"Planes and trains and boats and buses characteristically evoke a common attitude of blue, unless you have a suitcase and a ticket and a passport and the cargo that they're carrying is you". (Tom Waits. Foreign Affair)

miércoles, 16 de mayo de 2012

He visto cosas que no creeríais...


(Las imágenes submarinas que aparecen en esta entrada no son mías –no tengo una cámara subacuática–, pero fueron tomadas exactamente en los mismos puntos por los que yo pasé y reflejan a la perfección, tanto en contenido como en perspectiva, lo que yo vi. Por esta razón, me ha parecido oportuno incluirlas aquí)

Pues muy bien, aquí estoy. Pulau Perhentian Kecil, Malasia. He salido de Kota Bharu a primera hora de la mañana en un autobús local que me ha llevado hasta el muelle de Kuala Besut. Desde allí he divisado a contraluz, a lo lejos, las siluetas cubiertas de jungla de las dos pequeñas islas Perhentians, Besar y Kecil. La travesía ha resultado incluso mejor de lo que imaginaba: una lancha rápida para doce personas y sus equipajes. Media hora de velocidad pura con el viento arañándome la cara. Con una mueca de suficiencia el capitán se aprovechaba del trampolín de las crestas del mar para hacer que el casco despegase de la superficie del agua durante un segundo de vértigo y después cayese a plomo, con un golpe seco que percutía inclemente contra mi esqueleto y me elevaba unos centímetros sobre el asiento. Mi sonrisa dejaba tras de sí una larga, deslumbrante estela de espuma blanca. 

El reparto de pasajeros entre las distintas playas de las dos islas me ha dejado solo en la lancha. El lugar que he elegido para alojarme, en el extremo noreste de Kecil, es el más remoto, alejado de las comodidades de los resorts, de las filas de sombrillas, de la juerga nocturna y de los turistas que se dejan reblandecer al sol sin hacer otra cosa que comer demasiado y dañarse el cerebro con un tocho de Paulo Coelho o de Barbara Cartland. A salvo de un asentamiento de pescadores en el sur de Kecil, no hay pueblos en las islas. Tampoco carreteras. La jungla reina en las Perhentians y sólo se detiene a unos pocos metros del mar, sin dejar apenas espacio para los bungalows más o menos confortables que alojan a los turistas, construcciones de madera levantadas en escuetas playas de arena tan blanca que parece sal depurada. Sólo hay dos modos de trasladarse de una playa a otra: atravesar la jungla empapado en sudor por angostos senderos abiertos entre la maleza o tomar un "taxi" acuático, una pequeña canoa a motor que te lleva donde tú le pidas.


El nombre de mi guesthouse es D' Lagoon y consiste en una serie de cabañas desperdigadas entre los árboles, alrededor de una pequeña cala sin apenas arena, cubierta de restos de coral. Tengo una habitación en una longhouse, una especie de barracón de madera con un pasillo a lo largo del cual se suceden los cuartos, bautizados con nombres de peces. "Butterfly Fish" es el que me ha tocado en suerte y desde su ventana podré ver el mar al despertarme cada mañana. El alojamiento es tan básico como esperaba: comparto la habitación con cucarachas, mosquitos, arañas y lagartijas y en el tejado vive un gecko que cada noche me arrullará con su canto de seis tonos. Las duchas son compartidas y el váter es un agujero en el suelo, como el de ciertos bares por los que todos hemos pasado alguna vez. Pero esto no es el "Ritz Garden Hotel" de Ipoh, así que no hay razón para quejarse. He estado en sitios parecidos en Laos y en Camboya. Dos veces más baratos, eso sí.

Tras dejar la mochila en el cuarto y darme una ducha salgo al exterior y me pregunto si estaré a la altura. Se supone que esta debería ser una de las cumbres del viaje y ya empiezo a notar un cierto desencanto. A primera vista no hay gran cosa que hacer aquí y por un instante temo que los días se me vayan a hacer demasiado largos. Ni siquiera hay cerveza, maldito sea Alá. Bueno, sí que hay, según me informa Omar, un francés cincuentón, descendiente de argelinos, que es la viva imagen de Ricardo Darín bronceado y que lleva aquí tres semanas, siempre sentado a la misma mesa de la terraza del "restaurante", leyendo un libro tras otro y dando conversación al resto de huéspedes.

"Pero se las tienes que comprar calientes, de diez en diez, y llevártelas a tu cuarto, como si las hubieses traído de otro sitio. Después calculas cuándo te las quieres tomar y las vas metiendo poco a poco en el frigorífico de la cocina. A mí me quedan unas cuantas. Si no quieres comprarte diez de golpe te vendo una o dos esta tarde, a eso de las siete, para que estén frías cuando termines de cenar. A precio de coste, ¿eh?".

Omar no tiene la menor intención de moverse de aquí en mucho tiempo, así que algo tendrá este sitio. Después de darme un chapuzón en el mar y comprobar aliviado que el agua, sin llegar a estar fría, no es ese jarabe tibio característico de todas las costas del sudeste asiático, me llevo a Mr. Nabokov y su Sebastian Knight a una de las tumbonas de madera dispuesto a leer un rato. Desde la tumbona de al lado una chica levanta la vista tras sus gafas de sol y me saluda sorprendida. Es Eszter ("nací en Hungría, me crié en Suecia, vivo en Londres"), diseñadora gráfica freelance, 28 años. La conocí tres días atrás en la guesthouse de Zeck, en Kota Bharu, donde intercambiamos unas cuantas frases y le presté mi adaptador universal para que pudiese recargar el móvil en el enchufe de su habitación. Lleva siete meses viajando por India, Nepal, Vietnam, Laos, Tailandia y Malasia. El azar ha hecho que nos volvamos a encontrar.

"Estaba a punto de ir a hacer un poco de snorkeling. Dicen que el arrecife de aquí es muy bueno. Pero no me gusta la idea de salir ahí sola. ¿Te apuntas?"

"¿Snorkeling? Eh... sí, sí... eh... claro, por qué no. ¿No hay mucho más que hacer aquí, verdad?"

Pero en mi cabeza, mientras alquilo las gafas, las aletas y el tubo en el puesto que hay junto al restaurante, empiezo a escuchar la voz clara y distinta –doblada al castellano, eso sí– de Robert Shaw diciendo: "Esos ojos sin vida, ojos negros, como de muñeca..."

Caminamos hasta la orilla, nos sentamos en una roca, escupimos en el cristal de las gafas, las aclaramos, encajamos en ellas la cara, nos calzamos las aletas, afianzamos la goma del tubo entre nuestros dientes y de un empujón empezamos a deslizarnos sobre la superficie del mar con la vista fija en el fondo. Al principio hay sólo arena y rocas ahí abajo. Y al frente un azul turquesa que se va haciendo más borroso, que se degrada hacia tonos más oscuros hasta disolverse en la inmensa penumbra del Mar de China. Un par de peces pequeños cruzan mi campo de visión mientras Robert Shaw, ahora acompañado de Richard Dreyfuss, canta: "Ya me marcho de aquí, bella dama española, adiós que me voy, oh preciosa mujeeeeer...".

Pero poco después, tras dejar atrás una enorme roca, el fondo se aleja de golpe seis metros y entro en otro planeta. Y es un planeta asombroso, tan asombroso que lanzo sin querer un "¡wow!" asordinado por las burbujas a través del tubo. Siento como si hubiese vuelto a nacer en un mundo nuevo donde todas las leyes físicas y todas las normas estéticas hubiesen sido abolidas o vueltas del revés. Vuelo. Vuelo sobre una ciudad de coral multicolor estructurada en terrazas y habitada por cientos, miles de seres de tamaños, formas y colores fuera del alcance de mi imaginación. No creo haber recibido una impresión tan fuerte desde que tenía seis años. El agua es tan clara, la visibilidad es tan absoluta, hay tanta información nueva arriba y abajo, a izquierda y a derecha, que dejo de mover las aletas y me limito a flotar, a acompasar la respiración y a mirar a mi alrededor. En todo momento estoy rodeado de peces, nunca hay menos de quince o veinte en un radio de unos palmos de distancia. Veo una formación de seis o siete needlefish que nadan a pocos centímetros de la superficie. Veo cómo Eszter se cruza con un elegante pez Napoleón, casi tan grande como ella. Veo cómo un gran pez loro azul y rojo y amarillo y violeta y verde y rosa desciende en picado hacia una roca de su gusto y escucho cómo la roe con sus dientes para obtener algo de alimento vegetal. Detecto entre los filamentos de una anémona los colores característicos –naranja, blanco, negro– de un pez payaso. Cojo aire, desciendo hasta tenerlo delante de las gafas y otros seis o siete peces payaso de distintos tamaños salen de la anémona a ver qué pasa. El más grande (medirá seis centímetros) se encara conmigo y me muestra su mejor mueca de pez malo mientras aletea enérgicamente para defender su territorio. Se me escapa una carcajada. Vuelvo a la superficie y Eszter me indica con un gesto que mire hacia abajo, a mi derecha: una raya planea sobre el fondo y la seguimos durante un rato. Supongo que se ha dado cuenta, porque acelera el ritmo, derrapa dejando tras de sí una nube de arena y nos pierde tras doblar un inmenso níscalo de coral.



Continúo sobrevolando valles y montañas, rodeo descomunales bolas de helado fosilizadas (de mora, de pistacho, de vainilla). Atravieso alucinado y en contradirección un banco de miles de peces diminutos que constantemente cambian de rumbo al unísono, como un solo ser hecho de agua y recubierto de escamas de plata, como un ejército que acata con un espasmo la orden dictada por un general mudo. Porque aquí sólo hay silencio y paz. Y lo que yo esperaba era un mundo violento, peces grandes a la caza de peces pequeños, reyertas submarinas por un trozo de comida. Pero no hay nada de eso. Al contrario, esta es la ciudad más civilizada que jamás haya visto. Si hay alguna pequeña disputa, se salda con un coletazo al agua que apenas altera la lentitud reinante, sin sangre ni contacto. El vencedor se lleva su trofeo y todo el mundo respeta el resultado. Cada especie sigue su camino educadamente, sin importunar al resto, como ese pez gris de ahí, ese tan largo, con la cabeza plana, ese...

Echo las manos hacia adelante para detenerme en seco.

Ojos sin vida, ojos negros, como de muñeca.

No es muy grande. Medirá algo más de un metro y nada pegado a las rocas de la costa, a unos seis metros de donde me encuentro. Su silueta inconfundible está hecha del material con el que se construyen las pesadillas. Al menos las mías. Y sin embargo, no se me acelera el pulso y –enorme sorpresa– no braceo a toda velocidad hacia la orilla para salir del mar, de la guesthouse, de las islas y del país. En lugar de eso giro la cabeza siguiendo sus movimientos, pausados e indiferentes, hasta que desaparece. Eszter, que se había alejado bastante de mi posición, regresa y me enseña su pulgar hacia arriba. Subimos y nos desprendemos del tubo.

"Me han dicho esos de ahí enfrente que hay algún tiburón por aquí. ¿Lo has visto?"

"Joder que sí lo he visto. Ahí mismo, pegado a esas rocas. Nunca creí que fuese capaz..."

A lo que sigue una explicación emocionada, casi infantil, de mi primer avistamiento. El segundo se producirá sólo unos minutos más tarde. Esta vez es más grande –bastante más grande que yo– y nada a poca distancia del fondo. Sospecho que me ha pasado por debajo sin que me diese cuenta y ahora se aleja hacia la oscuridad, así que decido seguirlo. Repito, porque yo mismo no me creo lo que estoy haciendo: decido seguirlo. Nado tras él, manteniendo una distancia a la que me siento seguro, unos cinco metros, hipnotizado por el movimiento oscilante de su cola. De pronto gira hacia la derecha y, por si acaso, me paro. Durante dos o tres segundos puedo verlo en toda su longitud y calculo que rondará los dos metros y medio. Después vuelve a girar hacia la izquierda y se aleja. Esta vez me quedo en mi sitio. Creo que ya he tenido bastante por hoy y quiero disfrutar un poco de esto que estoy sintiendo ahora mismo. Una especie de orgullo por haber superado una prueba que siempre consideré fuera de mi alcance, que ni siquiera estaba en mi agenda. Y, por encima de todo, la sensación de haber vivido durante un par de horas en un sueño de Lewis Carroll. Y es una sensación fantástica. Hoy me caigo muy bien.

Lo que aún no sé es que lo mejor está por llegar. 


Después de pelearnos durante un buen rato contra la corriente (nos hemos alejado bastante de la orilla) salimos del agua, nos duchamos y nos sentamos a jugar una partida de ajedrez en la rudimentaria mesa que hay instalada frente al mar mientras hacemos recuento de todo lo que hemos visto. Sobre la arena, uno de los muchos lagartos que hay en los alrededores se da un lento paseo vespertino. Eszter tiene bastante experiencia en el mundo del submarinismo, pero parece tan impresionada como yo. "Aquí ni siquiera hacen falta botellas ni reguladores de presión. Todo está ahí enfrente, la visibilidad es estupenda y no es necesario bajar mucho. Aunque es una pena que algunos corales estén tan estropeados". Si estos corales están estropeados, me pregunto cómo serán los buenos. Después de hacer un movimiento estúpido con mi reina, pierdo la partida y vamos a comer algo en el restaurante. Durante la cena consultamos el "libro de peces" que tienen en la guesthouse para tratar de poner nombre a todas las caras con las que nos hemos cruzado en nuestra salida. Como no hemos tenido bastante, decidimos apuntarnos al "snorkeling trip" que a la mañana siguiente nos llevará durante más de cuatro horas a cinco puntos distintos de las islas. Quiero estar lo más fresco posible, así que después de tomarme una de las cervezas de Omar, me voy a dormir.

 














Son las ocho y media de la mañana y estoy nervioso. Uno de los cinco lugares a los que vamos a ir se llama "shark point" y lo imagino atestado de tiburones. Y una cosa es seguir a un tiburón y otra estar rodeado de ellos por todos los flancos. Tras el desayuno, Eszter y yo, junto a tres chicas francesas, nos subimos a la motora que nos trasladará de un punto a otro. Después de lo que vimos el día anterior, un par de ellos nos resultan algo decepcionantes: los corales no son tan buenos y la cantidad y variedad de peces no es tan grande. El tercero es mucho mejor: allí por fin vuelvo a experimentar mis mejores sensaciones de novato y avisto mi tercer tiburón, de unos dos metros, al que Eszter y yo seguimos durante unos segundos. Poco después nos zambullimos con cierta aprensión en "shark point", pero para nuestra decepción –repito, decepción–, sólo encontramos un tiburón después de mucho rastrear de aquí para allá (esa misma tarde atravesaremos durante veinte minutos la jungla para llegar a "Adam & Eve's Beach", una playa desierta al norte de Kecil, y descubriremos que ese debería ser considerado el auténtico "shark point": no menos de cinco tiburones desfilarán ante nuestras gafas).

Pero el gran momento ha llegado a primera hora de la mañana, justo después de salir de D' Lagoon. Son las nueve y media y, a unos cien metros de la costa de Besar, nuestro capitán reduce al máximo la velocidad de la motora y fija la vista en el mar, en busca de algo. Durante cinco minutos todos hacemos lo propio, tratando de atravesar la superficie del agua con nuestros ojos, hasta que por fin recibimos la orden esperada:

"Todos al agua. Seguidla"

Me dejo caer al mar entre una nube de burbujas. Y cuando se disipan lo que veo es, simplemente, belleza en estado puro. Belleza total, sin mancha, belleza absoluta.

En el centro del escenario azul, a unos dos metros sobre el fondo, iluminada por el cañón de luz del sol, una enorme tortuga marina vuela en silencio frente al anfiteatro flotante que entre los cinco hemos formado. Durante media hora la seguimos  respetando una distancia que no la inquiete, que no la obligue a abandonar esa lentitud con la que sus poderosas alas acarician el agua para darse impulso. Esas alas que parecen querer marcar el ritmo del mundo, batutas que nos dicen lento, largo,larghissimo. Sube... y baja... y sube... y baja... y vuelve a subir con un suave golpe de aletas, planea, se deja ir. Nadamos a cinco fotogramas por segundo mientras la vemos dirigir su caparazón hacia la luz, mover sin esfuerzo el inmenso peso de su cuerpo, que se eleva ingrávido hasta que la gran cabeza asoma a la superficie –y las nuestras con ella, mirándola ahora desde nuestro lado del mundo–, consigue una buena ración de aire y vuelve a sumergirse. Ahora vuela aún más despacio, a unos tres metros bajo nuestras aletas. Aguanto la respiración y desciendo a su altura. Durante unos segundos somos sólo ella y yo, compartiendo vuelo. Y me siento pequeño a su lado, me siento muy pequeño cuando gira levemente su cabeza hacia la derecha y su gran ojo se fija en mí por un instante, sólo un instante infinito antes de mirar de nuevo al frente y avanzar hacia la oscuridad y perderse en su mundo lento y dejarme atrás para siempre. Pequeño, más pequeño que nunca.

Yo no he visto atacar naves en llamas más allá de Orión. Tampoco he visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tanhäusser. Pero he volado bajo el agua junto a una tortuga gigante. Y aunque ese y todos los momentos de mi vida se perderán algún día como lágrimas en la lluvia, el viaje, todos los viajes, habrán valido la pena.

6 comentarios:

  1. Cuando se marchó, Ripley era un grumete. Sin embargo parece que va a volver hecho todo un hombre, un perfecto lobo de mar. Lo cual, teniendo en cuenta sus orígenes de niñato de secano que jugaba al tenis, no está nada mal.

    No obstante le recuerdo que el Cantábrico es un mar bravo. Esto no es como chapotear en esa especie de charca llena de peces de colores de la que nos habla, y con la que nos pretende engatusar. Así que, si en algún momento pretende volver a navegar por estas aguas, y mantiene el interés en enrolarse en nuestra tripulación, va a necesitar sus cuatro miembros íntegros. Enteritos.

    Hombre. En su caso, si tenemos que prescindir de alguno, sería preferible que fuera una pierna. Siempre podría traerse un trozo de caoba, ébano o palorrosa para que un buen carpintero le hiciera un apaño. Una preciosa pata de palo. Igual que la de Long John Silver.

    De modo que si se ve en el trance de tener que servir de almuerzo a un escualo ofrézcale primero un pinrel, a ver si con eso le basta. Después de sus meses de correrías semidescalzo por el trópico, además, seguro que lo encuentra exquisito.

    Dese por abrazado, grumete.

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  2. En adelante trataremos de compatibilizar la vida submarina con el reves a una mano, si tal cosa es posible. Mis miembros presentan un buen aspecto, no se preocupe, aunque con tanto snorkeling me he quemado la espalda (por novato, por tonto) y me estoy despellejando como un vulgar reptil. Por el momento los tiburones no me encuentran apetecible,pero los mosquitos siguen enamorados de mi. Abrazos (y perdon por la falta de acentos, estoy en un cibercafe con teclado malayo y no se como se ponen)

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  3. Prométeme que no vas a dejar de escribir. Prométemelo otra vez.

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  4. No es que sea muy bueno prometiendo, pero ya que me lo pides así... Gracias otra vez.

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  5. Estoy con Izas, yo también quiero esa promesa.

    Millones de besos desde el sur de esta parte de aquí, de donde dan ganas de huír a esa parte de allá porque el agua es de color marrón chocolate y los turistas de color rosa no tienen ningún pudor en mostrar sus flotadores de carne al sol.
    He navegado un par de veces con los pececillos y he sentido esa calma que hasta te asusta... pero creo que nada comparado con lo que narras.
    Otros mil besos.
    A.

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    1. Promesas, promesas... Vaaaale.

      Gracias, hermana. La verdad es que nadie debería perderse esto. Más millones de besos.

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