"Planes and trains and boats and buses characteristically evoke a common attitude of blue, unless you have a suitcase and a ticket and a passport and the cargo that they're carrying is you". (Tom Waits. Foreign Affair)

miércoles, 28 de marzo de 2012

Phnom Penh, je t'aime


Phnom Penh es una de esas ciudades. No resulta fácil de explicar. Es algo que se tiene o no se tiene. Y Phnom Penh lo tiene y lo tiene a espuertas. El comienzo no es fácil. Pasar de la quietud casi catatónica del sur de Laos al estruendo de una ciudad de dos millones de habitantes requiere un cierto esfuerzo mental y físico. De acuerdo, Phnom Penh no es Bangkok, pero el ruido y la polución desbocada y el tráfico sin ley están ahí, y mis oídos, adormecidos aún por el silencio analgésico del Mekong, reciben una dolorosa descarga de decibelios en cuanto me bajo del autobús y cinco, diez, quince conductores de tuk tuk se arremolinan en torno a mí para lanzarme a gritos sus ofertas, sus medias verdades, sus precios abusivos.

"Tuk tuk, sir? Where are you going today, sir? Killing fields, sir? Shooting ranges, sir?"


No hay más remedio que volver al ritual del regateo, siempre con la sonrisa en la cara, olvidar los cálculos en kips y acostumbrarse lo antes posible a la doble moneda que funciona aquí: dólares americanos y riels. Un dólar son cuatro mil riels. Y no hay centavos, sólo papel: un dólar cincuenta es un dólar y dos mil riels y así sucesivamente. En el trayecto hacia la guesthouse el omnipresente aroma a combustible quemado se mezcla con otro todavía sin identificar, algo así como un olor a ropa mal lavada puesta a secar en un cordel sucio junto a una fuente de melocotones en camino hacia el rigor mortis.

"Tuk tuk, sir? Where are you going today, sir? Killing fields, sir? Shooting ranges, sir?"

Después de encontrar habitación llega mi momento favorito en cualquier viaje: una ducha, ropa limpia y, ahí abajo, un misterio por resolver, una ciudad sin desprecintar que me espera para perderme entre sus edificios e ir completando despacio, pieza a pieza, el puzzle de sus calles. En este caso la pesquisa debería resultar sencilla: Phnom Penh se ordena en una cuadrícula de calles numeradas: las pares van de este a oeste; las impares, de norte a sur. Sin embargo, pronto descubro que a la calle 172 sigue la 178 y a saber dónde se habrá metido la 174. 

"Tuk tuk, sir? Where are you going today, sir? Killing fields, sir? Shooting ranges, sir?"


El agua no es sólo un magnífico conductor de la electricidad. También atrae con fuerza el metal, y esta es una constante que se da del mismo modo en el norte y en el sur y en el este y en el oeste del mundo y podríamos enunciarla como la cuarta ley de la termodinámica. A orillas del río Tonlé Sap se agrupan, siguiendo esta máxima, los hoteles más lujosos, los bares para extranjeros, el pub de Paddy, el restaurant La croisette, La cantina mexicana e incluso la tapería Pacharán, abierta en una gran mansión de tres pisos. A la altura de la calle 104 el paseo del río se puebla de occidentales sesentones, tipos zafios provistos de gran barriga y mirada turbia que van a la caza de tallas pequeñas en las que calzar sin holguras sus minúsculos penes. Sin embargo, algo más abajo, entre un vídeo-club y una perfumería de marca, descubro un indicio esperanzador, algo así como la poderosa raíz de un roble que ha conseguido quebrar el cemento que le han echado encima y asomarse, aun con cierta timidez, a la superficie que le fue arrebatada: una vieja tienda de ataúdes.


 "Tuk tuk, sir? Where are you going today, sir? Killing fields, sir? Shooting ranges, sir?"

Compruebo aliviado que los asentamientos extranjeros constituyen tan sólo la corteza que recubre la carnosa pulpa de la ciudad. Basta con cruzar hacia el oeste Norodom Boulevard para descubrir que Phnom Penh está viva y en plena forma, que este lugar tiene alma y que será largo y costoso afeitarle las uñas. Al contrario que en Bangkok y que en la mayoría de las ciudades del sudeste asiático, las calles son estrechas y disponen de aceras de verdad, aceras que invitan al paseo lento, a curiosear en las tiendas de máquinas de coser, en los talleres de motos, en las imprentas, a perderse bajo la cúpula del mercado central, mezclarse con la gente de la ciudad y sentarse a disfrutar de un plato de fideos en uno de sus atestados puestos de comida.

"Tuk tuk, sir? Where are you going today, sir? Killing fields, sir? Shooting ranges, sir?"

El calor, una vez más, es insoportable. Me siento en una terraza a la sombra de la calle 139 y pido una Angkor Beer helada, respetando el lema que aparece escrito en sus etiquetas: "my country, my beer". La mesa es muy grande y pronto dos lugareños me piden permiso para sentarse junto a mí. Ambos hablan inglés y uno de ellos, que se presenta como Ek Phanich, funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación Internacional, incluso me lanza un "¿Cómo está?" con un sorprendente acento cubano. Según me explica, pasó tres años destinado en Cuba y tuvo una novia cubana con la que sólo hablaba en español. No, no llegó a conocer a Castro, ja ja, qué cosas tienes. Otros amigos se van sentando alrededor de la mesa y la conversación bascula entre los temas habituales: chicas (prefieren las occidentales), fútbol (lo que de verdad les va son las apuestas), viajes (a Ek le gustaría viajar por libre, como yo, pero está casado, qué se le va a hacer), el coste de la vida en Camboya (Phnom Penh es más barato que Siem Reap) y mi primera experiencia con el durian.


Varias personas en San Sebastián me habían advertido de su pestilencia, de que hay que echarle valor para meterse su carne en la boca. Muchos hoteles en el sudeste asiático prohíben la entrada a quienes se les haya ocurrido comprar uno. Incluso ahora, en esta terraza de la 139, uno de los contertulios camboyanos afirma odiarlo con toda su alma. Pero tenemos enfrente un puesto de durians y su propietaria no deja de sonreírme tentándome a probar suerte. La mujer no habla inglés, así que Lim, el más joven de mis nuevos amigos, le pide que me abra uno pequeño, de alrededor de un kilo. Con la mano envuelta en una bolsa de plástico agarro uno de los seis "embriones" que se ocultan bajo su espinosa corteza y comienzo a chuparlo, porque la pulpa que rodea cada uno de los tres o cuatro huesos que se ocultan en cada pieza tiene una consistencia cremosa, distinta a cualquier otra cosa que haya podido probar. Su sabor es muy dulce y decido que me gusta. ¿Y el olor? Ropa mal lavada puesta a secar en un cordel sucio junto a una fuente de melocotones en camino hacia el rigor mortis. Phnom Penh huele a durian y por eso no recibo el puñetazo que esperaba.



"Tuk tuk, sir? Where are you going today, sir? Killing fields, sir? Shooting ranges, sir?"

Pues no. No voy a ir a los Killing fields ni mucho menos a los Shooting ranges. Vi la estupenda película de Roland Joffé en el cine Príncipe de Viana de Pamplona cuando se estrenó, hace casi treinta años. Vi conmocionado hace unos tres años en el Festival de San Sebastián el documental S21: La machine de mort Khmère Rouge, en el que el pintor Vann Nath, uno de los pocos supervivientes de la prisión denominada S21, se reencontraba mucho tiempo después con sus torturadores en el mismo lugar donde ocurrieron los hechos. Los campos asesinos donde tantos camboyanos fueron conducidos para realizar trabajos forzados y finalmente ser ejecutados son ahora propiedad de una empresa privada empeñada en sacar partido económico del dolor de un pueblo que fue aniquilado casi en su cuarta parte en los años setenta por las huestes de Pol Pot. Leo que al propio Vann Nath –que hoy es el propietario de un famoso restaurante de la ciudad donde es posible ver sus pinturas– no le hace ninguna gracia que el lugar se haya convertido en una atracción turística más. Y qué puedo decir de los shooting ranges, los campos de tiro –uno de los cuales, en un bestial ejercicio de cinismo, está habilitado junto a los Killing fields– en los que es posible, a cambio de unos billetes, disparar un AK-47 o jugar con un lanzagranadas...

No, no voy a ir. Donde sí voy a ir es al Equinox, un bar fantástico en el sur de la ciudad, donde toca una banda de superhéroes del funk llamada –como no podía ser de otra forma– Durian. Allí conoceré a Jo –cuarenta y tantos, inglesa y profesora de inglés que lleva muchos años trabajando en distintos países del sudeste asiático–,  que me presentará a varios de sus colegas y me enseñará cómo viven los expats de Phnom Penh. Tremendas versiones de Sam & Dave, Aretha Franklin, Curtis Mayfield, Otis Redding, Jamiroquai e incluso Rage Against the Machine se irán sucediendo mientras bailamos y sudamos y  bebemos –y sí, también fumamos– y de pronto me doy cuenta de que me estoy enganchando a esta ciudad descabellada, contradictoria y apasionante de la que me va a costar mucho salir.

jueves, 22 de marzo de 2012

El placer de viajar (Reloaded)


Frontera entre Laos y Camboya. Once de la mañana.

"Lo siento, pero no puede usté subirse a la minivan que va a Kratie" (léase en inglés khmer)

"¿Perdón?"

"Me ha oído usté perfectamente"

"Pero tengo el mismo billete que esas otras diez personas que sí se están subiendo"

"Ahí se equivoca, amigo"

"¿No es el mismo billete?"

"Por supuesto que lo es. Pero fíjese atentamente: lo que tiene usté ante sus ojos no son diez personas"

"¿No?"

"Pues claro que no. Son cinco parejas, ¿no se da cuenta, pollo? La minivan sólo tiene diez plazas y usté es el único que viaja solo. No pretenderá que destruya así como así, al azar, una de esas cinco felices uniones, que en nombre de una autoridad que nadie me ha concedido les impida mirar por la ventanilla con las manitas entrelazadas y suspirar al unísono frente a la singularidad camboyana, que separe sus destinos y siembre en sus almas el desasosiego ante la posibilidad de no volverse a ver nunca más... Desasosiego más que justificado, por otra parte, porque no sabe usté cómo es la carreterita que les espera"

"¿Y qué hago? ¿No es este el único vehículo que irá a Kratie en todo el día?"

"Me gustaría afirmar que está usté equivocado en este particular. Pero no lo está. Le felicito: tiene usté unas fuentes de información de todo punto fidedignas"

"¿Entonces?"

"Entonces corra bajo este sol del infierno hasta aquel autobús que se ve allá a lo lejos, el que está a puntito de salir, y pídales por favor que le dejen subir, a ver si cuela"

"Pero ese autobús va a Phnom Penh directamente"

"Kratie les pilla de camino. A lo mejor le acercan. Hala, a correr. Buena suerte, compañero".

Me he levantado de la cama a las seis sin apenas haber pegado ojo en toda la noche por culpa del estruendo que una monstruosa tormenta de siete horas provocaba al lanzar toneladas de agua contra el techo de hojalata de mi bungalow, que sonaba como tres mil percusionistas zydeco dejándose la vida contra sus washboards. Tras salir de Don Det en canoa ha habido que esperar dos horas al sol a que el autobús a la frontera decidiese abandonar su escondrijo y otras dos a que todo el mundo recuperase su correspondiente pasaporte después de pagar el visado y contribuir a la extra de primavera de los funcionarios de ambos lados de la raya. Y ahora, cuando llego de milagro al autobús que está a puntito de salir... no queda sitio.

"Pero no se preocupe usté, buenhombre, que algo ya apañaremos".



Algo es un banquito de plástico rojo plantado en mitad del pasillo del autobús. Viajaré sentado en él, con el mentón apoyado en las rodillas, durante dos horas de saltos, revolcones, acelerones y frenazos sobre una carretera que, a juzgar por el tamaño de los cráteres del asfalto, parece recién bombardeada. No soy el único: las plazas oficiales se habían agotado hace rato y el pasillo también está superpoblado. Quienes van hasta Phnom Penh tendrán que pasar once horas sobre su banquito rojo. Está claro que la decisión de partir el viaje a la capital en dos jornadas y hacer noche en Kratie ha sido todo un acierto.

Además, tengo suerte: el camboyano que iba sentado junto a mí se baja del autobús a mitad de camino hacia Kratie y me ofrece su sitio. Así puedo disfrutar cómodamente y en primera fila de un espectáculo fuera de cartel: el conductor cede su puesto durante un rato a un amiguete suyo que hasta ahora se había limitado a viajar de pie junto a él y darle conversación. Un par de kilómetros bastan para deducir que el amiguete en cuestión no ha conducido un autobús en su vida. Pero le hace ilusión y, después de todo, para eso están los amigos, ¿no? Cuando estamos a punto de estamparnos de frente contra un camión cargado de sacos hasta los topes el conductor titular da por finalizado el experimento y, entre carcajadas, obliga a su colega a parar en el arcén y a devolverle el volante.

En fin, a partir de ahora a lo mejor puedo dormir un rato...






domingo, 18 de marzo de 2012

Hoy


Hoy me gustaría llevar abrigo. Hoy, cuando hace más de siete semanas que camino medio descalzo por el mundo, querría tener a mano unos calcetines y unas botas de piel. Hoy me envolvería con gusto en una bufanda y saldría a comprar castañas. Hoy necesito sentir un frío insoportable y resguardarme en un café de Varsovia, calentarme frente a un fuego de leña en el Pirineo, cruzar a toda prisa el Urumea mientras el viento me escupe aristas de hielo a la cara, buscar refugio de la intemperie helada en un cine del East Village, vagar sin rumbo bajo el cielo frío de Madrid, entrar tiritando en casa, en Pamplona, y que huela a café y pan tostado. Porque hoy mi cabaña es un horno crematorio, hoy el Mekong es una sopa de pescado, hoy todas las sombras queman, hoy el aire es un gas innoble, hoy tengo demasiada carne, hoy me sobra toda la piel.

Hoy soñaré con Laponia.

jueves, 15 de marzo de 2012

Le Horla en la Hamaca


Para obtener el máximo beneficio es preciso madrugar. Pero en este caso no hay necesidad de despertador. Bastará con abandonar la cama cuando los gallos irrumpan sin permiso en el último sueño. Serán entonces las seis o las seis y media de la mañana  y hará ya un buen rato que el sol tuesta inclemente el otro lado de la isla, el de levante. Aquí, en poniente, todavía es fácil respirar y una brisa débil peina la superficie del río, apenas alterada por las canoas de los pescadores y de los guías que conducen a algunos farangs a ver los escondidizos delfines de agua dulce. Valoro mis opciones desde la terraza del bungalow, mientras la luz reflejada en el agua se abre paso entre mis párpados, todavía hinchados. No me ducharé. Vuelvo al interior, me calzo el traje de baño, camino unos metros hacia el norte y me zambullo en el río. Unas cuantas brazadas me colocan en el centro del Mekong y durante un buen rato me limito a flotar y a escuchar el silencio. Llevo ya dos días en Don Det, una de las "4.000 islas" en las que Laos se descompone antes de convertirse en Camboya. El norte de la isla ha vendido su alma a la marihuana y a la misma calaña de turistas veinteañeros que en el Mediterráneo saltan de los balcones para dejarse los dientes en el borde de una piscina (desafortunadamente, aquí no hay suficiente altura). Las guesthouses se amontonan allí entre restaurantes de comida mala, bares con televisión, "agencias de viajes" y locales de internet, y por la noche las "calles" de esta inconsistente metrópoli rural se pueblan de zombis que rebotan de una fachada a otra con una botella de cerveza caliente en la mano sin saber si esto es Don Det o Vang Vieng o la Costa del Sol.


 Por suerte sólo la punta de la isla está gangrenada, aunque sospecho que es cuestión de tiempo que la infección se propague. Uno o dos kilómetros más abajo el ruido empieza a desvanecerse y, después de dejar atrás algún que otro asentamiento neohippie en los que huele intensamente a pescado viejo, aún es posible vivir la genuina lentitud laosiana, cruzarse con bueyes de agua, comer un buen laap o, simplemente no hacer nada en absoluto. Yo dedicaré el resto de la mañana a mecerme en la hamaca mientras monsieur Maupassant y yo nos vamos conociendo mejor. Comeré algo ligero y quizá escriba un poco o vuelva a darme un chapuzón por la tarde, o tal vez me anime, yo también, a subirme a una canoa e ir en busca de los delfines. Y después, al final del día, el sol de las seis se despedirá con su mejor truco de alquimia y convertirá el Mekong en plata. Y yo estaré allí, en mi terraza, para contemplarlo. Camboya puede esperar.


viernes, 9 de marzo de 2012

Agua. Sangre. Tierra. Fuego (y IV)


Fuego

Entramos en Pakse en hora punta, lo que supone mucho más tráfico del habitual, pero nunca atascos: cuando los coches y las furgonetas encuentran que su carril está demasiado lleno, se pasan al de al lado y circulan en dirección contraria sin el menor cargo de conciencia y pobre de aquel que no se aparte, especialmente si va en moto, ese vehículo paria. Sin darle muchas vueltas nos alojamos en una guesthouse con un agradable jardín asomado al río a la que había echado el ojo días atrás y por fin podemos darnos una ducha y quitarnos de encima los kilos de polvo que llevamos encima. Una vez limpios y frescos, Cedric saca de su mochila su kit de limpieza y, sentados frente a una mesa en el jardín, tratamos de hacerle el boca a boca a mi cámara: conseguimos que la cortinilla se cierre, pero el zoom se atasca cuando trato de utilizar el teleobjetivo y hay que obligarlo a replegarse a mano. Supongo que en el futuro tomaré todas mis fotos con gran angular... y que en un momento u otro el aparato morirá del todo. De momento lo dejamos convalecer de sus heridas.

Ya en frío, noto que tengo la muñeca bastante dolorida (imposible abrir un tarro de aceitunas con ella, pero en fin, tampoco hay tarros de aceitunas a la vista) y Manouane insiste en lavar mi ropa marrón mientras recorro la ciudad en busca de un taller en el que me den un presupuesto para la reparación de mi moto: he leído demasiadas historias sobre los precios exorbitantes que las tiendas de alquiler de motos hacen pagar a los farangs por mucho menos de lo que le ha pasado a la mía y quiero saber en qué cifras me muevo para tener algo con lo que defenderme en el peor de los casos. Un tipo que parece de confianza me da la respuesta que busco: la broma me costaría aproximadamente una semana de alojamiento en Laos. La broma no tiene gracia, pero es bastante menos de lo que esperaba.

Armado con mi sonrisa de los días de fiesta me presento ante la tienda de Miss Noy, la chica que me alquiló la moto cinco días atrás, y le comento que, en fin, sin más, he tenido un pequeño, un diminuto, un microscópico nanoaccidente, pero que, mire usted qué mala suerte, la defensa se ha partido. Miss Noy da un par de vueltas alrededor de la moto, se agacha, examina de cerca el roto y me mira desde ahí abajo muy seria, hasta que consigue que mi sonrisa resbale por mi cara y se estampe contra el suelo. Y en ese momento, cuando me tiene justo donde quería, se echa a reír a carcajadas mientras me dice con el poco inglés que maneja:

"Already broken! Moto already broken!"

Pues sí, la defensa ya estaba rota cuando me la alquiló y yo no he tenido nada que ver. En el hecho de ser uno de los cinco tipos más despistados del mundo supongo que sí he tenido que ver.

"You think your fault? Hahahaha! You think your fault!"

Amo a esta mujer. Libero la tensión con mi propia carcajada, recupero mi pasaporte y vuelvo a la guesthouse impaciente por contar a mis amigos lo que acaba de ocurrir y por invitarles a comer donde les dé la gana. Comemos estupendamente en un restaurante indio al que ya han ido un par de veces y, después de un paseo junto al río y un rato de descanso, propongo subir al bar de la azotea del Hotel Pakse a tomar una cerveza mientras vemos la puesta de sol... que resultará ser la más inolvidable de nuestras vidas.

La secuencia se desarrolla como sigue: entramos en el hotel Pakse, subimos en el ascensor hasta el sexto piso, llegamos a la azotea después de un pequeño tramo de escaleras, curioseamos por la terraza, miramos al norte y al sur y al este y al oeste, nos maravillamos con el paisaje, elegimos una mesa bien situada, nos traen la carta de bebidas, la estudio y cuando levanto la vista compruebo que Cedric y Manouane miran extrañados algo que está ocurriendo a mi espalda.

Cuando me giro veo una densa, enorme columna de humo negro subiendo hacia el cielo desde la azotea de un edificio que está a dos manzanas de donde nos encontramos. La columna de humo deja entrever en su base unas pequeñas llamas que en pocos minutos se convierten en un fuego voraz que envuelve por completo el edificio. Para entonces toda la azotea del hotel ha dejado de hacer lo que estuviese haciendo y clientes, camareros y cocineros miramos impotentes el desastre. De pronto vemos que hay un hombre en lo alto del bloque en llamas tratando de apagar el incendio... con un barreño de agua. Sin duda su perspectiva no le permite ver que todo el edificio está ardiendo y los gritos que lanzamos desde nuestro puesto se los lleva el viento. Finalmente se da cuenta de que el monstruo es demasiado poderoso y no tiene más remedio que jugarse la vida y saltar a una terraza del edificio contiguo. Milagrosamente, consigue asirse a la barandilla y salvar la piel. Entretanto, el sol se pone sin que nadie le haga el menor caso.


Una hora después del comienzo del incendio las llamas siguen creciendo y han alcanzado al edificio de al lado. La catástrofe es demasiado grande para un país como este: sólo hay un par de pequeños y destartalados coches de bomberos con cuatro mangueras que descargan el poco caudal que tienen dentro en pocos segundos y después vuelven por donde vinieron a buscar más agua peleándose con el caos de tráfico y curiosos que se ha desatado ahí abajo, porque nadie ha acordonado la zona ni despejado las calles adyacentes ni establecido ninguna distancia de seguridad. La estructura de los viejos edificios es de madera y el fuego se da un festín que sólo terminará muchas horas después, cuando ya no le quede nada que quemar. De golpe los tres nos damos cuenta de lo que significa vivir en Europa. Y de lo que significa no vivir en ella.

Bajamos de la azotea cuando todo parece haber terminado y echamos un vistazo al desastre desde abajo: mucha gente lo ha perdido todo hoy. Recuerdo haber pasado por esa misma calle días atrás y haber visto una barbería al viejo estilo y haber pensado en ir a cortarme el pelo allí a la vuelta del viaje en moto. Compruebo que ya no podré hacerlo, sólo quedan sus cenizas.

Es nuestra última noche juntos y decidimos ir a cenar algo en una terraza, unas calles más arriba. Después de la tensión llegan las bromas, claro: ¿dónde estabais el 11-S?, ¿pasasteis por Japón el año pasado?... Por supuesto, niegan todos los cargos que les imputo y rechazan la etiqueta de "pareja catástrofe"... pero justo en ese momento, a tres metros de nuestras narices, una moto atropella a una cría que iba en bicicleta. Toda la terraza se levanta para ayudarla, pero por suerte la moto no iba muy deprisa y la niña puede irse en su bici con poco más que un buen susto.

Ya no sé qué decir. Pienso en maniatarlos y llevármelos a la guesthouse y encerrarlos con llave antes de que acaben con todo el país... pero entonces desde algún lugar llegan los ladridos desesperados de un perro. Manouane se levanta a toda velocidad y comprueba que es un cachorro que está a punto de desnucarse tratando de sacar su cabeza de entre los barrotes en los que ha quedado atrapada. Finalmente consigue liberarlo. Supongo que cree que con eso compensará todo el mal que este foco de destrucción en forma de pareja belga feliz ha causado en las últimas cuarenta y ocho horas, en las que he protagonizado, presenciado u oído hablar de más accidentes que en todo el año pasado.

A la mañana siguiente, temprano, nos abrazamos, nos besamos y nos decimos hasta pronto (es probable que nos volvamos a cruzar en el camino). Ellos van directos hacia "las 4.000 islas", junto a la frontera de Camboya. Yo me quedo en Pakse y todavía haré un par de paradas antes de bajar hasta allí. Y espero de corazón, y así se lo ruego a los dos, por lo que más quieran, que cuando ese momento llegue la zona no haya sido rebautizada como "las 3.900 islas".



jueves, 8 de marzo de 2012

Agua. Sangre. Tierra. Fuego (III)


Tierra
(y un poco más de sangre)

Tras un par de horas de reposo horizontal –que no de sueño, porque los gallos, los cerdos, los geckos, los perros y los gatos del pueblo mantienen en ese momento del día fascinantes conversaciones interespecies– me reúno con Cedric y Manouane para desayunar y decidimos seguir viaje juntos hacia Paksong, en el mismo núcleo de la meseta de Bolaven. Sienta bien volver a la moto y comprobar cómo poco a poco, con suavidad, la carretera va ascendiendo, el paisaje se reverdece y la temperatura se vuelve algo más fresca, incluso nos caen unas cuantas gotas. Paksong no nos dice gran cosa; esperábamos un pueblo y tan sólo consiste en varios kilómetros de casas dispersas a pie de la carretera general (según leemos, la Paksong original desapareció bajo las bombas de la guerra de Indochina). De todos modos, paramos un rato en un pequeño bar a degustar el famoso café de la zona y decidir cuál será el próximo paso a seguir. Como las pensiones que hemos visto desde la moto no nos resultan demasiado atractivas, iremos todavía más allá, hasta Ban Nong Luang, donde intentaremos encontrar alojamiento en alguna casa particular antes de que caiga el sol.

Para llegar hasta allí hay que dejar el asfalto y mancharse de tierra, esa tierra omnipresente en Laos que recuerdo de un rojo profundo en el norte y que aquí es algo más clara, esa tierra que lo recubre todo, los coches y las motos y las pequeñas tiendas con sus artículos en exposición, borrosos bajo una pegajosa película de polvo parduzco que los vuelve indistinguibles los unos de los otros. También la gente, vestida con esas ropas de un marrón continuo, y los niños que juegan albardados en tierra. Y tierra es lo que encontramos: el camino hasta Ban Nong Luang nos obliga a participar durante más de media hora en un pequeño París-Dakar sobre una pista plagada de socavones, trampas de arena, piedras de todos los tamaños y camionetas que al adelantarnos nos permiten masticar –literalmente– el auténtico sabor del país.


En Ban Nong Luang hay apenas cuatro o cinco casas rodeadas de cafetales. Nadie habla inglés, pero cuando decimos "homestay" nos señalan con el dedo el lugar donde podrán darnos cama y comida, una casita con un patio trasero en el que vemos extendidos miles de granos de café secándose al sol. La propietaria es una risueña anciana que masca tabaco y se mueve con la agilidad de alguien veinte años más joven. A través de gestos nos indica que la sigamos a la parte de arriba, que resulta ser un enorme "desván" donde nos preparan un par de colchones convenientemente rodeados de sendas mosquiteras de color rosa. Un rato más tarde nos sirven la cena sobre unas alfombras: arroz, ensalada, algo de carne que Manouane no toca y una enorme sandía troceada que Manouane se zampa casi en su totalidad. Hablamos mucho, de nuestras vidas, de nuestros planes, de nuestras dudas, de qué rayos vamos a hacer cuando volvamos a Europa, hasta que poco a poco el sueño nos vence y nos decimos buenas noches a través de las mosquiteras.



Cuando amanece hace bastante frío y la única ducha de la que disponen en la casa está en el exterior y es un depósito de agua helada en el que flota un cubo de plástico, así que renunciamos a la higiene en favor de la salud y después de desayunar los dos huevos fritos, el pan tostado y el café que nos sirve una de las hijas de nuestra anfitriona y de pagar y dar las gracias por todas las atenciones recibidas, volvemos a las motos. Nuestra intención es regresar a Pakse con una pequeña parada en la cascada de Tat Fan, una de las más altas del país. Para ello debemos volver a la carretera de tierra, que hoy parece más corta y sencilla que ayer hasta que...

c r a s h

No sé cómo ha ocurrido, pero estoy en el suelo. Quizá mi rueda trasera ha patinado sobre una roca o tal vez sea la delantera la que se ha atascado en un charco de arena, la secuencia ha sido demasiado rápida como para saberlo con certeza. La cuestión es que ahora soy alguien totalmente marrón, lo que quizá explica por qué mis amigos, que iban por delante, tardan un rato en pararse: supongo que no me ven por el retrovisor, confundido con la tierra desde la que ofendo gravemente a todas las divinidades de todas las religiones conocidas. Cuando me incorporo compruebo que estoy más o menos entero (a excepción de un golpe en el muslo izquierdo, un par de rasguños en la rodilla y el tobillo izquierdos y algo de dolor en la muñeca izquierda) y que la moto sigue funcionando. Cedric y Manou vienen en mi busca y, tras las preguntas de rigor y de asegurarse de que estoy bien, con su mejor cara de circunstancias me comentan que, casualmente, hace un par de semanas alguien con quien compartían viaje también tuvo un pequeño accidente de moto.

Al revisarme de arriba abajo se dan cuenta de que el estuche de mi cámara –que, estúpido de mí, llevaba colgando del cinturón– está medio abierto. Al abrirlo del todo comprobamos que ha entrado bastante tierra y que la cosa no pinta bien. Como ellos también están bastante marrones nos limitamos a sacar la cámara del estuche, quitarle superficialmente el polvo y meterla en un lugar seguro dentro de la mochila. Reanudamos la marcha y al parar frente a la cascada de Tat Fan nos lavamos en un baño público (en mi caso sólo consigo rascar la superficie del glaseado marrón que me recubre) y por fin confirmamos que, aunque la cámara se enciende, el zoom no funciona y la cortinilla que debería cerrarse para proteger el objetivo no lo hace. Con su mejor cara de circunstancias, mis amigos me comentan que, casualmente, en el último mes a varias personas con las que compartían viaje se les estropearon las cámaras por distintas razones. 

Cuando empiezo a asumir que probablemente me haya quedado sin cámara, nos damos cuenta, maldita sea, de que la defensa de plástico de la moto se ha partido y le falta un trozo... que se habrá quedado en el lugar del accidente, treinta kilómetros atrás.

Parece que el día me va a salir caro.



miércoles, 7 de marzo de 2012

Agua. Sangre. Tierra. Fuego (II)


Sangre

A las seis de la tarde, Cedric, Manouane y yo y unos quince farangs más, llegados de todos los confines del planeta, esperamos frente al centro de información de Tat Lo, porque al parecer no podemos ir por libre a Ban Kiang Tanglae, el poblado donde se celebrará la fiesta previa a la matanza. Nos dan tres razones: una, el camino es complicado y resulta fácil perderse en el bosque, especialmente de noche; dos, se han dado casos de robos a extranjeros; tres, el dinero que pagamos por los dos guías que nos conducirán hasta allí irá a parar a la comunidad. Este tercer argumento es el único que nos convence, porque varios de nosotros hemos llegado al poblado la mañana anterior sin problemas y ninguno de sus amigables habitantes parecía sentir el menor interés por nuestros kips. Por otra parte, pronto descubriremos que nuestros guías tienen cierta tendencia a guiarnos desde la parte de atrás de la fila india a la que obliga el estrecho sendero hacia el pueblo, pero en fin, entre todos y nuestras linternas conseguiremos llegar sin mayores contratiempos en unos veinte minutos.

Una vez en Ban Kiang Tanglae, el primer acto del programa consiste en que todos nos sentemos en semicírculo sobre unas alfombras dispuestas en la parte de arriba de una de las casas del pueblo, donde nos sirven un chupito de lao lao (el potente aguardiente de arroz de fabricación casera que conozco bien gracias a un funeral nada triste al que fui invitado el año pasado en Nong Khiaw, en el norte del país) y nos explican en qué va a consistir la fiesta. La matanza del búfalo o buey de agua –que ya espera su hora final atado a un árbol especialmente decorado para la ocasión en el centro del pueblo– tendrá lugar a las siete de la mañana siguiente y esta noche podremos ver la danza preparatoria, que a grandes rasgos servirá para ahuyentar a los malos espíritus y atraer a los buenos. Terminada la presentación, salimos al exterior, ansiosos por mezclarnos con los lugareños en la fiesta, y cuando me dispongo a descender por la escalera de tablas que conduce a la "plaza" del pueblo tropiezo y bajo cada uno de sus peldaños con una parte distinta de mi cuerpo entre exclamaciones de preocupación pronunciadas en seis o siete idiomas distintos. No es nada, aparte de un brazo dolorido y un poco más de polvo sobre mi ropa, estoy entero. En ese momento atribuyo el accidente a mi natural torpeza y no al hecho de que en ese mismo instante estaba hablando con Cedric y Manouane, pero es que entonces todavía soy un ignorante.

Durante los siguientes minutos, alrededor de veinte hombres jóvenes del pueblo, provistos de machetes y escudos y con los rostros pintados de blanco, bailan frente al búfalo. De vez en cuando, un anciano diminuto y desdentado grita ¡lao lao lao lao! y va sirviéndoles vasos de aguardiente, de tal modo que sus movimientos y sus gritos se vuelven poco a poco más intensos. El propio anciano también se va volviendo más intenso, puesto que aprovecha cualquier ocasión para echarse un buen trago y deshacerse en sonrisas y abrazos con todo el mundo, incluidos nosotros. Cuando el baile termina, distintos cantantes se van turnando en el escenario que se ha instalado en el centro del pueblo y la fiesta se convierte en una verbena en toda regla en la que todos tomamos parte. Durante cinco horas no dejamos de bailar bajo las estrellas al ritmo del pop laosiano junto a los niños (dos de nuestros Malays están también allí) y los mayores del pueblo, con pequeñas pausas para reponer la Beerlao que se evapora a toda velocidad por nuestros poros. Y hay algo que a todos nos divierte mucho: cada vez que una canción termina, los lugareños abandonan a toda velocidad la "pista de baile", como perseguidos por un tigre, así que hacemos lo propio. A la una de la madrugada regresamos a Tat Lo. Y lo hacemos solos, porque por alguna razón no hay rastro de nuestros guías...


A las seis de la mañana siguiente, después de haber dormido un poco, Cedric y yo nos plantamos de nuevo frente al centro de información de Tat Lo, junto a otros tres o cuatro farangs que han conseguido levantarse de la cama, para ir a ver la matanza propiamente dicha. Manouane se queda en la cabaña: la noche anterior me contó que es una vegetariana estricta y no tolera que se maten animales de mala manera sólo para llenarnos el estómago. Le he recomendado El dilema del omnívoro, de Michael Pollan (traducido al castellano por un servidor, perdón por la cuña, totalmente ajena a mi voluntad, gracias, muchas gracias), para ver si entra en razón y se deja de tanto tofu, pero creo que no va a haber manera. A las seis y veinte nuestro guía, al que esperábamos por no ofenderle, no ha aparecido aún. La que sí aparece es su madre, a la que todos llaman Mamma, una anciana fibrosa y enérgica que abre de un portazo el centro de información y obliga a gritos a su resacoso hijo a salir del catre de una puñetera vez. Risas, claro. Ella también se ríe sin que él le vea.


Cuando volvemos a Ban Kiang Tanglae ya ha amanecido y el "anciano del lao lao" sigue en pie con su botella en la mano e insiste en invitarnos a desayunar dos chupitos del maligno brebaje. Nuestras negativas no van a ninguna parte y no habrá más remedio que presenciar el ritual con el estómago en llamas. Después de que los jóvenes del pueblo vuelvan a ejecutar la misma danza de la noche anterior, se hace el silencio y un hombre armado con un machete se planta ante el búfalo, todavía tranquilo. Lo que sigue es brutal. Esperábamos alguna clase de ceremonia, quizá alguna muestra de reverencia hacia el animal, pero no hay rastro de belleza. Desde distintos lugares le lanzan piedras para ponerlo nervioso, lo que por supuesto consiguen. Y después, sin más preámbulos, empieza la carnicería. De un machetazo el hombre abre el costado del bicho, por el que empieza a manar sangre. Después le pega sendos tajos en los cuartos traseros, de tal forma que el buey se queda sin articulaciones y tiene que moverse de rodillas. Para entonces muchos no podemos mirar. Y estamos tan cerca que los sonidos nos golpean la piel. El final consiste en practicarle un orificio en el lomo, atravesarlo con una afilada vara de bambú y removerla para desgarrarlo por dentro. Su último suspiro nos deja mudos: reuniendo la poca energía que le queda, eleva la cabeza por encima de su cuerpo, mira al cielo y se despide con un largo, terrible lamento.

Todavía matarán tres bueyes más, pero no nos quedamos para verlo. En silencio, Cedric y yo desandamos el sendero hasta Tat Lo y llegamos a la cabaña para tratar de recuperar un poco del sueño perdido.

martes, 6 de marzo de 2012

Agua. Sangre. Tierra. Fuego (I)

(He estado varios días sin internet a mano, alejado por completo de la civilización, y en ese tiempo han ocurrido unas cuantas cosas de cierto interés. Por esta razón esta entrada tendrá varias partes. Se ruega paciencia. Gracias).



Después de un par de jornadas tranquilas en Pakse, el virus del movimiento vuelve a atacar, así que me echo encima la mochila y me embarco en un viaje de cinco días en moto por la llamada Meseta de Bolaven, la tierra de las cascadas y los cafetales. Y de las parejas catástrofe.

Agua
El asfalto quema en todos y cada uno de los noventa kilómetros que separan Pakse de Tat Lo, la que será mi primera parada en la ruta. Mi espalda y mi mochila se convierten en una sola cosa, indivisible, húmeda y cada vez más pesada. A mitad de camino encuentro un puesto de bebidas a pie de carretera. Compro una botella de agua, me bebo la mitad y me ducho con la otra mitad, mientras las dos chicas laosianas que me atienden se cubren las risas con la mano. El frescor me proporciona la energía necesaria para seguir adelante, aunque sólo un par de kilómetros más tarde empiezo a tener la sensación de que me he duchado con sudor.

Entro en Tat Lo al ralentí y recorro despacio su única "calle" en busca de alojamiento. Tat Lo es un conjunto de cabañas agrupadas a pie de bosque, alrededor de un río y una pequeña cascada en la que los críos del lugar chapotean  durante todo el día. El pop pop de mi escape hace girar las cabezas de los farangs "veteranos" (es decir, los que llegaron ayer) y de los lugareños que están atareados con sus huertas o sus pequeños trabajos de carpintería o tratando de evitar a pedradas que los cerdos salvajes que hay por todas partes se les coman la cosecha o la ropa que han tendido al sol. Después de un par de consultas me quedo en una cabaña con porche en el que leer y retrete/ducha exterior habilitado en un pequeño cobertizo.


Estoy cansado y lo único que hago es comer un poco, curiosear por la cascada y sentarme en la terraza de un bar asomado al río a tomar una cerveza y ver cómo el sol nos va dejando en paz. Y entonces ocurre algo absolutamente inesperado, algo con lo que llevo soñando desde hace un mes: llueve. Llueve a mares y truena y los relámpagos rasgan el cielo negro y por los canales de los tejados de metal el agua se derrama en cortinas sobre la tierra seca, que ahora huele fuerte y fresca. Y todos, lugareños y farangs veteranos y farangs recién llegados nos sonreímos y salimos de nuestros escondrijos para dejarnos empapar por este regalo fuera de temporada. La temperatura cae diez grados de golpe. Hoy todo el mundo dormirá bien, arrullado por el canto decreciente de los geckos.

A la mañana siguiente madrugo y me pierdo tres o cuatro veces tratando de encontrar  la cascada más grande de los alrededores, llamada Tat Suong. Por fin, al pasar por un poblado un grupo de chavales de unos ocho años llama mi atención a gritos: "¡waterfall, waterfall!". Son seis o siete y corren delante de mi moto para conducirme hasta la "zona de aparcamiento", que consiste en un árbol pequeño. El que parece el líder se ofrece a guiarme hasta la cascada en cuestión. Se llama Malay y me presenta a sus amigos: Malay, Malay, Malay... Todos se llaman Malay, menos uno, al que se dirigen como Em, o eso me parece escuchar. En un cuarto de hora de caminata por el bosque llegamos a las inmediaciones de la cascada, pero como estamos en la estación seca lo único que veo son enormes bloques de piedra pulida por el agua que en algunos casos superan los tres metros de altura. Los seis Malays y Em, todos descalzos, comienzan a trepar y saltar de roca en roca como si las plantas de sus pies estuviesen provistas de ventosas e insisten en que yo haga lo mismo si es que pretendo llegar al corazón de Tat Suong y bañarme en él. Calculo de un vistazo que habrá un kilómetro de rocas hasta allí. En un caso así sólo caben dos opciones: reconocer las limitaciones de mi naturaleza cobarde y de mi edad y dar media vuelta o inventarme una biografía nueva salpicada de descensos de barrancos, espeleología, escalada libre y aquel día tan cojonudo en Cerro Torre, creérsela a pies juntillas y actuar en consecuencia. Elijo la segunda.

Convertido en Hogan El Intrépido Escalador, salvo vacíos, encuentro minúsculas hendiduras en las que anclar mis dedos y las puntas de mis sandalias para trepar a lo alto de las moles de piedra, me dejo deslizar de una a otra cuando el salto es imposible (para mí, no para los Malays), imprimo unos cuantos moratones en mis piernas y después de unos cuarenta minutos de sufrimiento atroz alcanzamos la piscina prometida. Y a pesar de que no dejo de pensar en que habrá que volver por el mismo maldito camino, vale la pena. La cascada no vierte demasiada agua en esta época del año, pero sí la suficiente como para crear toboganes naturales por los que deslizarse hasta la poza, de agua profunda, siempre nueva y fresca. Y a eso jugamos los Malays y Em y yo y un grupo de crías que ya estaban allí y se bañan totalmente vestidas –como manda Laos– y también Cedric, un belga (otra vez los belgas) que llega hasta la cascada poco después, guiado por su propio grupo de Malays. Durante dos horas nos lo pasamos como niños.


De regreso en la aldea hay que pagar a nuestros guías por su trabajo: 20.000 kips (2 euros) un precio más que justo por una mañana que jamás habríamos podido disfrutar sin su ayuda. Cedric y yo volvemos a las motos y, de vuelta en Tat Lo, descubrimos que somos vecinos de cabaña. Me presenta a su mujer, Manouane, y durante un rato charlamos en el porche. Como la pareja belga que conocí en Mae Hong Son, también están dando la vuelta al mundo (¿qué está pasando en Bélgica?). Ambos son ingenieros: él ha pedido un año de excedencia y ella actualmente no tiene trabajo. Empezaron en julio en Canadá y hasta ahora han pasado por Estados Unidos, Bolivia, Perú, Argentina, Chile, Taiwan, Tailandia y Laos (me dejo alguno, seguro). Su futuro incluye Vietnam, Camboya, Australia, Nueva Zelanda e Indonesia, con grand finale en Bali. Como parece que nos caemos bien, quedamos en ir esa misma noche a la fiesta previa a la matanza del "búfalo de agua" en una aldea a unos veinte minutos monte arriba. Hemos tenido suerte: la fiesta sólo se celebra una vez al año y ninguno de los tres teníamos la menor idea de que hoy era precisamente el gran día hasta que hemos visto un pequeño anuncio en un cartel.

Sí, tenemos suerte y nos caemos bien.

Lo que todavía no sé en ese momento es que son una pareja catástrofe.

Un Malay con ventosas en los pies

jueves, 1 de marzo de 2012

Pakse. Laos



Frontera entre Tailandia y Laos. Ventanilla 7 del lado laosiano:

"Lo siento, pero no pienso devolverle a usté su pasaporte si no me paga ahora mismo un dólar" (léase en inglés laosiano)

"¿Perdón?".

"Me ha oído usté perfectamente".

"Pero si ya he pagado los 35 dólares que vale el visado ahí a la vuelta, pregúntele a su amigo el de la ventanilla 5 y le confirmará que no miento".

"Eso era por el visado. Esto es por el sello. Mire qué maravilla de tinta, no me dirá usté que no va a presumir de sello cuando vuelva allá de donde demonios venga. Compárelo con la chapuza que le pusieron en Tokio o en... ¿qué es Los Ángeles?".

"Sólo me queda un billete de cinco dólares. ¿Tiene cambio?".

"Pues no. Pero le aceptaré gustoso los cinco dólares, para que no diga que no le facilito las cosas".

"Ya. ¿Y si le pago en bahts tailandeses?".

"Entonces serán 50 bahts".

"Un dólar son 30 bahts".

"No en mi ventanilla".

De vuelta en el autobús internacional, con 50 bahts menos en el bolsillo, comento mi exposición al soborno institucionalizado con Louise. Sí, ella también estaba enterada de la tradición del "dólar extra", y sí, ella también ha jugado a que no lo sabía. Louise es de Nuevo México, tiene sesenta y dos años y desde hace cuatro meses pedalea por el sudeste asiático. Además de la mochila de rigor lleva consigo una pequeña maleta en la que guarda su bicicleta plegable. Me asegura que ha estado en Pai, que ha subido las mismas cuestas que yo escalé en moto sin poder pasar de 15 por hora en los alrededores de Mae Hong Son. Las rampas más duras del Tourmalet son las calles de Amsterdam comparadas con aquello.

"Pero con esa bici... y esas ruedas de mierda..."

"No te creas, lo importante es la distancia entre ejes. Es perfecta para mí"

"Estás loca, Louise".

"Ya, ya sé".

La conversación se queda ahí porque después de media hora de tierra árida y asfalto salpicado de polvo y arena el autobús enfila un larguísimo puente y todas la miradas, hasta entonces empequeñecidas por la fiereza del sol, se abren de par en par para zambullirse en la inmensidad de allí abajo, un refrescante bálsamo que parecía imposible sólo unos metros antes: el Mekong. Y al otro lado del puente, Pakse, capital mundial de la calma. Se supone que en Pakse viven más de sesenta mil almas, pero ahora, a media mañana, recién bajado del autobús, puedo escuchar mis propios pasos. Puedo escuchar mi propia respiración. Casi puedo escuchar cómo las gotas de sudor chirrían al salir por cada uno de mis poros. Aparte de eso, alguna scooter, el martillo de un obrero. O una radio, el sonido impreciso de una canción que llega deshilachada por la brisa del río.

Son las doce y el calor es tan brutal que toda la ciudad ha buscado un lugar para esconderse. Por mi parte, después de encontrar alojamiento y librarme de la mochila, me empeño en seguir el rastro del decadente perfume colonial de algunas de sus calles, quizá simplemente para disfrutar de ese silencio y de la pureza del aire, que por primera vez en un mes no huele a combustible quemado. Pero claro, estoy en Laos, el país más apacible, risueño y hospitalario que conozco, así que sólo media hora después de arrancar mi paseo alguien, desde la sombra de su casa, se fija en mí y en el calor que estoy pasando y con una sonrisa y un sabaidee me ofrece un vaso de cerveza helada –Beerlao, por supuesto– y aceptarlo basta para que se improvise una celebración.

Es un gusto estar de vuelta.