilizar el taxímetro y que está prohibido regatear, pero todos los taxistas a los que pregunto se niegan a hacerlo y, como siempre, hay que negociar), no consigue engañarme. Esta no es tu casa, KL. Deberías mudarte a algún lugar entre San Marino y Luxemburgo. No te preocupes, te recibirán con los brazos abiertos: eres previsible.<br />
<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjGjX_79aCQNdsuqoaxGR12YCBiK4aY6r64U-m-v6kinYcMvyNSGCyAen-omVzaaeWIkBhaPFHAGMXds7DNANNExpeswP56Z_LcVyWZbaeNqUAyQWRKCJg-O4xma2R6jMsoJFXvc_knx50U/s1600/taxi+kuala.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="208" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjGjX_79aCQNdsuqoaxGR12YCBiK4aY6r64U-m-v6kinYcMvyNSGCyAen-omVzaaeWIkBhaPFHAGMXds7DNANNExpeswP56Z_LcVyWZbaeNqUAyQWRKCJg-O4xma2R6jMsoJFXvc_knx50U/s320/taxi+kuala.jpg" width="320" /></a></div>
<br />
9. La odio (y esto es extensible a todo el país) porque a pesar de que las tres culturas que la habitan –chinos (básicamente budistas), indios (básicamente hinduistas) y malayos (básicamente musulmanes)– conviven sin mayores problemas, al parecer son los musulmanes los que en nombre de no sé qué directiva dictada por un tipo que no existe han puesto precio a la cerveza y a los licores para castigar a los perros infieles que nos empeñamos en mancharnos con ellos. Casi dos euros por una lata <i>pequeña</i> de Skol en el supermercado (y no hablemos de los bares) es la clase de información que puede desestabilizar un viaje desde el primer día. <br />
<br />
10. Y te odio, KL –y esta es la razón que explica todas las demás y que confirma que no soy un monumento a la justicia–, <i>porque no eres Phnom Penh</i>.<br />
<br />
En mi segunda mañana en la ciudad camino hasta las torres Petronas, dispuesto a odiarlas a mis anchas (hombre por favor, una vulgar compañía de petróleo y gas tratando de demostrar que no sólo la tiene más grande, más gorda y mas dura que AIG, el Bank Islam y el Marriott juntos, sino que además tiene <i>dos</i>, ¡ja!). Así que me planto allí, frente a la entrada principal, con el pequeño estanque a mi espalda, en un punto equidistante entre las dos torres, abro mi bocaza para empezar a hacerles saber alto y claro lo mucho que las odio, miro hacia arriba y... no puedo cerrar la boca. Me quedo así, quieto, con la boca abierta, durante cinco, diez minutos. Mierda, yo quería odiarlas, de verdad que quería, pero las amo, y el amor no es libre y este en particular es un amor <i>fou</i>, porque incluso me gusta el centro comercial que hay en su base y no hay nada que odie más en la Tierra que un centro comercial. No sé qué hacer, no estaba preparado para esto, así que hago lo que todo el mundo: desenfundo la cámara, encuadro las torres y disparo unas setenta y dos veces desde todos los ángulos posibles, planos generales y detalles, conmigo dentro y sin mí, click, click, click, click, en un frenesí fotográfico con el que quizá pretendo saciar mis ganas de mirarlas todo el tiempo y que finalmente me deja exhausto, relajado y blando, inmerso en una nebulosa casi poscoital.<br />
<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiH7BC2IUFofT2npqzOXs6iKEd1K02NAi8J1W3rnLeX06xF28WMxEkYLBzUjFuW4eRnMLtKJJMSyeQTxQWzBRLb1KF0nlKDs6IGuQc2YMCz5TOIIkm1tFkgR2vlEvdLH5ilixjwscTf_2WA/s1600/petronas+mall.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiH7BC2IUFofT2npqzOXs6iKEd1K02NAi8J1W3rnLeX06xF28WMxEkYLBzUjFuW4eRnMLtKJJMSyeQTxQWzBRLb1KF0nlKDs6IGuQc2YMCz5TOIIkm1tFkgR2vlEvdLH5ilixjwscTf_2WA/s320/petronas+mall.jpg" width="320" /></a></div>
<br />
Después cometo el error de ir a comer un <i>chicken nasi lemak</i> (arroz cocinado en agua de coco y acompañado de microanchoas secas y fritas, láminas de pepino fresco, cacahuetes y pollo en una salsa de algo que está extremadamente bueno) y sigo sin poder odiar, maldita sea. Y tampoco puedo odiar por la noche, cuando la ciudad se echa a la calle bajo las luces de los rascacielos y llego casi sin querer a Jalan Alor, atestada de puestos de comida callejera que emiten aromas tan desconocidos como apetitosos, y ceno el mejor pescado a la parrilla que he probado en todo el viaje. Parece que el paladar no me va a permitir odiar a gusto esta ciudad, este país. Mientras paseo de regreso a mi habitación, en un tugurio de Chinatown, miro a mi alrededor y encuentro en los grandes edificios, en los pasos elevados, en los trenes que cruzan el cielo ecos de Ridley Scott y de Fritz Lang. Y entonces noto que Phnom Penh empieza a soltarme, a dejarme ir.<br />
<br />
Pero no nos engañemos. Hay algo que ni la inesperada belleza de las Petronas ni dos mil platos de la mejor comida del planeta pueden enmascarar, algo a lo que sí puedo aferrarme para seguir alimentando mi odio: Kuala Lumpur es una ciudad total, absoluta e irremediablemente inevacuable.<br />
<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjmvItqondL1wrnf69yQhHf2a2vB-xKGmNZTt0bFCnFSH-px5dX4wcSG9lCpYHSxlgRcEf2Q9-esYkPAENB0oCYvBVLCGEu5-Koh8zOY3UD6X92ZJfafaTMQOQy_TYGq1fIjeVkmkuMb9Q1/s1600/cheating+bus.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjmvItqondL1wrnf69yQhHf2a2vB-xKGmNZTt0bFCnFSH-px5dX4wcSG9lCpYHSxlgRcEf2Q9-esYkPAENB0oCYvBVLCGEu5-Koh8zOY3UD6X92ZJfafaTMQOQy_TYGq1fIjeVkmkuMb9Q1/s320/cheating+bus.jpg" width="320" /></a></div>
<br />Unknownnoreply@blogger.com4tag:blogger.com,1999:blog-4787092677430685458.post-9230075873358044772012-04-18T23:02:00.000-07:002012-04-18T23:29:13.367-07:00Últimos días en Phnom Penh<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgtMGfCogCx6gfUVY1hm2xSI0aYj97wraFD2eZiR1TVgijLoklwYMBAiRoekg1NqSvFGX6dyCy59PwyfTMXq3b7Imdk09NLkdub37yqALnE6_YEKSXc7U6RitI1jOiASEiuKB3Men-uX0RJ/s1600/central+market.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgtMGfCogCx6gfUVY1hm2xSI0aYj97wraFD2eZiR1TVgijLoklwYMBAiRoekg1NqSvFGX6dyCy59PwyfTMXq3b7Imdk09NLkdub37yqALnE6_YEKSXc7U6RitI1jOiASEiuKB3Men-uX0RJ/s320/central+market.jpg" width="320" /></a></div>
<br />
<span id="goog_243514791"></span><span id="goog_243514792"></span><span lang="ES-TRAD">Dejo
Siem Reap para regresar a Phnom Penh por última vez y siento que estoy
volviendo a casa. Y en el autobús pienso que quizá debería haber extendido el
visado, que este mes en Camboya, tan cargado de imágenes, de sensaciones, de
personas a las que voy a echar de menos, se me ha ido muy deprisa. Dos semanas
más, quizá... Pero ya es demasiado tarde. Un avión me espera a la vuelta de la
esquina para llevarme a un país sin tuk-tuks. Sin cerveza barata. Sin calle
288.<o:p></o:p></span><br />
<br />
<div class="MsoNormal" style="margin: 0cm 0cm 0pt;">
<span lang="ES-TRAD">Al
bajar del autobús me encuentro con una ciudad fantasma. Todo el país celebra
durante tres días el año nuevo khmer y los habitantes de la capital han salido
huyendo en busca de las playas del sur o de los templos del norte. Las calles
de Phnom Penh, habitualmente caóticas, ruidosas, saturadas de tráfico, guardan
silencio. Persianas echadas, semáforos que trabajan para nadie, algún turista
despistado que no entiende nada. El sol intensifica el hedor de la basura que
se acumula en bolsas medio reventadas en todas las esquinas: los basureros
también se han ido a comer cangrejo a Kep.<o:p></o:p></span></div>
<br />
<div class="MsoNormal" style="margin: 0cm 0cm 0pt;">
<span lang="ES-TRAD">Dedico
mis últimos días en Phnom Penh a recorrer una vez más mis lugares favoritos.
Todo me resulta muy familiar, como si llevase aquí un año. Ya no necesito mapa
para moverme por la ciudad. Llevo mi ropa a la lavandería. Compro algunas cosas
para el viaje: una guía, una funda impermeable para la mochila, nuevas
lecturas, una linterna de bolsillo (la vuestra nunca funcionó bien, hermana),
ibuprofeno por si la muñeca o el tobillo vuelven a quejarse, unas "ray ban
auténticas" por tres dólares en el "mercado ruso" (todavía no he
encontrado un sitio donde cambiar el cristal roto de las buenas)... <o:p></o:p></span></div>
<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjiLFbLCEYs0S-eHp47Qv6XImBiOp4OcBj3sQ_CYOFhvl1aoik4Ll2Q7kSRn-Y9zx_CGCjipjkpXyK0SppS6uWn37Dw5q4WFlUyorV98C8t-LZZfE9vAtPGw1HDiPz6NbMigP6MVddG7JkY/s1600/cambodiana.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="187" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjiLFbLCEYs0S-eHp47Qv6XImBiOp4OcBj3sQ_CYOFhvl1aoik4Ll2Q7kSRn-Y9zx_CGCjipjkpXyK0SppS6uWn37Dw5q4WFlUyorV98C8t-LZZfE9vAtPGw1HDiPz6NbMigP6MVddG7JkY/s320/cambodiana.jpg" width="320" /></a></div>
<br />
<div class="MsoNormal" style="margin: 0cm 0cm 0pt;">
<span lang="ES-TRAD">Jo ha
pasado el puente en el sur y a su regreso propone un plan típicamente <i>expat</i> que me saca de la estricta
austeridad mochilera: combatir el calor nadando en la piscina del
Hotel Cambodiana; tomar un cocktail con vistas al río en el bar del Foreign
Correspondents Club; cenar en la terraza del tercer piso de un restaurante de
la calle 240; ir a escuchar a la banda del Memphis Pub hasta que el cuerpo
aguante. La buena vida durante unas horas. <o:p></o:p></span></div>
<br />
<div class="MsoNormal" style="margin: 0cm 0cm 0pt;">
<span lang="ES-TRAD">Hoy es
mi último día en Camboya. Con algo de pereza repaso documentos, compruebo
horarios, calculo el dinero y el tiempo que me costará llegar mañana al aeropuerto.
Salgo a las ocho. Al parecer no habrá más remedio que levantarse a las cinco y
media. Mierda. Como unos fideos en The Little Noodle Shop. Recojo la ropa de la
lavandería. La meto en la mochila sin sacarla de su bolsa de plástico.
Ordenador. Cámara. Cables. Libros. Neceser. Creo que está todo. Mañana a las
once y media aterrizaré en un mundo completamente distinto. <o:p></o:p></span></div>
<br />
<div class="MsoNormal" style="margin: 0cm 0cm 0pt;">
<span lang="ES-TRAD">Hasta
pronto, Camboya. <o:p></o:p></span></div>
<br />
<div class="MsoNormal" style="margin: 0cm 0cm 0pt;">
<span lang="ES-TRAD">Gracias.<o:p></o:p></span></div>
<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhNWNQVVka1kJugn57AJKeda2pVJSGEb44tVI4J-w7kz6gqLnUnXaRToyXR05s6fTFg9pmnTL8uL2AIPaMSi-l3dzbA8msIcMIWxdxzwdyGvviizjVUsH7aQNsP5hihMNg5yuFoXGMGiHyn/s1600/jo+y+yo+fcc.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="214" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhNWNQVVka1kJugn57AJKeda2pVJSGEb44tVI4J-w7kz6gqLnUnXaRToyXR05s6fTFg9pmnTL8uL2AIPaMSi-l3dzbA8msIcMIWxdxzwdyGvviizjVUsH7aQNsP5hihMNg5yuFoXGMGiHyn/s320/jo+y+yo+fcc.jpg" width="320" /></a></div>
<br />
<div class="MsoNormal" style="margin: 0cm 0cm 0pt;">
<br /></div>
<br />Unknownnoreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-4787092677430685458.post-66197496378871963132012-04-15T01:15:00.000-07:002012-04-15T23:21:41.805-07:00Éxtasis de piedra gris<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjAzpPdJamhcfVPqFnGD0MKKj0fQWm7V_b1KxUBBdObyilp4BTGwzZqmslQecGB9Lz3dETW5X5_HeODyG-uzW_MCQjz8Gm928dWZxgDBwUy66U4w_Ni6wRbaAkY8OO4gOimhemDasrFPg9Y/s1600/angkor+general.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjAzpPdJamhcfVPqFnGD0MKKj0fQWm7V_b1KxUBBdObyilp4BTGwzZqmslQecGB9Lz3dETW5X5_HeODyG-uzW_MCQjz8Gm928dWZxgDBwUy66U4w_Ni6wRbaAkY8OO4gOimhemDasrFPg9Y/s320/angkor+general.jpg" width="320" /></a></div>
<br />
<span style="font-size: x-small;"><i>(Esta entrada, mi favorita hasta el momento, está dedicada a mi sobrino Nicolás, que hoy cumple dos años. Felicidades, enano)</i></span><br />
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Después de despedirme de Pol Pot y de pasar una noche intensa en Phnom Penh con Jo, Brian, Laurie y Juliet, mis cuatro profesores de inglés expatriados –tan elegantemente británicos que jamás se permiten el lujo de corregir las burradas que salen de mi boca–, llega por fin el momento que llevo retrasando tres semanas: tengo que ir a Angkor. El problema en realidad no es Angkor, sino ese "tengo que". Este viaje consiste básicamente en auscultarme con minucia el cuerpo y el alma y, una vez obtenido el diagnóstico, administrarme la medicina más adecuada. O sea, hacer lo que me salga de los huevos cada mañana. Y los "tengo que" casan mal con ese espíritu y siempre da cierta pereza abandonar el territorio del viaje personal –cuyo mapa voy trazando a medida que lo voy recorriendo y que es, por definición, irrepetible– e ingresar en las autopistas del turismo, los caminos señalizados, las colas, los precios exagerados y la comida occidentalizada al gusto de Jack, Enrico, Ingmar, Horst, José Luis, Philippe, sus señoras y sus niños, no sea que pasen mala noche. Sin embargo, los "tengo que" suelen serlo por algo. Si millones de personas de todo el mundo podemos soportar horas de espera para subir a la Torre Eiffel o al Empire State o para aglomerarnos en los jardines de la Alhambra o del Taj Majal debe de haber una buena razón para ello. Y la hay. Y al parecer hay unas cuantas para visitar los templos de Angkor.<br />
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Así que madrugo y me monto en un autobús que tardará siete horas y media en llegar a Siem Reap, la segunda ciudad en importancia de Camboya y el campo base desde el que todo el mundo ataca los templos desperdigados en el enorme territorio que durante más de 600 años (802-1432) constituyó el corazón del imperio khmer. La primera impresión de Siem Reap es decepcionante. La ciudad, o al menos su centro, vive arrodillada ante los viajeros de sandalia y calcetín (prenda de la que sólo se desprenden para alimentar a los peces con los callos de sus pies en los tanques de "fish massage"), que rara vez salen de Pub Street y de The Alley, calles atestadas de insípidos restaurantes internacionales, boutiques <i>cool</i> y pubs de diseño que escupen a todo volumen una indigesta sopa de mala música. La persistencia de los vendedores callejeros (básicamente niños que ofrecen postales y libros), de los tuktukeros y de los camellos motorizados (<i>"¿weed, cocaine, young lady boom boom, sir?"</i>) alcanza aquí niveles de agresividad que rozan la violencia psicológica. Calculo que en cuatro días habré dicho "no" unas doscientas veces. Afortunadamente Siem Reap aún conserva cierta personalidad en las calles alejadas de las <i>guesthouses</i> y los grandes hoteles, en los mercados nocturnos y –cómo no– en los puestos de comida callejera, donde es posible cenar por la mitad de precio y tres veces mejor que en los restaurantes para extranjeros.<br />
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Por alguna razón (<i>¿el lobby de tuktukeros?</i>) aquí está prohibido alquilar motos a los foráneos, así que al día siguiente a mi llegada me conformo con una bicicleta y pedaleo a lo largo de la recta de seis kilómetros que conduce a Angkor y que por suerte (35 grados a las siete de la mañana) es totalmente llana y discurre a la sombra de árboles robustos, muchos de ellos etiquetados con su nombre en latín. Terminada la recta me encuentro con lo que en un principio parece un río de una anchura más que respetable (190 metros de orilla a orilla, según leo), pero que de ningún modo es un río: es el inmenso foso que rodea Angkor Wat –el edificio religioso (hinduismo salpicado de budismo) más grande del mundo–, un rectángulo de 1,5 por 1,3 kilómetros que sólo permite el acceso al templo por la pasarela de piedra de la entrada principal, en el lado oeste, o por un sendero arbolado en el lado este. <br />
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Hace unos días brindé con Johan en el ABC de Kampot por la quema de todos los edificios religiosos del mundo con todos sus predicadores dentro. Pero si, al estilo de Alonso Quijano, llevásemos a cabo un "donoso escrutinio", este sería el primero que yo salvaría de las llamas (el edificio, no los predicadores, tampoco hay que exagerar). Lo que siento cuando por fin entro en sus dominios no tiene, por supuesto, nada que ver con los cuentos del más allá. Tampoco el tamaño me deslumbra, lo esperaba bastante más grande, más<i> imponente</i>. ¿Qué es, entonces? ¿Por qué las sensaciones son tan intensas? La respuesta, me doy cuenta de pronto, está relacionada con la <i>placidez</i> con la que mis ojos encajan en este mundo de piedra arañado por el tiempo, con una extraña serenidad de la mirada, que se posa sin esfuerzo en los muros, en las torres, en los bajorrelieves, que casi <i>descansa</i> sobre ellos. Gris. Esa es la respuesta. Todos los grises. Más allá del azul del cielo no hay otro color intramuros, y cuando lo hay (una camiseta roja, un buda dorado) se produce una explosión de ruido en mi retina, que se apresura a volver al silencio gris de las piedras, de este paisaje interior que parece construido con ceniza.<br />
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En este momento no hay mucha gente a mi alrededor y la concentración es total. Hoy me gustaría ser arquitecto para poder apreciar aún más la asombrosa ejecución del templo. Cada vez que la luz cambia, cada vez que el sol se mueve un palmo el edificio se reestrena, se iluminan rincones que hasta ahora había pasado por alto, se esconden en la sombra los que habían capturado mi atención sólo unos minutos antes, unos grises se apagan, otros se encienden, aparecen nuevos matices en el juego de las proporciones. Y cada vez que giro la cabeza, cada vez que me muevo unos pasos y cambio el punto de vista recibo una sacudida: cada perspectiva es distinta de la anterior y provoca una conmoción nueva, un nuevo clímax de la mirada, un orgasmo de la matemática y la simetría enriquecido por los líquenes y las manchas de la Historia. Para disfrutar de este lugar hay que pararse, hay que sentarse y dejar que sea el mundo el que se mueva. Me quedaré aquí toda la mañana. Cinco, seis horas. Para qué correr.<br />
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Pero Angkor no es sólo Angkor Wat. La lista de templos y las distancias que los separan resultan desesperantes para aquellos que pretenden verlos todos. Hay quien sólo se queda aquí un día, contrata un tuk-tuk y se deja llevar a toda velocidad de un edificio a otro sin enterarse de nada. Otros, sin duda más coherentes, invierten una semana en una visita más exhaustiva. Yo he comprado un pase de tres días y mi exploración será selectiva. A pesar del calor, la bici resulta perfecta para moverse de un templo a otro, porque el propio "recinto" es también un espectáculo. La naturaleza ha sido aquí domesticada lo justo para poder pedalear entre bosques, y es posible atisbar de vez en cuando un grupo de monos merendando al borde de la carretera o escuchar <i>algo</i> que se arrastra por el suelo y que jamás se deja ver del todo.<br />
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Y puesto que fueron construidos en diferentes siglos, bajo el mandato de reyes-dioses distintos, no hay dos templos iguales. Antes de llegar pensaba que para el segundo día ya estaría saturado. Pero no. Angkor Thom, la monumental ciudad fortificada que en otro tiempo fue la capital del imperio, debería anunciarse como "el bosque de las sorpresas", porque eso es precisamente lo que es. Un lugar donde la suspensión de la incredulidad es la norma, un territorio arrancado a la ficción e insertado en el mundo real sin perder un ápice de su magia, de su poder de evocación de universos imposibles. "No puede ser, no puede ser", pienso mientras dejo de pedalear y la inercia me deposita frente a Bayon, el templo que el rey Javayarman VII mandó construir a mayor gloria de sí mismo con la excusa de honrar a Avalokiteshvara: 216 reproducciones de su propio rostro elevado a la piedra convierten el paseo entre sus "muros" en una experiencia tan fantástica como inquietante. "No puede ser, no puede ser", me repito mientras paseo <i>completamente solo </i>por el bosque que rodea Baphuon y siento algo muy parecido a lo que pudo sentir el primer explorador occidental que llegó a este lugar. Y entonces, justo antes de cruzar la misteriosa puerta de un templo que ya no existe, sospecho que esto no es real, que estoy en el minuto dieciocho de una película de aventuras, justo ahí, cuando está a punto de pasar algo terrible o maravilloso. "No puede ser, no puede ser", me digo una vez más mientras recorro el laberinto de Preah Khan y al salir veo cómo un árbol se come la entrada de la puerta este.<br />
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En el siglo XV, tras la caída del imperio, Angkor fue abandonado a su suerte y la naturaleza comenzó a recuperar el terreno que el hombre le había arrebatado durante seiscientos años. Cuando, cuatro siglos después, los primeros exploradores occidentales dieron con este lugar se encontraron a las afueras de Angkor Thom con una obra maestra del surrealismo: árboles que <i>se derraman</i> sobre muros de piedra que a duras penas resisten el brutal empuje de la selva; raíces en forma de serpiente gigante que estrangulan las puertas de algo que quizá fue un templo en otra vida. La cultura derrotada, devorada, deglutida por la naturaleza en una venganza lenta, paciente, sádica. Ta Prohm sólo debería poder existir en una pesadilla –o en la mente de Salvador Dalí– y sin embargo está ahí, lo veo, lo toco, lo escucho y lo huelo, pero sigo sin creérmelo. Si esto es posible, el mundo que yo conozco no puede ser. Esta bicicleta no puede ser. Yo no puedo ser.<br />
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEibo_5958E9esd59VkScpcPJTzg9nrWKRypc2z9uKmdwEM8u4G2LaFaBAqqsirNLrKDsGxwVA-kaMYAp0marQlJtpHdpbl2BdQI3hVFke97z_lnqDcz9AfminUkfSKJYrrRAnIMz0keHSSP/s1600/otres+beach+1.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="216" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEibo_5958E9esd59VkScpcPJTzg9nrWKRypc2z9uKmdwEM8u4G2LaFaBAqqsirNLrKDsGxwVA-kaMYAp0marQlJtpHdpbl2BdQI3hVFke97z_lnqDcz9AfminUkfSKJYrrRAnIMz0keHSSP/s320/otres+beach+1.jpg" width="320" /></a></div>
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De vez en cuando hay que parar. Elegir algo parecido al paraíso y tumbarse a disfrutarlo durante unos días. Son ya más de dos meses en movimiento perpetuo, setenta días de aviones, tuk-tuks, motos, songthaews, camionetas, coches de policía, minivans, bicicletas, taxis, trenes, autobuses, canoas, ferries y sandalias y conviene cuidar un poco del cuerpo y prepararlo para el futuro inmediato, que se anuncia intenso. Yo he encontrado ese paraíso en una playa. Una playa inglesa, eso sí. Se llama Chesil Beach y es el escenario de una obra maestra que ya estaba tardando en leer. La he devorado casi de un tirón en Otres Beach, una playa camboyana que tiene poco de paradisíaco: el mar a 30 grados, los mosquitos más voraces –por ahora– del sudeste asiático, mala comida, tipos que intentan venderte algo cada cinco minutos, una sobreabundancia de <i>guesthouses</i> plantadas a dos metros de la orilla que obligan a pasear por la arena esquivando letreros de madera que anuncian "fish bbq", "happy hour" o "delicias de la cocina francesa"... Y, por si fuera poco, Pol Pot. <br />
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Pol Pot es mi compañera de habitación en el ático de un bungalow destartalado en mitad de la playa. Nos conocimos una noche de lluvia. Yo acababa de cenar un (horrible) pescado a la parrilla. Ella no había cenado todavía. Yo iba de azul. Ella, de blanco, como siempre. Ambos buscábamos refugio: la tormenta tropical descargaba en ese momento toneladas de agua eléctrica sobre la costa y cada trueno parecía querer borrarnos de la faz de la Tierra. Yo entré en mi habitación por la puerta. No tengo la menor idea de cómo entró ella. Nos miramos a los ojos –enrojecidos los suyos, fuera de sus órbitas los míos– y sin más preámbulos me quité la camiseta que llevaba puesta... para usarla como látigo contra su pesado, repugnante cuerpo al grito de: "¡Puta rata de mierda, sal de mi habitación echando hostias si no quieres acabar a la brasa en un puto puesto callejero!". En ese momento conseguí que dejase de hacer lo que estaba haciendo –comerse el plástico que convierte el tejado de paja de mi bungalow en una superficie no del todo permeable (una cena mucho más sabrosa que la mía, no me cabe duda)– y desapareciese por la ventana. Pero creo que no fui lo bastante agresivo, porque cada noche, cuando estoy a punto de quedarme dormido, vuelvo a escuchar su inconfundible <i>hiiihiihii</i>, sus pequeños pasitos sobre el tejado, sus dientes intentando rasgar el plástico, y entonces me desvelo y recuerdo que no creo en el paraíso. Y pienso que ya está bien, que ya basta, que ya va siendo hora de volver al maravilloso infierno de Phnom Penh.<br />
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiw6tZAWDARNiep5xasxXdhoBYhFw2EIxlAcmTRa64WnIGTb08QowpzsQ0lWKhbPX8t2-YXC17O5dT1WLmJO-41Y3ZiqpyCxK9WThmxqiVRuCpvnwZ5-hYPrg7qAcmy9SjBltePNlirIDjR/s1600/chesil.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiw6tZAWDARNiep5xasxXdhoBYhFw2EIxlAcmTRa64WnIGTb08QowpzsQ0lWKhbPX8t2-YXC17O5dT1WLmJO-41Y3ZiqpyCxK9WThmxqiVRuCpvnwZ5-hYPrg7qAcmy9SjBltePNlirIDjR/s320/chesil.jpg" width="320" /></a></div>
<br />Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4787092677430685458.post-58842339253815359752012-04-05T05:40:00.000-07:002012-04-10T09:11:14.718-07:00Las razones de Kampot<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgG4ILunfqECkeG1pXK10wCnnkUbZOg7q_bLpWD7hjQNd1KS0Q1pPD3UXOFwhCVhXImmRBQTzZ_MfsJnJfnxY4u5QNg0dFdAC8jwQRRI1VTpMkJkLvHgla0EdPt5qiS_Zt0MD920837dQOq/s1600/casa+kampot+1.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgG4ILunfqECkeG1pXK10wCnnkUbZOg7q_bLpWD7hjQNd1KS0Q1pPD3UXOFwhCVhXImmRBQTzZ_MfsJnJfnxY4u5QNg0dFdAC8jwQRRI1VTpMkJkLvHgla0EdPt5qiS_Zt0MD920837dQOq/s320/casa+kampot+1.jpg" width="240" /></a></div>
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<span id="goog_1884003348"></span><span id="goog_1884003349"></span></div>
<b>H</b>ay algo en los edificios viejos que me hace sentir bien. Quizá sea su falta de agresividad, su total ausencia de soberbia. Tal vez la humildad con la que asumen su imperfección, la sinceridad con la que muestran sus heridas. Me gusta lo que el tiempo hace con las cosas, cómo las indvidualiza y las distancia de las que en origen fueron sus gemelas, cómo las mancha de óxido y humedad sin seguir patrón alguno, cómo las convierte en únicas a través de una degradación lenta y personalizada. Suele decirse de lugares como Kampot que parecen haberse "detenido en el tiempo", pero no es cierto. Kampot ha seguido avanzando con el tiempo, expuesta al tiempo, indefensa ante el tiempo, abandonada a sus caprichos. Son nuestros impecables edificios modernos los que se empeñan en pararse en el tiempo, en no envejecer, en mostrar siempre esa misma cara altiva, aséptica, indiferente al agua y al fuego, una y mil veces rehabilitados, para ser siempre nuevos hoy y mañana y dentro de cien años. Son nuestros objetos los que se estancan, los que frenan de golpe, los que ni siquiera tienen tiempo de recibir un simple arañazo, los que sólo pueden existir en dos estados: nuevos o muertos. ¿Hay algo más feo, más imbécilmente nuevo, más costosamente frágil, más relucientemente inútil, más insultantemente breve, más burdamente idéntico a sí mismo que un iPhone?, me pregunto mientras paseo entre muros despellejados, ennegrecidos, enfermos de tiempo.<br />
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi6cd5oWK6dZykmtVmtDdlVdDXDaqM0-J3CdpEOb1eFyB8UlnrJ8X6x7pBN0PMS0dOPiOyD8zlQjtDS-saMw6LFHfiVY9PADp0mkUD9h8gDgImatJFKDxTlaroB6wf27q4i5ZAxFZ8391UQ/s1600/durian+monumento.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi6cd5oWK6dZykmtVmtDdlVdDXDaqM0-J3CdpEOb1eFyB8UlnrJ8X6x7pBN0PMS0dOPiOyD8zlQjtDS-saMw6LFHfiVY9PADp0mkUD9h8gDgImatJFKDxTlaroB6wf27q4i5ZAxFZ8391UQ/s320/durian+monumento.jpg" width="320" /></a></div>
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<b>E</b>l lugar de honor de Kampot no lo ocupa un santo ni un mártir ni un soldado ni un político ni un príncipe ni un rey ni un emperador. El núcleo de Kampot, el cruce al que van a dar todos los caminos y del que parten todas las rutas no está dedicado a Dios ni a Jesucristo ni a la Virgen ni a Buda ni a Alá ni a Vishnu. La ciudad de Kampot decidió en algún momento reservar ese privilegio al pestilente orgullo de esta región: el durian. Es aquí donde se producen los mejores, los más pequeños y sabrosos, los más dulces y <i>aromáticos </i>de Camboya. Propósito para el futuro: conseguir firmas para sustituir a San Sebastián asaeteado por una anchoa, a San Francisco Javier por un espárrago, a la Moreneta por una butifarra, a Santiago por un manojo de percebes, a Jaume I El Conqueridor por una paella con garrofons, a Espartero a caballo por una orejita de El Perchas, a Nuestra Señora de la Almudena por un bocadillo de calamares.<br />
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<b>N</b>o me ofrecen un refresco. No me sugieren un arsenal de productos para una calvicie que no sufro, para camuflar unas canas que me gustan, para abrillantar mi pelo, para darle un aspecto despeinado, para darle un aspecto no despeinado, para no darle aspecto en absoluto. No me obligan a escuchar un programa para idiotas que está sintonizado en la tele de plasma que pende de ahí arriba. No tengo que esperar media hora hojeando revistas dirigidas a los mismos idiotas que ahora mismo están viendo ese programa. No estoy rodeado de fotos de gente mucho más guapa, delgada, joven y atractiva que yo. No me obligan a mantener una conversación. No me abandonan para atender el teléfono cada tres minutos. No se quejan de la tozudez de mis remolinos. No me cobran treinta euros. <br />
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Una sala. Dos espejos. Un poco de talco. Un par de tijeras. Un tipo que sabe perfectamente qué hacer con ellas. Un cliente feliz. Más ligero. Más fresco.<br />
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<b>J</b>ohan es francés, aunque nació en Bélgica. Llegó a Kampot con Anne, su mujer, hace más de tres años, después de pasar una temporada en Sri Lanka. A lo largo de su vida ha tenido decenas de trabajos diferentes, pero nunca ha dejado de cumplir con lo que él mismo denomina <i>mi sacerdocio</i>: la música. Johan es un batería asombrosamente bueno. Lo demuestra todos los sábados en las<i> jam sessions</i> que organiza en su pequeño bar, el ABC (Art Bar Craze), en las que toca con cualquiera que sepa agarrar un instrumento con cierta gracia. Empezó con la batería siendo un crío y desde entonces se ha puesto al servicio de pachangas, bandas callejeras, orquestas sinfónicas, grupos de jazz, de pop, de rock, <i>chanson française </i>y lo que fuese menester. El año pasado cumplió los sesenta y sigue disfrutando de cada uno de los minutos en que tiene las baquetas entre los dedos. (La primera noche, sábado, agarré una pandereta y me puse a tocar un par de blues rápidos con él y con Shawn, canadiense, guitarrista habitual del lugar. Shawn se había pasado con la cerveza y sus manos lo acusaban, seguir sus devaneos con el ritmo y tratar de llevarle de nuevo al redil resultaba francamente difícil. De algún modo lo conseguimos, hubo quien aplaudió y una cerveza me salió gratis). <br />
<br />
Si como músico es bueno, como conversador es insuperable. Mientras encadena un cigarrillo tras otro, un ron con piña tras otro, las gafas siempre en la punta de la nariz, despliega un francés preciso y afilado –alternado con un buen inglés en función de quién sea su interlocutor– que modula como si fuese un instrumento. Uno sabe que cuando su voz baja a los tonos graves está preparando una de sus frecuentes explosiones de indignación frente al mundo: <i>Au secours! C'est le bordel, ça! </i>Durante cuatro noches seguidas he disfrutado mucho hablando de música con él, comentando los discos y los vídeos que iba poniendo en el estupendo equipo del bar. Es un adorador de Frank Zappa, del rock progresivo de Yes, Emerson Lake & Palmer o King Crimson, de Chick Corea y su Return to Forever, de Joe Zawinul y su Weather Report. Pero su capacidad para cambiar de tema no tiene límites: en un mismo fraseo verbal puede pasar de mostrar su rendida admiración por Bill Bruford a arremeter contra el descomunal complejo hotelero que están construyendo en lo alto del Bokor Park, a 40 kilómetros de Kampot, pensar en el frío que debieron de pasar los buscadores de oro del Yukon, describir el modo adecuado de freír un filete (en el Captain Chim's, el restaurante camboyano de al lado, tienen un <i>steak à la Johan</i>), lamentarse de la degradación que la lengua francesa sufre en manos de los esnobs que alargan la "e" al final de las palabras, quejarse de la ineptitud de la policía gala en el caso del asesino de Toulouse o proponer la quema de todas las iglesias de todas las religiones del mundo con todos sus predicadores dentro (en este caso brindamos por ello). Johan y Anne no tienen hijos y son moderadamente felices aquí y eso puede ser más que suficiente para alguien que, sospecho, un buen día se hartó de Europa, de vivir siempre en tensión, siempre inseguro, siempre en crisis, siempre al borde de, siempre con la secreta sensación de no estar a la altura, de no tener lo necesario para complacer al monstruo. Sí, él también.<br />
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.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4787092677430685458.post-51206760227090129932012-04-02T04:22:00.000-07:002012-04-03T00:01:32.100-07:00Fenómenos extraños<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
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1. Tres de la tarde. He quedado con Jo para tomar una cerveza en una terraza frente al río. Mientras hablamos de esto y de aquello siento una <i>presencia</i>, una conmoción en la fuerza, un ente que altera la <i>primera vibración</i> conforme se desliza sobre el paseo. Ante la sorpresa de Jo, abandono la terraza y voy en pos de <i>la</i> <i>presencia</i> a grandes zancadas. Error.<br />
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2. Noche oscura en Phnom Penh. Hay cierta tensión en las calles de la ciudad, apenas iluminadas y casi vacías a estas horas. Según me cuentan, no es muy recomendable para un extranjero pasear por la capital después de que caiga el sol, mejor subirse a un tuk tuk y dejarse llevar de puerta a puerta. Sin embargo, el Zeppelin, el bar en el que he quedado con Jo y sus amigos, no queda lejos de mi <i>guesthouse </i>y además estoy arropado por<i> la presencia</i>, así que decido caminar. Pocos metros antes de llegar a mi destino me topo con un grupo de camboyanos con la vista fija en el suelo: una chica joven está tendida sobre el asfalto, inconsciente. No está claro si ha sido atropellada o si ha sufrido alguna clase de ataque. No se mueve.<br />
<br />
3. <i>La presencia </i>me dice con su característica voz suave que me he quedado atascado en Phnom Penh y que ya va siendo hora de salir de la ciudad. No puedo oponer resistencia alguna, tal es la intensidad de su fuerza, así que de pronto me veo subido a un autobús con destino a Kep, la capital del cangrejo, acodada frente al mar. A mitad de trayecto el autobús se inunda: uno de los tubos que alimentan el aire acondicionado se ha soltado y ahora el agua mana a su antojo directamente sobre mí y mis pertenencias. Con un movimiento felino evito que mi cámara, aún convaleciente de sus heridas laosianas, contraiga una pulmonía triple y grito desde mi asiento, en la parte de atrás del autobús: <i>"Captain! The ship is sinking!"</i>. Para cuando el asistente del conductor vuelve a colocar el tubo en su sitio el pasillo del autobús se ha convertido en un río navegable, negro y turbio como el corazón de las tinieblas. <i>La presencia</i> sonríe sin inmutarse –esa inquietante impasibilidad suya– y yo la miro y pienso: "El horror, el horror..."<br />
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgTizQ3YoSPYZcU0iQ08Jv2oWVpsRB5I2woBF7xy9VVa-eZ70XXxn33KUksiq1rVpJnQtdFoNqRM6VkI3KuQozUbydxc8-SZAigxXqivKabd3ASqtoZ8a0GaWsHMgLC2fmyhq9rjivqeF0e/s1600/guesthouse+kep.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgTizQ3YoSPYZcU0iQ08Jv2oWVpsRB5I2woBF7xy9VVa-eZ70XXxn33KUksiq1rVpJnQtdFoNqRM6VkI3KuQozUbydxc8-SZAigxXqivKabd3ASqtoZ8a0GaWsHMgLC2fmyhq9rjivqeF0e/s320/guesthouse+kep.jpg" width="320" /></a></div>
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4. Me quedo en una <i>guesthouse </i>con un fantástico jardín sobre el mar. Me extiendo en una de las tumbonas a tomar una cerveza y a dejarme acariciar por la brisa mientras contemplo mi primera puesta de sol en la costa camboyana. Terminado el espectáculo, atravieso el jardín camino de mi habitación, anticipando el plato de cangrejo, pescado y gambas que me voy a regalar, cuando tropiezo con una losa de cemento mal encajada y me secciono la uña del dedo gordo del pie derecho. El ridículo baile a la pata coja que ejecuto a continuación alerta al dueño de la <i>guesthouse</i>, que corre en mi ayuda para aplicar<i> pomada de tigre </i>sobre la herida. <i>La presencia </i>mira y asiente.<br />
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5. Al día siguiente <i>la presencia</i> me arrastra a un lugar llamado Sunset Rock, en lo alto de una colina, a ver la puesta de sol. Para llegar hasta allí hay que caminar durante alrededor de una hora por un escarpado sendero rodeado de jungla, monos y reptiles nunca visibles del todo. La humedad es brutal y alcanzo la cima empapado en sudor. Hay que regresar a Kep a paso ligero, antes de que la noche convierta la jungla en un monstruo negro. Las prisas hacen que pierda la concentración y mi pie izquierdo pisa en falso sobre una piedra grande y puntiaguda que me desencaja el tobillo durante un segundo. Me detengo pensando en lo peor –dos esguinces adornan la biografía de ese tobillo–, pero parece que nada grave ha ocurrido y puedo continuar la ruta sin problemas. Sin embargo, un par de horas más tarde, ya en frío, después de cenar junto a <i>la presencia</i>, compruebo que al apoyar el pie izquierdo en el suelo siento un dolor espantoso. Vuelvo a la <i>guesthouse</i> cojeando. Serán necesarios tres días de reposo casi total para recuperarme por completo.<br />
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEioTtdYZOkDj1Pe0vm_YUdvTJHbbPP37GvPlL04OG-5SjW9nHF6sJ0Da5MdESnF__bjOwLTl3t3kaitMTiN1FfBNI7ZPqsOnHFp-w-flmPLyG2xqWST-Dow9vLsxRFN7K5UWwA7nrk6DnqB/s1600/sunset+rock.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEioTtdYZOkDj1Pe0vm_YUdvTJHbbPP37GvPlL04OG-5SjW9nHF6sJ0Da5MdESnF__bjOwLTl3t3kaitMTiN1FfBNI7ZPqsOnHFp-w-flmPLyG2xqWST-Dow9vLsxRFN7K5UWwA7nrk6DnqB/s320/sunset+rock.jpg" width="320" /></a></div>
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6. Estoy en Kampot, una pequeña y aletargada ciudad cuyos decadentes edificios coloniales me enamoran en el mismo instante en que me bajo de la minivan que me ha sacado de Kep. Hay algo aquí que me gusta mucho y aún no sé qué es, así que decido invertir varios días más de los previstos en descubrirlo. <i>La presencia</i> tiene prisa y sólo se quedará una noche, una última noche que dedicamos a cenar unos fideos, chupar un durian a medias y tomar un par de copas de despedida. En el último instante, a pesar de todo, siento el impulso de abrazar con fuerza su masa bicéfala, y mientras lo hago, me susurra: "No pienses ni por un momento que te has librado de mí. Nos vemos en Indonesia". Algo se me cae en ese instante –escucho un leve crujido–, <span class="Apple-style-span" style="font-style: italic;">la presencia </span>me suelta y desaparece deslizándose detrás de un edificio en ruinas. Una vez solo, miro al suelo: allí yacen mis gafas de sol. Por supuesto, uno de los cristales está roto.<br />
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<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi-06jVJunN6Oal-4YTHkA4AevmJ4si9pgz0B8nXyxOIgXTIJBtta9SxgrMizpxaOwYh3_5dpEx4xMD_zWW1aBnjIIRm_cOS7QRxHFp5e0Cjrl4jBgMT0AbFiNJY_blGNR200iKbKfQiYkt/s1600/manou+cedric+baile.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi-06jVJunN6Oal-4YTHkA4AevmJ4si9pgz0B8nXyxOIgXTIJBtta9SxgrMizpxaOwYh3_5dpEx4xMD_zWW1aBnjIIRm_cOS7QRxHFp5e0Cjrl4jBgMT0AbFiNJY_blGNR200iKbKfQiYkt/s320/manou+cedric+baile.jpg" width="320" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;"><i>La presencia </i>baila fingiéndose inofensiva en los reales sitios de Phnom Penh</td></tr>
</tbody></table>
<br />Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4787092677430685458.post-23142550221209373302012-03-28T23:20:00.003-07:002012-04-10T09:11:39.998-07:00Phnom Penh, je t'aime<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgWpz_-v7yGYux820V0twSSAMwWwn3uTaQXH9JCo62-RcNzNnjq2y5r8stBaLIsY2ab-ddqnM6zYFcu3Fjm6bQWvvjdAkBTZ4YdPONYmKYACQ5BIxqI8lvVnqhbDVCYR0wKlbIPg_X11T_3/s1600/phnom+pehn+caos.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgWpz_-v7yGYux820V0twSSAMwWwn3uTaQXH9JCo62-RcNzNnjq2y5r8stBaLIsY2ab-ddqnM6zYFcu3Fjm6bQWvvjdAkBTZ4YdPONYmKYACQ5BIxqI8lvVnqhbDVCYR0wKlbIPg_X11T_3/s320/phnom+pehn+caos.jpg" width="320" /></a></div>
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Phnom Penh es una de esas ciudades. No resulta fácil de explicar. Es algo que se tiene o no se tiene. Y Phnom Penh lo tiene y lo tiene a espuertas. El comienzo no es fácil. Pasar de la quietud casi catatónica del sur de Laos al estruendo de una ciudad de dos millones de habitantes requiere un cierto esfuerzo mental y físico. De acuerdo, Phnom Penh no es Bangkok, pero el ruido y la polución desbocada y el tráfico sin ley están ahí, y mis oídos, adormecidos aún por el silencio analgésico del Mekong, reciben una dolorosa descarga de decibelios en cuanto me bajo del autobús y cinco, diez, quince conductores de tuk tuk se arremolinan en torno a mí para lanzarme a gritos sus ofertas, sus medias verdades, sus precios abusivos.<br />
<i><br />"Tuk tuk, sir? Where are you going today, sir? Killing fields, sir? Shooting ranges, sir?"</i><br />
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No hay más remedio que volver al ritual del regateo, siempre con la sonrisa en la cara, olvidar los cálculos en kips y acostumbrarse lo antes posible a la doble moneda que funciona aquí: dólares americanos y riels. Un dólar son cuatro mil riels. Y no hay centavos, sólo papel: un dólar cincuenta es un dólar y dos mil riels y así sucesivamente. En el trayecto hacia la guesthouse el omnipresente aroma a combustible quemado se mezcla con otro todavía sin identificar, algo así como un olor a ropa mal lavada puesta a secar en un cordel sucio junto a una fuente de melocotones en camino hacia el rigor mortis.<br />
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<i>"Tuk tuk, sir? Where are you going today, sir? Killing fields, sir? Shooting ranges, sir?"</i><br />
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Después de encontrar habitación llega mi momento favorito en cualquier viaje: una ducha, ropa limpia y, ahí abajo, un misterio por resolver, una ciudad sin desprecintar que me espera para perderme entre sus edificios e ir completando despacio, pieza a pieza, el puzzle de sus calles. En este caso la pesquisa debería resultar sencilla: Phnom Penh se ordena en una cuadrícula de calles numeradas: las pares van de este a oeste; las impares, de norte a sur. Sin embargo, pronto descubro que a la calle 172 sigue la 178 y a saber dónde se habrá metido la 174. <br />
<i><br />"Tuk tuk, sir? Where are you going today, sir? Killing fields, sir? Shooting ranges, sir?"</i><br />
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El agua no es sólo un magnífico conductor de la electricidad. También atrae con fuerza el metal, y esta es una constante que se da del mismo modo en el norte y en el sur y en el este y en el oeste del mundo y podríamos enunciarla como la cuarta ley de la termodinámica. A orillas del río Tonlé Sap se agrupan, siguiendo esta máxima, los hoteles más lujosos, los bares para extranjeros, el pub de Paddy, el restaurant <i>La croisette</i>, <i>La cantina</i> mexicana e incluso la tapería <i>Pacharán</i>, abierta en una gran mansión de tres pisos. A la altura de la calle 104 el paseo del río se puebla de occidentales sesentones, tipos zafios provistos de gran barriga y mirada turbia que van a la caza de tallas pequeñas en las que calzar sin holguras sus minúsculos penes. Sin embargo, algo más abajo, entre un vídeo-club y una perfumería de marca, descubro un indicio esperanzador, algo así como la poderosa raíz de un roble que ha conseguido quebrar el cemento que le han echado encima y asomarse, aun con cierta timidez, a la superficie que le fue arrebatada: una vieja tienda de ataúdes. <br />
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiJbse0TH8Gjhb9V4IjlXwaM4Bqy8JkCQ_LB3DZ7CKA67QHq_ngQGts2gF40XsIw04IkTuLQbea9bbnqqEe1a1bTx3lNcKu8c-DHc9JSRrjw4TiqMq31TXdracRS52HClsvdSEnA-zj6xAU/s1600/ata%C3%BAdes+2.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="400" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiJbse0TH8Gjhb9V4IjlXwaM4Bqy8JkCQ_LB3DZ7CKA67QHq_ngQGts2gF40XsIw04IkTuLQbea9bbnqqEe1a1bTx3lNcKu8c-DHc9JSRrjw4TiqMq31TXdracRS52HClsvdSEnA-zj6xAU/s400/ata%C3%BAdes+2.jpg" width="233" /></a></div>
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<i> "Tuk tuk, sir? Where are you going today, sir? Killing fields, sir? Shooting ranges, sir?"</i><br />
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Compruebo aliviado que los asentamientos extranjeros constituyen tan sólo la corteza que recubre la carnosa pulpa de la ciudad. Basta con cruzar hacia el oeste Norodom Boulevard para descubrir que Phnom Penh está viva y en plena forma, que este lugar tiene alma y que será largo y costoso afeitarle las uñas. Al contrario que en Bangkok y que en la mayoría de las ciudades del sudeste asiático, las calles son estrechas y disponen de aceras de verdad, aceras que invitan al paseo lento, a curiosear en las tiendas de máquinas de coser, en los talleres de motos, en las imprentas, a perderse bajo la cúpula del mercado central, mezclarse con la gente de la ciudad y sentarse a disfrutar de un plato de fideos en uno de sus atestados puestos de comida.<br />
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<i>"Tuk tuk, sir? Where are you going today, sir? Killing fields, sir? Shooting ranges, sir?"</i><br />
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El calor, una vez más, es insoportable. Me siento en una terraza a la sombra de la calle 139 y pido una Angkor Beer helada, respetando el lema que aparece escrito en sus etiquetas: "my country, my beer". La mesa es muy grande y pronto dos lugareños me piden permiso para sentarse junto a mí. Ambos hablan inglés y uno de ellos, que se presenta como Ek Phanich, funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación Internacional, incluso me lanza un "¿Cómo está?" con un sorprendente acento cubano. Según me explica, pasó tres años destinado en Cuba y tuvo una novia cubana con la que sólo hablaba en español. No, no llegó a conocer a Castro, ja ja, qué cosas tienes. Otros amigos se van sentando alrededor de la mesa y la conversación bascula entre los temas habituales: chicas (prefieren las occidentales), fútbol (lo que de verdad les va son las apuestas), viajes (a Ek le gustaría viajar por libre, como yo, pero está casado, qué se le va a hacer), el coste de la vida en Camboya (Phnom Penh es más barato que Siem Reap) y mi primera experiencia con el durian.<br />
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjqj-RIzRWq3kub_r2afUsookRwwNbQdtCsi90rAWHKshxgWJ6KJF-1NFNhMWs6mprhrAZxi_WGh66_muFoJBQy-97n-1Ej3EAhpawMPs9HA1FEEiDjKXZV_EfgYKkN6B8AqaN5ARmEpbOw/s1600/amigos+phnom+penh.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjqj-RIzRWq3kub_r2afUsookRwwNbQdtCsi90rAWHKshxgWJ6KJF-1NFNhMWs6mprhrAZxi_WGh66_muFoJBQy-97n-1Ej3EAhpawMPs9HA1FEEiDjKXZV_EfgYKkN6B8AqaN5ARmEpbOw/s320/amigos+phnom+penh.jpg" width="320" /></a></div>
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Varias personas en San Sebastián me habían advertido de su pestilencia, de que hay que echarle valor para meterse su carne en la boca. Muchos hoteles en el sudeste asiático prohíben la entrada a quienes se les haya ocurrido comprar uno. Incluso ahora, en esta terraza de la 139, uno de los contertulios camboyanos afirma odiarlo con toda su alma. Pero tenemos enfrente un puesto de durians y su propietaria no deja de sonreírme tentándome a probar suerte. La mujer no habla inglés, así que Lim, el más joven de mis nuevos amigos, le pide que me abra uno pequeño, de alrededor de un kilo. Con la mano envuelta en una bolsa de plástico agarro uno de los seis "embriones" que se ocultan bajo su espinosa corteza y comienzo a <i>chuparlo</i>, porque la pulpa que rodea cada uno de los tres o cuatro huesos que se ocultan en cada pieza tiene una consistencia cremosa, distinta a cualquier otra cosa que haya podido probar. Su sabor es muy dulce y decido que me gusta. ¿Y el olor? <i>Ropa mal lavada puesta a secar en un cordel sucio junto a una fuente de melocotones en camino hacia el rigor mortis</i>. Phnom Penh huele a durian y por eso no recibo el puñetazo que esperaba.<br />
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<i>"Tuk tuk, sir? Where are you going today, sir? Killing fields, sir? Shooting ranges, sir?"</i><br />
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Pues no. No voy a ir a los <i>Killing fields</i> ni mucho menos a los <i>Shooting ranges</i>. Vi la estupenda película de Roland Joffé en el cine Príncipe de Viana de Pamplona cuando se estrenó, hace casi treinta años. Vi conmocionado hace unos tres años en el Festival de San Sebastián el documental<i> S21: La machine de</i><i> mort Khmère Rouge</i>, en el que el pintor Vann Nath, uno de los pocos supervivientes de la prisión denominada S21, se reencontraba mucho tiempo después con sus torturadores en el mismo lugar donde ocurrieron los hechos. Los <i>campos asesinos</i> donde tantos camboyanos fueron conducidos para realizar trabajos forzados y finalmente ser ejecutados son ahora propiedad de una empresa privada empeñada en sacar partido económico del dolor de un pueblo que fue aniquilado casi en su cuarta parte en los años setenta por las huestes de Pol Pot. Leo que al propio Vann Nath –que hoy es el propietario de un famoso restaurante de la ciudad donde es posible ver sus pinturas– no le hace ninguna gracia que el lugar se haya convertido en una atracción turística más. Y qué puedo decir de los <i>shooting ranges</i>, los campos de tiro –uno de los cuales, en un bestial ejercicio de cinismo, está habilitado junto a los <i>Killing fields</i>– en los que es posible, a cambio de unos billetes, disparar un AK-47 o jugar con un lanzagranadas...<br />
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No, no voy a ir. Donde sí voy a ir es al Equinox, un bar fantástico en el sur de la ciudad, donde toca una banda de superhéroes del funk llamada –como no podía ser de otra forma– <i>Durian</i>. Allí conoceré a Jo –cuarenta y tantos, inglesa y profesora de inglés que lleva muchos años trabajando en distintos países del sudeste asiático–, que me presentará a varios de sus colegas y me enseñará cómo viven los <i>expats </i>de Phnom Penh. Tremendas versiones de Sam & Dave, Aretha Franklin, Curtis Mayfield, Otis Redding, Jamiroquai e incluso Rage Against the Machine se irán sucediendo mientras bailamos y sudamos y bebemos –y sí, también fumamos– y de pronto me doy cuenta de que me estoy enganchando a esta ciudad descabellada, contradictoria y apasionante de la que me va a costar mucho salir.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4787092677430685458.post-39338438345007243092012-03-22T04:46:00.000-07:002012-03-22T07:47:33.884-07:00El placer de viajar (Reloaded)<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiicYtFao4bh-xQZ_YVInU_k0LckBMSuYP1uU52xR8KpqWLLcSLNChUybkwgXapn3o4ajxBViCpIJ2WADeD9QeuRxPEUfKd6rjwxtyTgjvqnKeslafJGYGO1ntwqgqYPJZZg-Pw-OK8y0Eb/s1600/pasillo+autob%C3%BAs.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiicYtFao4bh-xQZ_YVInU_k0LckBMSuYP1uU52xR8KpqWLLcSLNChUybkwgXapn3o4ajxBViCpIJ2WADeD9QeuRxPEUfKd6rjwxtyTgjvqnKeslafJGYGO1ntwqgqYPJZZg-Pw-OK8y0Eb/s320/pasillo+autob%C3%BAs.jpg" width="320" /></a></div>
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Frontera entre Laos y Camboya. Once de la mañana.<br />
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"Lo siento, pero no puede usté subirse a la minivan que va a Kratie" (léase en inglés khmer)<br />
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"¿Perdón?"<br />
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"Me ha oído usté perfectamente"<br />
<br />
"Pero tengo el mismo billete que esas otras diez personas que sí se están subiendo"<br />
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"Ahí se equivoca, amigo"<br />
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"¿No es el mismo billete?"<br />
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"Por supuesto que lo es. Pero fíjese atentamente: lo que tiene usté ante sus ojos no son diez personas"<br />
<br />
"¿No?"<br />
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"Pues claro que no. Son <i>cinco parejas</i>, ¿no se da cuenta, pollo? La minivan sólo tiene diez plazas y usté es el único que viaja solo. No pretenderá que destruya así como así, al azar, una de esas cinco felices uniones, que en nombre de una autoridad que nadie me ha concedido les impida mirar por la ventanilla con las manitas entrelazadas y suspirar al unísono frente a la singularidad camboyana, que separe sus destinos y siembre en sus almas el desasosiego ante la posibilidad de no volverse a ver nunca más... Desasosiego más que justificado, por otra parte, porque no sabe usté cómo es la carreterita que les espera"<br />
<br />
"¿Y qué hago? ¿No es este el único vehículo que irá a Kratie <i>en todo el día</i>?"<br />
<br />
"Me gustaría afirmar que está usté equivocado en este particular. Pero no lo está. Le felicito: tiene usté unas fuentes de información de todo punto fidedignas"<br />
<br />
"¿Entonces?"<br />
<br />
"Entonces corra bajo este sol del infierno hasta aquel autobús que se ve allá a lo lejos, el que está <i>a puntito </i>de salir, y pídales por favor que le dejen subir, a ver si cuela"<br />
<br />
"Pero ese autobús va a Phnom Penh directamente"<br />
<br />
"Kratie les pilla de camino. A lo mejor le acercan. Hala, a correr. Buena suerte, compañero".<br />
<br />
Me he levantado de la cama a las seis sin apenas haber pegado ojo en toda la noche por culpa del estruendo que una monstruosa tormenta de siete horas provocaba al lanzar toneladas de agua contra el techo de hojalata de mi bungalow, que sonaba como tres mil percusionistas zydeco dejándose la vida contra sus washboards. Tras salir de Don Det en canoa ha habido que esperar dos horas al sol a que el autobús a la frontera decidiese abandonar su escondrijo y otras dos a que todo el mundo recuperase su correspondiente pasaporte después de pagar el visado y contribuir a la extra de primavera de los funcionarios de ambos lados de la raya. Y ahora, cuando llego de milagro al autobús que está <i>a puntito</i> de salir... no queda sitio.<br />
<br />
"Pero no se preocupe usté, buenhombre, que <i>algo </i>ya apañaremos".<br />
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<i>Algo</i> es un banquito de plástico rojo plantado en mitad del pasillo del autobús. Viajaré sentado en él, con el mentón apoyado en las rodillas, durante dos horas de saltos, revolcones, acelerones y frenazos sobre una carretera que, a juzgar por el tamaño de los cráteres del asfalto, parece recién bombardeada. No soy el único: las plazas <i>oficiales</i> se habían agotado hace rato y el pasillo también está superpoblado. Quienes van hasta Phnom Penh tendrán que pasar <i>once </i>horas sobre su banquito rojo. Está claro que la decisión de partir el viaje a la capital en dos jornadas y hacer noche en Kratie ha sido todo un acierto.<br />
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Además, tengo suerte: el camboyano que iba sentado junto a mí se baja del autobús a mitad de camino hacia Kratie y me ofrece su sitio. Así puedo disfrutar cómodamente y en primera fila de un espectáculo fuera de cartel: el conductor cede su puesto durante un rato a un amiguete suyo que hasta ahora se había limitado a viajar de pie junto a él y darle conversación. Un par de kilómetros bastan para deducir que el amiguete en cuestión no ha conducido un autobús en su vida. Pero le hace ilusión y, después de todo, para eso están los amigos, ¿no? Cuando estamos a punto de estamparnos de frente contra un camión cargado de sacos hasta los topes el conductor titular da por finalizado el experimento y, entre carcajadas, obliga a su colega a parar en el arcén y a devolverle el volante. <br />
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En fin, a partir de ahora a lo mejor puedo dormir un rato...<br />
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<br />Unknownnoreply@blogger.com4tag:blogger.com,1999:blog-4787092677430685458.post-39779717733701208212012-03-18T00:15:00.002-07:002012-03-18T00:23:38.310-07:00Hoy<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjxLi5eoOLPGcZnazv7qkBTzRvhfdta1Ey8uWTK91zE7I1NWNdNvYWRHXupE-95djzeQ-alyswPuseeSPzXuoIDIyCqFf83vcucKODBOpps1OX7ZlG49qPblZlYpoz927k-pHab2OntlfBY/s1600/monjes+sol.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjxLi5eoOLPGcZnazv7qkBTzRvhfdta1Ey8uWTK91zE7I1NWNdNvYWRHXupE-95djzeQ-alyswPuseeSPzXuoIDIyCqFf83vcucKODBOpps1OX7ZlG49qPblZlYpoz927k-pHab2OntlfBY/s320/monjes+sol.jpg" width="270" /></a></div>
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Hoy me gustaría llevar abrigo. Hoy, cuando hace más de siete semanas que camino medio descalzo por el mundo, querría tener a mano unos calcetines y unas botas de piel. Hoy me envolvería con gusto en una bufanda y saldría a comprar castañas. Hoy necesito sentir un frío insoportable y resguardarme en un café de Varsovia, calentarme frente a un fuego de leña en el Pirineo, cruzar a toda prisa el Urumea mientras el viento me escupe aristas de hielo a la cara, buscar refugio de la intemperie helada en un cine del East Village, vagar sin rumbo bajo el cielo frío de Madrid, entrar tiritando en casa, en Pamplona, y que huela a café y pan tostado. Porque hoy mi cabaña es un horno crematorio, hoy el Mekong es una sopa de pescado, hoy todas las sombras queman, hoy el aire es un gas innoble, hoy tengo demasiada carne, hoy me sobra toda la piel.<br />
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Hoy soñaré con Laponia.<br />Unknownnoreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-4787092677430685458.post-66376406282919788572012-03-15T02:38:00.001-07:002012-04-10T17:28:04.864-07:00Le Horla en la Hamaca<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjhIBJc7G-bgdQvwM6_3zDE5u1QiuXPAE7-H3REiPK0TERs62Cjixj2-2QHiq85jTbkH65paZ9u7Ds1vhRO-WSknGrHYcKSfjYKNPOsjKI-NlkaB_bo2EQPaTNZnxFUK0qBmVMxmPCTJkz3/s1600/horla+hamaca.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjhIBJc7G-bgdQvwM6_3zDE5u1QiuXPAE7-H3REiPK0TERs62Cjixj2-2QHiq85jTbkH65paZ9u7Ds1vhRO-WSknGrHYcKSfjYKNPOsjKI-NlkaB_bo2EQPaTNZnxFUK0qBmVMxmPCTJkz3/s320/horla+hamaca.jpg" width="320" /></a></div>
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Para obtener el máximo beneficio es preciso madrugar. Pero en este caso no hay necesidad de despertador. Bastará con abandonar la cama cuando los gallos irrumpan sin permiso en el último sueño. Serán entonces las seis o las seis y media de la mañana y hará ya un buen rato que el sol tuesta inclemente el otro lado de la isla, el de levante. Aquí, en poniente, todavía es fácil respirar y una brisa débil peina la superficie del río, apenas alterada por las canoas de los pescadores y de los guías que conducen a algunos farangs a ver los escondidizos delfines de agua dulce. Valoro mis opciones desde la terraza del bungalow, mientras la luz reflejada en el agua se abre paso entre mis párpados, todavía hinchados. No me ducharé. Vuelvo al interior, me calzo el traje de baño, camino unos metros hacia el norte y me zambullo en el río. Unas cuantas brazadas me colocan en el centro del Mekong y durante un buen rato me limito a flotar y a escuchar el silencio. Llevo ya dos días en Don Det, una de las "4.000 islas" en las que Laos se descompone antes de convertirse en Camboya. El norte de la isla ha vendido su alma a la marihuana y a la misma calaña de turistas veinteañeros que en el Mediterráneo saltan de los balcones para dejarse los dientes en el borde de una piscina (desafortunadamente, aquí no hay suficiente altura). Las <i>guesthouses </i>se amontonan allí entre restaurantes de comida mala, bares con televisión, "agencias de viajes" y locales de internet, y por la noche las "calles" de esta inconsistente metrópoli rural se pueblan de zombis que rebotan de una fachada a otra con una botella de cerveza caliente en la mano sin saber si esto es Don Det o Vang Vieng o la Costa del Sol.<br />
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Por suerte sólo la punta de la isla está gangrenada, aunque sospecho que es cuestión de tiempo que la infección se propague. Uno o dos kilómetros más abajo el ruido empieza a desvanecerse y, después de dejar atrás algún que otro asentamiento neohippie en los que huele intensamente a pescado viejo, aún es posible vivir la genuina lentitud laosiana, cruzarse con bueyes de agua, comer un buen <i>laap</i> o, simplemente no hacer nada en absoluto. Yo dedicaré el resto de la mañana a mecerme en la hamaca mientras monsieur Maupassant y yo nos vamos conociendo mejor. Comeré algo ligero y quizá escriba un poco o vuelva a darme un chapuzón por la tarde, o tal vez me anime, yo también, a subirme a una canoa e ir en busca de los delfines. Y después, al final del día, el sol de las seis se despedirá con su mejor truco de alquimia y convertirá el Mekong en plata. Y yo estaré allí, en mi terraza, para contemplarlo. Camboya puede esperar.<br />
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<br />Unknownnoreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-4787092677430685458.post-77131196539311883212012-03-09T04:38:00.000-08:002012-03-09T04:38:36.294-08:00Agua. Sangre. Tierra. Fuego (y IV)<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
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<b>Fuego</b><br /><br />Entramos en Pakse en hora punta, lo que supone mucho más tráfico del habitual, pero nunca atascos: cuando los coches y las furgonetas encuentran que su carril está demasiado lleno, se pasan al de al lado y circulan en dirección contraria sin el menor cargo de conciencia y pobre de aquel que no se aparte, especialmente si va en moto, ese vehículo paria. Sin darle muchas vueltas nos alojamos en una <i>guesthouse </i>con un agradable jardín asomado al río a la que había echado el ojo días atrás y por fin podemos darnos una ducha y quitarnos de encima los kilos de polvo que llevamos encima. Una vez limpios y frescos, Cedric saca de su mochila su kit de limpieza y, sentados frente a una mesa en el jardín, tratamos de hacerle el boca a boca a mi cámara: conseguimos que la cortinilla se cierre, pero el zoom se atasca cuando trato de utilizar el teleobjetivo y hay que obligarlo a replegarse a mano. Supongo que en el futuro tomaré todas mis fotos con gran angular... y que en un momento u otro el aparato morirá del todo. De momento lo dejamos convalecer de sus heridas.<br /><br />Ya en frío, noto que tengo la muñeca bastante dolorida (imposible abrir un tarro de aceitunas con ella, pero en fin, tampoco hay tarros de aceitunas a la vista) y Manouane insiste en lavar mi ropa marrón mientras recorro la ciudad en busca de un taller en el que me den un presupuesto para la reparación de mi moto: he leído demasiadas historias sobre los precios exorbitantes que las tiendas de alquiler de motos hacen pagar a los <i>farangs</i> por mucho menos de lo que le ha pasado a la mía y quiero saber en qué cifras me muevo para tener algo con lo que defenderme en el peor de los casos. Un tipo que parece de confianza me da la respuesta que busco: la broma me costaría aproximadamente una semana de alojamiento en Laos. La broma no tiene gracia, pero es bastante menos de lo que esperaba. <br /><br />Armado con mi sonrisa de los días de fiesta me presento ante la tienda de Miss Noy, la chica que me alquiló la moto cinco días atrás, y le comento que, en fin, sin más, he tenido un pequeño, un diminuto, un microscópico nanoaccidente, pero que, mire usted qué mala suerte, la defensa se ha partido. Miss Noy da un par de vueltas alrededor de la moto, se agacha, examina de cerca el roto y me mira desde ahí abajo muy seria, hasta que consigue que mi sonrisa resbale por mi cara y se estampe contra el suelo. Y en ese momento, cuando me tiene justo donde quería, se echa a reír a carcajadas mientras me dice con el poco inglés que maneja:<br /><br /><i>"Already broken! Moto already broken!"</i><br /><br />Pues sí, la defensa <i>ya estaba rota</i> cuando me la alquiló y yo no he tenido nada que ver. En el hecho de ser uno de los cinco tipos más despistados del mundo supongo que sí he tenido que ver.<br /><br /><i>"You think your fault? Hahahaha! You think your fault!"</i><br /><br />Amo a esta mujer. Libero la tensión con mi propia carcajada, recupero mi pasaporte y vuelvo a la <i>guesthouse</i> impaciente por contar a mis amigos lo que acaba de ocurrir y por invitarles a comer donde les dé la gana. Comemos estupendamente en un restaurante indio al que ya han ido un par de veces y, después de un paseo junto al río y un rato de descanso, propongo subir al bar de la azotea del Hotel Pakse a tomar una cerveza mientras vemos la puesta de sol... que resultará ser la más inolvidable de nuestras vidas.<br /><br />La secuencia se desarrolla como sigue: entramos en el hotel Pakse, subimos en el ascensor hasta el sexto piso, llegamos a la azotea después de un pequeño tramo de escaleras, curioseamos por la terraza, miramos al norte y al sur y al este y al oeste, nos maravillamos con el paisaje, elegimos una mesa bien situada, nos traen la carta de bebidas, la estudio y cuando levanto la vista compruebo que Cedric y Manouane miran extrañados algo que está ocurriendo a mi espalda.<br /><br />Cuando me giro veo una densa, enorme columna de humo negro subiendo hacia el cielo desde la azotea de un edificio que está a dos manzanas de donde nos encontramos. La columna de humo deja entrever en su base unas pequeñas llamas que en pocos minutos se convierten en un fuego voraz que envuelve por completo el edificio. Para entonces toda la azotea del hotel ha dejado de hacer lo que estuviese haciendo y clientes, camareros y cocineros miramos impotentes el desastre. De pronto vemos que hay un hombre en lo alto del bloque en llamas tratando de apagar el incendio... con un barreño de agua. Sin duda su perspectiva no le permite ver que todo el edificio está ardiendo y los gritos que lanzamos desde nuestro puesto se los lleva el viento. Finalmente se da cuenta de que el monstruo es demasiado poderoso y no tiene más remedio que jugarse la vida y saltar a una terraza del edificio contiguo. Milagrosamente, consigue asirse a la barandilla y salvar la piel. Entretanto, el sol se pone sin que nadie le haga el menor caso.<br />
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgYcPrCS_mj8-4de75C5tCLxL4qSO2ueZRoBw9_d7_-plS_KydaTjQi34ADucoMVIJXmiJObSAPoKfG8kruT83hHL339_uIMGk_Q-HMR_p-suV-jcQ392GSMExFszc_e45Fyw2pL9i7ISl2/s1600/puesta+sol.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgYcPrCS_mj8-4de75C5tCLxL4qSO2ueZRoBw9_d7_-plS_KydaTjQi34ADucoMVIJXmiJObSAPoKfG8kruT83hHL339_uIMGk_Q-HMR_p-suV-jcQ392GSMExFszc_e45Fyw2pL9i7ISl2/s320/puesta+sol.jpg" width="320" /></a></div>
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Una hora después del comienzo del incendio las llamas siguen creciendo y han alcanzado al edificio de al lado. La catástrofe es demasiado grande para un país como este: sólo hay un par de pequeños y destartalados coches de bomberos con cuatro mangueras que descargan el poco caudal que tienen dentro en pocos segundos y después vuelven por donde vinieron a buscar más agua peleándose con el caos de tráfico y curiosos que se ha desatado ahí abajo, porque nadie ha acordonado la zona ni despejado las calles adyacentes ni establecido ninguna distancia de seguridad. La estructura de los viejos edificios es de madera y el fuego se da un festín que sólo terminará muchas horas después, cuando ya no le quede nada que quemar. De golpe los tres nos damos cuenta de lo que significa vivir en Europa. Y de lo que significa no vivir en ella.<br /><br />Bajamos de la azotea cuando todo parece haber terminado y echamos un vistazo al desastre desde abajo: mucha gente lo ha perdido todo hoy. Recuerdo haber pasado por esa misma calle días atrás y haber visto una barbería al viejo estilo y haber pensado en ir a cortarme el pelo allí a la vuelta del viaje en moto. Compruebo que ya no podré hacerlo, sólo quedan sus cenizas. <br /><br />Es nuestra última noche juntos y decidimos ir a cenar algo en una terraza, unas calles más arriba. Después de la tensión llegan las bromas, claro: ¿dónde estabais el 11-S?, ¿pasasteis por Japón el año pasado?... Por supuesto, niegan todos los cargos que les imputo y rechazan la etiqueta de "pareja catástrofe"... pero justo en ese momento, a tres metros de nuestras narices, una moto atropella a una cría que iba en bicicleta. Toda la terraza se levanta para ayudarla, pero por suerte la moto no iba muy deprisa y la niña puede irse en su bici con poco más que un buen susto. <br />
<br />Ya no sé qué decir. Pienso en maniatarlos y llevármelos a la <i>guesthouse</i> y encerrarlos con llave antes de que acaben con todo el país... pero entonces desde algún lugar llegan los ladridos desesperados de un perro. Manouane se levanta a toda velocidad y comprueba que es un cachorro que está a punto de desnucarse tratando de sacar su cabeza de entre los barrotes en los que ha quedado atrapada. Finalmente consigue liberarlo. Supongo que cree que con eso compensará todo el mal que este foco de destrucción en forma de pareja belga feliz ha causado en las últimas cuarenta y ocho horas, en las que he protagonizado, presenciado u oído hablar de más accidentes que en todo el año pasado.<br /><br />A la mañana siguiente, temprano, nos abrazamos, nos besamos y nos decimos hasta pronto (es probable que nos volvamos a cruzar en el camino). Ellos van directos hacia "las 4.000 islas", junto a la frontera de Camboya. Yo me quedo en Pakse y todavía haré un par de paradas antes de bajar hasta allí. Y espero de corazón, y así se lo ruego a los dos, por lo que más quieran, que cuando ese momento llegue la zona no haya sido rebautizada como "las 3.900 islas".<br />
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<br />Unknownnoreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-4787092677430685458.post-31487141750051912802012-03-08T06:23:00.001-08:002012-04-02T05:25:21.057-07:00Agua. Sangre. Tierra. Fuego (III)<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
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<b>Tierra</b><br />
(y un poco más de sangre)<br />
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Tras un par de horas de reposo horizontal –que no de sueño, porque los gallos, los cerdos, los geckos, los perros y los gatos del pueblo mantienen en ese momento del día fascinantes conversaciones interespecies– me reúno con Cedric y Manouane para desayunar y decidimos seguir viaje juntos hacia Paksong, en el mismo núcleo de la meseta de Bolaven. Sienta bien volver a la moto y comprobar cómo poco a poco, con suavidad, la carretera va ascendiendo, el paisaje se reverdece y la temperatura se vuelve algo más fresca, incluso nos caen unas cuantas gotas. Paksong no nos dice gran cosa; esperábamos un pueblo y tan sólo consiste en varios kilómetros de casas dispersas a pie de la carretera general (según leemos, la Paksong original desapareció bajo las bombas de la guerra de Indochina). De todos modos, paramos un rato en un pequeño bar a degustar el famoso café de la zona y decidir cuál será el próximo paso a seguir. Como las pensiones que hemos visto desde la moto no nos resultan demasiado atractivas, iremos todavía más allá, hasta Ban Nong Luang, donde intentaremos encontrar alojamiento en alguna casa particular antes de que caiga el sol.<br />
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Para llegar hasta allí hay que dejar el asfalto y mancharse de tierra, esa tierra omnipresente en Laos que recuerdo de un rojo profundo en el norte y que aquí es algo más clara, esa tierra que lo recubre todo, los coches y las motos y las pequeñas tiendas con sus artículos en exposición, borrosos bajo una pegajosa película de polvo parduzco que los vuelve indistinguibles los unos de los otros. También la gente, vestida con esas ropas de un marrón continuo, y los niños que juegan albardados en tierra. Y tierra es lo que encontramos: el camino hasta Ban Nong Luang nos obliga a participar durante más de media hora en un pequeño París-Dakar sobre una pista plagada de socavones, trampas de arena, piedras de todos los tamaños y camionetas que al adelantarnos nos permiten masticar –literalmente– el auténtico sabor del país.<br />
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En Ban Nong Luang hay apenas cuatro o cinco casas rodeadas de cafetales. Nadie habla inglés, pero cuando decimos <i>"homestay"</i> nos señalan con el dedo el lugar donde podrán darnos cama y comida, una casita con un patio trasero en el que vemos extendidos miles de granos de café secándose al sol. La propietaria es una risueña anciana que masca tabaco y se mueve con la agilidad de alguien veinte años más joven. A través de gestos nos indica que la sigamos a la parte de arriba, que resulta ser un enorme "desván" donde nos preparan un par de colchones convenientemente rodeados de sendas mosquiteras de color rosa. Un rato más tarde nos sirven la cena sobre unas alfombras: arroz, ensalada, algo de carne que Manouane no toca y una enorme sandía troceada que Manouane se zampa casi en su totalidad. Hablamos mucho, de nuestras vidas, de nuestros planes, de nuestras dudas, de qué rayos vamos a hacer cuando volvamos a Europa, hasta que poco a poco el sueño nos vence y nos decimos buenas noches a través de las mosquiteras.<br />
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Cuando amanece hace bastante frío y la única ducha de la que disponen en la casa está en el exterior y es un depósito de agua helada en el que flota un cubo de plástico, así que renunciamos a la higiene en favor de la salud y después de desayunar los dos huevos fritos, el pan tostado y el café que nos sirve una de las hijas de nuestra anfitriona y de pagar y dar las gracias por todas las atenciones recibidas, volvemos a las motos. Nuestra intención es regresar a Pakse con una pequeña parada en la cascada de Tat Fan, una de las más altas del país. Para ello debemos volver a la carretera de tierra, que hoy parece más corta y sencilla que ayer hasta que...<br />
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<span style="font-size: large;">c r a s h</span><br />
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No sé cómo ha ocurrido, pero estoy en el suelo. Quizá mi rueda trasera ha patinado sobre una roca o tal vez sea la delantera la que se ha atascado en un charco de arena, la secuencia ha sido demasiado rápida como para saberlo con certeza. La cuestión es que ahora soy alguien totalmente marrón, lo que quizá explica por qué mis amigos, que iban por delante, tardan un rato en pararse: supongo que no me ven por el retrovisor, confundido con la tierra desde la que ofendo gravemente a todas las divinidades de todas las religiones conocidas. Cuando me incorporo compruebo que estoy más o menos entero (a excepción de un golpe en el muslo izquierdo, un par de rasguños en la rodilla y el tobillo izquierdos y algo de dolor en la muñeca izquierda) y que la moto sigue funcionando. Cedric y Manou vienen en mi busca y, tras las preguntas de rigor y de asegurarse de que estoy bien, con su mejor cara de circunstancias me comentan que, <i>casualmente</i>, hace un par de semanas alguien con quien compartían viaje también tuvo un pequeño accidente de moto.<br />
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Al revisarme de arriba abajo se dan cuenta de que el estuche de mi cámara –que, estúpido de mí, llevaba colgando del cinturón– está medio abierto. Al abrirlo del todo comprobamos que ha entrado bastante tierra y que la cosa no pinta bien. Como ellos también están bastante marrones nos limitamos a sacar la cámara del estuche, quitarle superficialmente el polvo y meterla en un lugar seguro dentro de la mochila. Reanudamos la marcha y al parar frente a la cascada de Tat Fan nos lavamos en un baño público (en mi caso sólo consigo rascar la superficie del glaseado marrón que me recubre) y por fin confirmamos que, aunque la cámara se enciende, el zoom no funciona y la cortinilla que debería cerrarse para proteger el objetivo no lo hace. Con su mejor cara de circunstancias, mis amigos me comentan que, <i>casualmente</i>, en el último mes a varias personas con las que compartían viaje se les estropearon las cámaras por distintas razones. <br />
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Cuando empiezo a asumir que probablemente me haya quedado sin cámara, nos damos cuenta, maldita sea, de que la defensa de plástico de la moto se ha partido y le falta un trozo... que se habrá quedado en el lugar del accidente, treinta kilómetros atrás.<br />
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Parece que el día me va a salir caro.<br />
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<br />Unknownnoreply@blogger.com2