"Planes and trains and boats and buses characteristically evoke a common attitude of blue, unless you have a suitcase and a ticket and a passport and the cargo that they're carrying is you". (Tom Waits. Foreign Affair)

martes, 6 de marzo de 2012

Agua. Sangre. Tierra. Fuego (I)

(He estado varios días sin internet a mano, alejado por completo de la civilización, y en ese tiempo han ocurrido unas cuantas cosas de cierto interés. Por esta razón esta entrada tendrá varias partes. Se ruega paciencia. Gracias).



Después de un par de jornadas tranquilas en Pakse, el virus del movimiento vuelve a atacar, así que me echo encima la mochila y me embarco en un viaje de cinco días en moto por la llamada Meseta de Bolaven, la tierra de las cascadas y los cafetales. Y de las parejas catástrofe.

Agua
El asfalto quema en todos y cada uno de los noventa kilómetros que separan Pakse de Tat Lo, la que será mi primera parada en la ruta. Mi espalda y mi mochila se convierten en una sola cosa, indivisible, húmeda y cada vez más pesada. A mitad de camino encuentro un puesto de bebidas a pie de carretera. Compro una botella de agua, me bebo la mitad y me ducho con la otra mitad, mientras las dos chicas laosianas que me atienden se cubren las risas con la mano. El frescor me proporciona la energía necesaria para seguir adelante, aunque sólo un par de kilómetros más tarde empiezo a tener la sensación de que me he duchado con sudor.

Entro en Tat Lo al ralentí y recorro despacio su única "calle" en busca de alojamiento. Tat Lo es un conjunto de cabañas agrupadas a pie de bosque, alrededor de un río y una pequeña cascada en la que los críos del lugar chapotean  durante todo el día. El pop pop de mi escape hace girar las cabezas de los farangs "veteranos" (es decir, los que llegaron ayer) y de los lugareños que están atareados con sus huertas o sus pequeños trabajos de carpintería o tratando de evitar a pedradas que los cerdos salvajes que hay por todas partes se les coman la cosecha o la ropa que han tendido al sol. Después de un par de consultas me quedo en una cabaña con porche en el que leer y retrete/ducha exterior habilitado en un pequeño cobertizo.


Estoy cansado y lo único que hago es comer un poco, curiosear por la cascada y sentarme en la terraza de un bar asomado al río a tomar una cerveza y ver cómo el sol nos va dejando en paz. Y entonces ocurre algo absolutamente inesperado, algo con lo que llevo soñando desde hace un mes: llueve. Llueve a mares y truena y los relámpagos rasgan el cielo negro y por los canales de los tejados de metal el agua se derrama en cortinas sobre la tierra seca, que ahora huele fuerte y fresca. Y todos, lugareños y farangs veteranos y farangs recién llegados nos sonreímos y salimos de nuestros escondrijos para dejarnos empapar por este regalo fuera de temporada. La temperatura cae diez grados de golpe. Hoy todo el mundo dormirá bien, arrullado por el canto decreciente de los geckos.

A la mañana siguiente madrugo y me pierdo tres o cuatro veces tratando de encontrar  la cascada más grande de los alrededores, llamada Tat Suong. Por fin, al pasar por un poblado un grupo de chavales de unos ocho años llama mi atención a gritos: "¡waterfall, waterfall!". Son seis o siete y corren delante de mi moto para conducirme hasta la "zona de aparcamiento", que consiste en un árbol pequeño. El que parece el líder se ofrece a guiarme hasta la cascada en cuestión. Se llama Malay y me presenta a sus amigos: Malay, Malay, Malay... Todos se llaman Malay, menos uno, al que se dirigen como Em, o eso me parece escuchar. En un cuarto de hora de caminata por el bosque llegamos a las inmediaciones de la cascada, pero como estamos en la estación seca lo único que veo son enormes bloques de piedra pulida por el agua que en algunos casos superan los tres metros de altura. Los seis Malays y Em, todos descalzos, comienzan a trepar y saltar de roca en roca como si las plantas de sus pies estuviesen provistas de ventosas e insisten en que yo haga lo mismo si es que pretendo llegar al corazón de Tat Suong y bañarme en él. Calculo de un vistazo que habrá un kilómetro de rocas hasta allí. En un caso así sólo caben dos opciones: reconocer las limitaciones de mi naturaleza cobarde y de mi edad y dar media vuelta o inventarme una biografía nueva salpicada de descensos de barrancos, espeleología, escalada libre y aquel día tan cojonudo en Cerro Torre, creérsela a pies juntillas y actuar en consecuencia. Elijo la segunda.

Convertido en Hogan El Intrépido Escalador, salvo vacíos, encuentro minúsculas hendiduras en las que anclar mis dedos y las puntas de mis sandalias para trepar a lo alto de las moles de piedra, me dejo deslizar de una a otra cuando el salto es imposible (para mí, no para los Malays), imprimo unos cuantos moratones en mis piernas y después de unos cuarenta minutos de sufrimiento atroz alcanzamos la piscina prometida. Y a pesar de que no dejo de pensar en que habrá que volver por el mismo maldito camino, vale la pena. La cascada no vierte demasiada agua en esta época del año, pero sí la suficiente como para crear toboganes naturales por los que deslizarse hasta la poza, de agua profunda, siempre nueva y fresca. Y a eso jugamos los Malays y Em y yo y un grupo de crías que ya estaban allí y se bañan totalmente vestidas –como manda Laos– y también Cedric, un belga (otra vez los belgas) que llega hasta la cascada poco después, guiado por su propio grupo de Malays. Durante dos horas nos lo pasamos como niños.


De regreso en la aldea hay que pagar a nuestros guías por su trabajo: 20.000 kips (2 euros) un precio más que justo por una mañana que jamás habríamos podido disfrutar sin su ayuda. Cedric y yo volvemos a las motos y, de vuelta en Tat Lo, descubrimos que somos vecinos de cabaña. Me presenta a su mujer, Manouane, y durante un rato charlamos en el porche. Como la pareja belga que conocí en Mae Hong Son, también están dando la vuelta al mundo (¿qué está pasando en Bélgica?). Ambos son ingenieros: él ha pedido un año de excedencia y ella actualmente no tiene trabajo. Empezaron en julio en Canadá y hasta ahora han pasado por Estados Unidos, Bolivia, Perú, Argentina, Chile, Taiwan, Tailandia y Laos (me dejo alguno, seguro). Su futuro incluye Vietnam, Camboya, Australia, Nueva Zelanda e Indonesia, con grand finale en Bali. Como parece que nos caemos bien, quedamos en ir esa misma noche a la fiesta previa a la matanza del "búfalo de agua" en una aldea a unos veinte minutos monte arriba. Hemos tenido suerte: la fiesta sólo se celebra una vez al año y ninguno de los tres teníamos la menor idea de que hoy era precisamente el gran día hasta que hemos visto un pequeño anuncio en un cartel.

Sí, tenemos suerte y nos caemos bien.

Lo que todavía no sé en ese momento es que son una pareja catástrofe.

Un Malay con ventosas en los pies

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