"Planes and trains and boats and buses characteristically evoke a common attitude of blue, unless you have a suitcase and a ticket and a passport and the cargo that they're carrying is you". (Tom Waits. Foreign Affair)

jueves, 1 de marzo de 2012

Pakse. Laos



Frontera entre Tailandia y Laos. Ventanilla 7 del lado laosiano:

"Lo siento, pero no pienso devolverle a usté su pasaporte si no me paga ahora mismo un dólar" (léase en inglés laosiano)

"¿Perdón?".

"Me ha oído usté perfectamente".

"Pero si ya he pagado los 35 dólares que vale el visado ahí a la vuelta, pregúntele a su amigo el de la ventanilla 5 y le confirmará que no miento".

"Eso era por el visado. Esto es por el sello. Mire qué maravilla de tinta, no me dirá usté que no va a presumir de sello cuando vuelva allá de donde demonios venga. Compárelo con la chapuza que le pusieron en Tokio o en... ¿qué es Los Ángeles?".

"Sólo me queda un billete de cinco dólares. ¿Tiene cambio?".

"Pues no. Pero le aceptaré gustoso los cinco dólares, para que no diga que no le facilito las cosas".

"Ya. ¿Y si le pago en bahts tailandeses?".

"Entonces serán 50 bahts".

"Un dólar son 30 bahts".

"No en mi ventanilla".

De vuelta en el autobús internacional, con 50 bahts menos en el bolsillo, comento mi exposición al soborno institucionalizado con Louise. Sí, ella también estaba enterada de la tradición del "dólar extra", y sí, ella también ha jugado a que no lo sabía. Louise es de Nuevo México, tiene sesenta y dos años y desde hace cuatro meses pedalea por el sudeste asiático. Además de la mochila de rigor lleva consigo una pequeña maleta en la que guarda su bicicleta plegable. Me asegura que ha estado en Pai, que ha subido las mismas cuestas que yo escalé en moto sin poder pasar de 15 por hora en los alrededores de Mae Hong Son. Las rampas más duras del Tourmalet son las calles de Amsterdam comparadas con aquello.

"Pero con esa bici... y esas ruedas de mierda..."

"No te creas, lo importante es la distancia entre ejes. Es perfecta para mí"

"Estás loca, Louise".

"Ya, ya sé".

La conversación se queda ahí porque después de media hora de tierra árida y asfalto salpicado de polvo y arena el autobús enfila un larguísimo puente y todas la miradas, hasta entonces empequeñecidas por la fiereza del sol, se abren de par en par para zambullirse en la inmensidad de allí abajo, un refrescante bálsamo que parecía imposible sólo unos metros antes: el Mekong. Y al otro lado del puente, Pakse, capital mundial de la calma. Se supone que en Pakse viven más de sesenta mil almas, pero ahora, a media mañana, recién bajado del autobús, puedo escuchar mis propios pasos. Puedo escuchar mi propia respiración. Casi puedo escuchar cómo las gotas de sudor chirrían al salir por cada uno de mis poros. Aparte de eso, alguna scooter, el martillo de un obrero. O una radio, el sonido impreciso de una canción que llega deshilachada por la brisa del río.

Son las doce y el calor es tan brutal que toda la ciudad ha buscado un lugar para esconderse. Por mi parte, después de encontrar alojamiento y librarme de la mochila, me empeño en seguir el rastro del decadente perfume colonial de algunas de sus calles, quizá simplemente para disfrutar de ese silencio y de la pureza del aire, que por primera vez en un mes no huele a combustible quemado. Pero claro, estoy en Laos, el país más apacible, risueño y hospitalario que conozco, así que sólo media hora después de arrancar mi paseo alguien, desde la sombra de su casa, se fija en mí y en el calor que estoy pasando y con una sonrisa y un sabaidee me ofrece un vaso de cerveza helada –Beerlao, por supuesto– y aceptarlo basta para que se improvise una celebración.

Es un gusto estar de vuelta.





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