"Planes and trains and boats and buses characteristically evoke a common attitude of blue, unless you have a suitcase and a ticket and a passport and the cargo that they're carrying is you". (Tom Waits. Foreign Affair)

lunes, 11 de junio de 2012

Bali


La propia palabra supura exotismo para un occidental. Bali suena a paraíso en nuestros oídos; a playas desiertas de arena blanca extendidas a la sombra de esbeltos cocoteros frente a un mar que es azul de cuatro maneras distintas; a bailarinas de mirada misteriosa que ejecutan movimientos secos envueltas en un carillón de disonancias hecho de metal y bambú; a flores que salpican de color paisajes de un verde inédito; a templos que encierran en sus límites respuestas de gran importancia para las que, lamentablemente, no nos alcanzan las preguntas.

Todo esto, aun con ciertos matices, es cierto. Los paisajes de esta isla se cuentan entre los más espectaculares que he visto en Asia. Sólo el Mekong a su paso por Laos fue capaz de arrancarme más suspiros de asombro el año pasado, a bordo de una pequeña canoa rumbo a Nong Khiaw. Pero lo que en Laos es derroche y naturaleza desbocada, aquí es contención casi minimal. Bali es un enorme jardín que parece responder a un plan minuciosamente trazado. El paisaje se asienta en la mirada sin estridencias y confirma una tras otra todas las expectativas. Los arrozales, los cocoteros y las montañas se alinean conformando una impecable escalera hacia el cielo. Los colores son los colores. En las cercanías de Lovina hay unos baños termales inscritos en mitad de la montaña, entre plantas y flores tropicales. Llego hasta allí en moto, curveando entre colinas, y paso la mañana masajeándome la espalda con el bálsamo de agua tibia que brota de las fauces de un dragón de piedra. It's good to be the king.



Los espectáculos de danza/drama tradicional exigen estar muy cerca de los bailarines. Es un arte de primeros planos y no conviene perderse esa gestualidad al límite –el juego de las miradas, la crispación de muñecas, dedos y cuellos– que haría asentir complacido a Bob Fosse. La música sigue armonías que provocan una fugaz extrañeza para luego encajar con limpieza el oído. Un narrador explica la historia en balinés y se exalta –casi como en los guiñoles para niños– cada vez que "el malo" irrumpe en la escena.

Las esculturas y relieves de los templos (en los que es obligatorio llevar un sarong anudado a la cintura) reflejan la peculiar versión de hinduismo –trufado de creencias animistas– que se practica en la isla. No hay rastro de Brahma, Shiva o Vishnu y en su lugar encuentro infinidad de piedras en forma de mujer de pechos generosos que quieren funcionar como reclamo para la fertilidad. Las imágenes son sorprendentemente carnales. En el "santuario de los monos", a las afueras de Ubud, cientos de macacos de cola larga juegan y se pelean y se encaraman a los turistas entre templos ornamentados con sátiros, monstruos devoradores de niños y cerdos masturbadores y/o folladores provistos de tremendos penes de piedra.


Las creencias sobrenaturales tienen una gran importancia en la vida diaria de la isla. Todas las mañanas, la dueña de la guesthouse en la que me hospedo en Ubud prepara pequeñas bandejas confeccionadas con hojas de plátano y deposita en ellas unas cuantas flores, unos granos de arroz o alguna galleta sobre los que se queman un par de varas de incienso. Son ofrendas que se colocan ante las puertas de hogares y negocios para ahuyentar a los malos espíritus (que según se cree, habitan en el mar) y atraer a los buenos (moradores de las montañas). Cuando atardece, todo el clan (abuelos, tíos, padres, hijos, nietos y algún amigo) se viste elegantemente durante unos minutos para dirigirse al pequeño templo familiar que hay dentro de la propiedad. Después vuelven a su ropa de batalla y se sientan bajo el edificio central de la casa –las distintas dependencias están distribuidas en casitas de una sola habitación  alrededor del "patio"– a conversar o a escuchar el sonido del agua que mana de una pequeña fuente o a mirar a los peces de colores del acuario.


Aún no he pasado por el sur, donde se encuentra la playa de Kuta, con sus aglomeraciones y su fiesta perpetua. Dicen que es allí donde las arenas son más blancas y las playas más anchas. Las que he visto por ahora tienden más bien al negro y resultan más propicias para el buceo o el snorkeling que para el baño o la desidia bajo el sol. El color del mar, eso sí, es ese en el que todos pensamos cuando imaginamos una isla paradisíaca.

Sin embargo, Bali presenta algunos problemas que, sin echar a perder la experiencia, sí consiguen ensombrecerla hasta cierto punto. El mayor de ellos es, simplemente, su dedicación extrema al turismo. Al contrario de lo que ocurre en la mayor parte de Tailandia, Laos, Camboya y Malasia, los caminos de visitantes y lugareños corren en paralelo y nunca llegan a cruzarse si no es en una relación de cliente-vendedor o de cliente-camarero. Es francamente difícil encontrar un restaurante o un puesto callejero donde compartir mesa con los balineses. A salvo de lo que ocurre en algún pequeño warung (casa de comidas sencilla y algo más barata que los locales para turistas), el juego consiste en que los occidentales comen y los balineses sirven. Esto se da de modo radical en Ubud, donde el tipo de viajero que pasea por la ciudad poco tiene que ver con los que me he ido encontrando por el camino a lo largo de estos meses. Imitadoras de Julia Roberts (aquí se rodó buena parte de Eat Pray Love, una de las cinco películas más imbéciles de todos los tiempos) se deslizan por sus calles vestidas con sus mejores galas y una flor encajada en la oreja y se buscan a sí mismas entre boutiques y restaurantes de diseño, envueltas en una gasa de música easy listening y probablemente convencidas de que Bali se inventó para desenredar sus contradicciones. Eso sí, sin mancharse. Suerte, chicas.

El otro problema para alguien que pretenda viajar por libre es el mismo que me encontré en Java. Los balineses viajan en unos vehículos. Los turistas en otros. Y no hay manera de romper esa regla ni de llegar del punto A al punto B sin pasar por las manos de intermediarios con demasiada hambre de dinero fácil. Algo tan habitual en el resto de Asia como dirigirse a una estación de autobuses y comprar un billete (el mismo billete que cualquier habitante del país) es simplemente ciencia-ficción aquí y para llegar a ciertos lugares no hay más remedio que pasar por la piedra de los viajes organizados. Esto significa no sólo un incremento sustancial en el precio del trayecto, sino también el hecho de tener que soportar paradas no deseadas en restaurantes "asociados" a la "empresa" o en oficinas donde durante media hora tipos muy simpáticos tratan de venderte un billete de vuelta abierta, un curso de buceo o un viaje de 24 horas a Flores.



Las carreteras son por lo general buenas y, teniendo en cuenta la imponente belleza de los paisajes, las excursiones en moto deberían constituir el mayor de los placeres. Pero aquí también me encuentro con alguna dificultad. Una: el tráfico es infernal y no es raro toparse con terribles atascos, maniobras descabelladas y adelantamientos cuádruples (moto que adelanta a coche que adelanta a bemo que adelanta a camión, todo ello al mismo tiempo). El noventa por ciento de los conductores de esta isla estarían en la cárcel en Europa. Dos: las señales de dirección y los letreros con los nombres de los pueblos brillan por su ausencia. Tres: ninguna oficina de turismo dispone de mapas de carreteras de la zona. Consecuencia: me es imposible saber dónde me encuentro, cómo se llama esta localidad tan coqueta en la que acabo de parar, de dónde vengo ni hacia dónde voy, así que varias veces termino perdido en mitad de la indescifrable maraña de asfalto que es la red de carreteras de la isla. Por suerte, los balineses siempre están dispuestos a ayudar.

Después de pasar unos días en el interior, he decidido asomarme de nuevo al mar. Pero voy a hacerlo en una isla mucho más pequeña. Para llegar hasta ella tendré que viajar durante unas doce horas en una minivan, un ferry, otra minivan y una canoa- catamarán. Allí me esperan días de brisa y aguas azules, cervezas sobre la arena al atardecer y madrugadas de fútbol europeo frente a un televisor al aire libre. Y también un pequeño reto que ahora mismo me acelera el pulso. Ah, y un reencuentro no del todo inesperado.


4 comentarios:

  1. Espero que el reencuentro no sea con la Pareja Catástrofe :P

    ResponderEliminar
  2. Quiero saber más!!!! Escribe ya otro post!!! Estaba tope enganchada, molas más q los últimos 6 libros q he empezado sin darles opción a ningún tipo d resurrección, y con este bello pareado te mando un beso mareado!!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias Nago, qué guapa eres. Me encanta tu ansiedad (aunque también me pregunto qué rayos estarás intentando leer...). Besotes.

      Eliminar