"Planes and trains and boats and buses characteristically evoke a common attitude of blue, unless you have a suitcase and a ticket and a passport and the cargo that they're carrying is you". (Tom Waits. Foreign Affair)

lunes, 28 de mayo de 2012

Jammin' in Melaka


Melaka (o Melacca o Malaca) podría definirse simplemente por oposición a Kota Bharu. La geografía ya las sitúa en extremos opuestos del país, en el noreste la segunda, en el suroeste la primera. A la dolorosa fealdad de Kota Bharu responde Melaka con un exquisito despliegue de canales y puentes que llevan a pensar irremediablemente en una miniatura de Venecia cubierta de grafitis. Los viejos edificios de su "casco antiguo", ocupado en su mayor parte por Chinatown, invitan a recrearse en el paseo, a detenerse en cualquiera de los restaurantes familiares que bordan los platos de la cocina "baba-nyonya" (fruto del cruce entre los recetarios chinos y malayos), a seguir los aromas del apacible mercado nocturno que abre los fines de semana y comprarse una bolsita de dumplings o unas galletas de piña (la ciudad es mucho más grande que el casco viejo, desde luego, pero no hace ninguna falta visitar los barrios modernos, que, por otra parte, son invisibles desde Chinatown).


Si Kota Bharu es el feudo musulmán del país, garante de las más puras esencias malayas, Melaka exhibe un despreocupado orgullo mestizo, un gusto por la mezcla que viene de muy lejos: desde comienzos del siglo XVI y hasta mediados del XX portugueses, holandeses y británicos se sucedieron en el dominio de la ciudad, punto estratégico para el control del comercio en las "indias orientales". Todos estos países dejaron su huella en la población, la cultura y la gastronomía, y en edificios como el Stadthuys, la Porta de Santiago o la iglesia de San Pablo, en los que aún resuena el eco de los cañones de una época en la que las batallas se libraban barco contra barco, justo ahí enfrente, en el estrecho de Melaka, entre Malasia y la costa indonesia de Sumatra. La ciudad está, por tanto, históricamente acostumbrada a tener visitas –deseadas o no– y desprende hospitalidad por todos sus poros. La convivencia entre las distintas culturas que habitan Malasia se da aquí como en ningún otro lugar del país. Por primera vez en todo este mes he visto a malayos musulmanes, chinos e indios compartiendo mesa y conversación, formando parte del mismo grupo de amigos, en lugar de recluirse en la familiaridad impermeable de sus respectivos guetos.

Sin embargo, hay algo que Melaka y Kota Bharu (y todo el resto de Malasia, a excepción de ciertas playas turísticas y de dos calles atestadas de extranjeros en KL que no parecen tener horario de cierre) sí comparten: a partir de las nueve de la noche la ciudad se apaga casi por completo. En cuanto la gente termina de cenar se retira a sus aposentos y las calles se vacían. Y no es que no haya bares al alcance de la mano en Melaka. Los hay y en cantidad. Pero sólo unos pocos lugareños con vocación de criaturas de la noche, artistas bohemios, representantes de la pequeña comunidad gay y, por supuesto, visitantes extranjeros, hacen uso de ellos. No somos muchos. Pero lo pasamos muy bien. Especialmente en Me & Mrs. Jones.


"Me" se llama o se hace llamar Hawk (malayo de ascendencia china) y es un hombre orquesta. Le he visto tocar con idéntico virtuosismo el piano, la guitarra, el bajo, la batería, la armónica y el violín (en algunos casos, al mismo tiempo), además de cantar. "Mrs. Jones" no se llama Mrs. Jones, pero por más que se lo pregunto nunca me confiesa su verdadero nombre, quizá porque sospecha que seré incapaz de pronunciarlo. Ella, malaya de ancestros portugueses, está a cargo de la barra, de atender a los clientes y de que a Hawk, su marido, nunca le falte una cerveza mientras está sobre el escenario. Entre los dos componen "Me & Mrs. Jones", que no es sólo una canción estupenda de Billy Paul, sino también el mejor bar de Melaka y el lugar donde durante tres noches consecutivas he tenido el honor de tocar con músicos de verdad, frente a un público de verdad. Entré en él por casualidad, mientras paseaba sin rumbo por las calles de Chinatown, al ver que en su interior había un piano y que las paredes estaban cubiertas de guitarras. Y una vez más, fue muy fácil. Un par de preguntas, un par de cervezas y sólo dos horas después de llegar a la ciudad me veo sentado a la batería, esforzándome por no meter la pata en un blues sencillo junto a Hawk al bajo y su amigo Joe (que tampoco se llama Joe) a la guitarra. Cosas que sólo ocurren en Asia. De algún modo paso la prueba (por los pelos) y a lo largo de las dos noches siguientes seré el batería oficial del lugar ("on the drums, Senhor Raúl!!"), dos noches inolvidables que entre todos, músicos y público –local y llegado de todos los confines del planeta– convertiremos en una auténtica fiesta a base de blues y funk improvisado.



Me resulta difícil imaginar un final más perfecto para mi estancia en Malasia, un país que ha estado a punto de sacarme de quicio un par de veces, con el que me costó más de lo previsto conectar, pero que ha terminado por meterme en su bolsillo. Me marcho cargado de sensaciones y de nuevos amigos a los que espero volver a ver algún día. Pienso ahora que si mi "vuelta a Malasia" se hubiese desarrollado en el sentido contrario a las agujas del reloj (es decir, al revés de como más o menos ha terminado pasando) el viaje habría sido muy distinto y sin duda más pausado. Habría invertido mucho más tiempo en Melaka y en Cherating, quizá habría llegado a conocer la isla de Tioman (me espera para la próxima vez), posiblemente no habría cruzado a Penang y estoy casi seguro de que nunca habría llegado a Kota Bharu, Cameron Highlands e Ipoh. En fin, no lo sé. Lo que sí sé es que algunos de los mejores momentos de este asunto exterior, algunos de los más intensos e inesperados, han ocurrido en este país.

Y por si fuera poco, he terminado por encontrar cuatro o cinco buenas razones para no odiar KL.

Selamat tinggal, Malasia. Terima kasih.


Carlos el güey mexicano, Senhor Raúl, Mr. Joe, Mrs. Jones, Mr. Hawk y Mr. Bala

miércoles, 23 de mayo de 2012

Uno más en Cherating

Jose, el fantasma del espejo, Fabien y Joey
En mitad de la costa este de Malasia existe un lugar que vive en permanente estado de duermevela. Tan sólo se despereza por completo entre octubre y enero, cuando los monzones erizan la superficie del mar y surfistas de todo el mundo se acercan hasta allí en busca de las mejores olas del país. Pero el resto del año los vientos se calman, las aguas se apaciguan, se desvanecen las espumas y Cherating se sume en un torpor de siesta veraniega que sólo los mosquitos y algunos monos malencarados consiguen alterar.

Entro en ella de puntillas –recién bajado de un autobús que me ha soltado en mitad de ninguna parte– procurando hacer el menor ruido posible. Como no parece que haya mucho que hacer aquí, elijo con cuidado mi alojamiento, porque preveo que tendré que pasar en él bastantes horas. Y está bien, porque me apetece leer y escribir después de las emociones submarinas de la semana pasada. Finalmente me quedo en un bungalow de madera con una terracita asomada a un jardín impecable, dentro de los terrenos de una guesthouse llamada Mata Hari (nota al margen: muchos negocios se llaman así en Malasia, y supongo que en Indonesia, donde tomó su nombre artístico la fatale espía holandesa. La expresión quiere decir, literalmente, "el ojo del día", o de modo más directo, "el sol").


Después de instalarme, salgo a dar un paseo y descubro que Cherating es poco más que una calle que corre en paralelo a una playa desolada y sucia. Las tiendas de flotadores, camisetas y recuerdos y las guesthouses que alquilan tablas de surf se han olvidado de guardar sus productos en el armario hasta la temporada que viene y todo tiene un aire de verano fantasma, de vacaciones canceladas. En mi paseo sólo me cruzo con un par de lugareños que me saludan con una sonrisa, no sé si de cortesía o de compasión. Quizá no tenga tanto que leer ni tanto que escribir, después de todo. Ok, dos días como mucho. Como mucho. ¿Y si me voy mañana mismo?

Pero entonces veo una luz al final de la calle. Conforme me acerco a ella una tenue cortina de música y voces va cerrándose sobre el silencio. Un letrero de madera reza "Don't Tell Mama". Dios mío, es un bar. Uno de verdad. Con barra. Y luces bajas. Y cerveza. Y un pequeño escenario en el que una batería y una guitarra esperan a que alguien las toque. Y "Next to You" de Police sonando a todo trapo. ¿Cuándo fue la última vez que entré en un bar con música? Debió de ser en Kampot, hace más de un mes. Contengo una lágrima mientras me siento en uno de los taburetes y con voz trémula pido una Skol helada.


Sentado a dos taburetes de mí un joven malayo (facción china) me acerca un plato de papaya madura. "Have some papaya, my friend. It's good for your health". Me como dos tajadas. Está realmente buena y da pie a una conversación estándar: de dónde vienes, adónde vas, cuánto tiempo llevas viajando, cómo se te ha ocurrido parar en Cherating... Al principio doy por supuesto que el joven malayo, que se presenta como Boon, es un parroquiano más. Pero resulta que es el dueño del lugar. El tipo es tremendamente simpático y la conversación fluye durante un buen rato. Mirando al escenario le pregunto si suele haber música en directo en el bar. Me dice que la batería está disponible para quien la quiera tocar. "Just for jammin'. Can you play?". Saca unas baquetas y durante un rato compruebo que cuatro meses de inactividad me han oxidado las muñecas y adormecido las piernas. Pero poco a poco me voy soltando y consigo arrancar unos aplausos. A partir de entonces me sentiré parte de la pequeña familia de Cherating, que tiene su centro de reunión en el Don't Tell Mama y está compuesta por seres que por distintas razones decidieron dejar atrás sus vidas anteriores y encontraron el refugio perfecto aquí, donde viven tranquilos sin que nadie les pida explicaciones ni les obligue a hacer nada que no quieran hacer. Estos son algunos de ellos.

Pablo
Pablo es chileno y lleva viajando mucho tiempo. Le gusta hacer ver que ha establecido su hogar en el movimiento perpetuo, que no le temblará la voz cuando tenga que despedirse e irse de aquí para siempre, pero creo que algo sí que le va a joder. Desde hace meses trabaja como camarero y vive en Don't Tell Mama, donde se comporta como un cliente más: su sed inagotable hará que algún día no queden cervezas que ofrecer a los parroquianos. Se lleva tan bien con Eve, su compañera de barra, que por un momento pienso que están juntos. Pero me lo desmienten. Se ha acostumbrado hasta tal punto a ir de un lado a otro que no necesita apenas preparativos para emprender la marcha. El primer día estuve hablando con él prácticamente hasta medianoche mientras trabajaba. De pronto, como si nada, me comentó que al día siguiente expiraba su visado malayo. "¿Y qué vas a hacer?". "Nada, en un rato tomo un autobús a KL, otro a Singapur, serán ocho o nueve horas de viaje, y si hay suerte me dejarán volver a entrar con un visado para otro mes y mañana por la noche estaré de vuelta. Y si no me dejan, pues nada, ya veremos. ¿Otra cerveza?". A la noche siguiente estaba de nuevo allí, con los ojos inyectados en sangre y treinta días de tranquilidad por delante.



Eve
Eve es enfermera cuando está en París. Y dice que le gusta mucho su trabajo, pero le gusta mucho más viajar, así que de vez en cuando vuelve a Francia, consigue sin problemas un puesto, ahorra un poco de dinero y vuelve a la carretera. Llegó a Cherating en noviembre y se quedó atascada aquí. Cuando su visado expira se da una vuelta por Indonesia o cualquier otro país y siempre vuelve a Cherating, donde ha establecido su campamento base. Trabaja unas horas al día en el Don't Tell Mama y es la dulzura hecha mujer. La conocí la primera noche, justo a la vez que a Pablo y a Boon. A la mañana siguiente, mientras estaba escribiendo la entrada "He visto cosas que no creeríais" en el porche de mi cabaña, escuché unas voces en la recepción de Mata Hari. "We are looking for a spanish guy. His name is Raúl. Is he here?". Tenía el día libre y vino con su amigo Fabien a buscarme, así, sin avisar, para ir a nadar a la piscina del mejor hotel de Cherating, que por supuesto está completamente vacío y por tanto a nadie le importa que tres intrusos se refresquen gratis y a todo lujo durante unas horas. "¿Qué vida más difícil llevamos, eh?", me suelta con una sonrisa en su castellano afrancesado mientras se tumba al sol en el borde de la piscina.

Fabien
Fabien es francés –aunque también habla en perfecto castellano e inglés– y desde hace algún tiempo trabaja en Payung Guesthouse, una de las principales casas de huéspedes de Cherating. Pero por su aspecto podría ser actor o modelo. Su éxito con las chicas que están de paso es absolutamente insoportable y no me extrañaría que en este mismo momento se estuviese fraguando en las sombras un complot para arrancarle los brazos y las piernas y echárselos a comer a los monos. Aunque es posible que ni por esas los demás tuviésemos alguna oportunidad...

Santana
Santana no se llama Santana, pero así es como Pablo y Eve lo llaman porque cada vez que entra en el bar exige que le pongan el Abraxas o cualquier tema del guitarrista mexicano. Tendrá sesenta y tantos años y siempre lleva un sombrero que le da un cierto aire de patriarca gitano o de personaje salido de una película de Emir Kusturica. Los cristales de sus gafas son tan gruesos (peceras, los llama Danny el americano) que es imposible saber si es chino, indio o europeo. Conduce peligrosamente un Mini de los clásicos y encadena las cervezas agarrándolas por el culo mientras suelta una ametralladora de socarronerías para las que Boon siempre encuentra una réplica. Sólo es el dueño de Coconut Guesthouse, pero le gusta dárselas (en broma) de dueño del pueblo.

Jose
Jose es un viajero extremo. Dejó Tenerife hace diez años para echarse a la carretera y de momento no ha vuelto. Estudió telecomunicaciones y durante un tiempo ganó un montón de dinero en un buen puesto. Pero la presión y la insatisfacción y otras muchas razones le llevaron al borde de sí mismo y decidió mandarlo todo al cuerno. Durante dos años se estableció en Inglaterra para aprender inglés. Después compró una caravana de segunda mano y se dedicó a recorrer Europa, trabajando de esto y de aquello allá donde paraba. Tras deshacerse de la caravana llegó a la India y a Nepal, países que sin duda le marcaron de muy distintas maneras, que le moldearon el cuerpo, la mirada –intensa, dura, pero también serena– y el carácter. Hoy vive con casi nada, gracias a una diminuta renta que le proporciona el alquiler de una casa que le dejó su madre en Tenerife. Con ella le llega para moverse, comprar comida y pagar un precio casi simbólico por la austera cabaña de madera en la que vive (a la que un día me invitó a comer junto con Fabien y Joey, una canadiense de paso por Cherating) y que temporalmente comparte con Mako, una pequeña japonesa que vive entre Malasia, la India, Italia y Japón. Le gusta tener gente en su casa (me ha ofrecido una habitación gratis en el caso de que decida volver) y es un buen cocinero, aunque, eso sí, estrictamente vegetariano. Suele pasearse por Cherating a bordo de una bicicleta plegable verde. Y si da la casualidad de que descarga una tormenta, aprovecha para ducharse en mitad de la calle para no tener que recurrir al agua de lluvia que acumula en un depósito instalado en su casa para ese menester. Ah, y se toma el billar muy en serio. Lleva dos meses en Cherating y dice que pronto volverá a moverse. No sé, me gustaría  encontrarlo aquí si regreso alguna vez.

Boon
Tiene treinta años pero aparenta bastantes menos. Su sentido del humor es tan extraño como desternillante y cuando está concentrado es capaz de mantener los diálogos alrededor de la barra en constante flujo. Su paciencia con sus camareros de paso no tiene límites, a pesar de algún que otro estallido de ira que se le pasa en treinta segundos y al que sigue una invitación a una ronda a todo aquel que haya sido testigo de su arrebato. Duerme poco, porque por las noches se dedica a masacrar gente online en cualquiera de los juegos a los que está enganchado (a su mujer, Sachiyo, japonesa, no parece importarle demasiado). También dice que tiene una pistola de verdad y que le gusta disparar a los monos, pero no estoy del todo seguro de que esto sea cierto. Pero por encima de todo es un gran conversador. Una de las noches nos dieron las tres de la madrugada hablando alrededor de una mesa, junto a su mujer, a Pablo y a Danny, un americano de Detroit que lleva una Gibson tatuada en el antebrazo y con el que he tocado un par de veces. Charlando con Boon he llegado a comprender un poco mejor la compleja y en apariencia bien avenida sociedad malaya, en la que los chinos son "ciudadanos de segunda" (y los indios de tercera): él mismo tiene que pagar de alquiler el doble de lo que paga por un local idéntico un malayo musulmán, simplemente por tener los ojos rasgados y a pesar de haber nacido en este país. Boon es la única constante en Cherating, un lugar que todos los demás, tarde o temprano, abandonarán para siempre.

Muchas veces a lo largo de este viaje he escuchado la frase "es la gente la que hace los lugares", pero nunca me ha parecido tan ajustada a la realidad como en Cherating. La gente que vive aquí es su auténtico atractivo y creo que debería considerarse patrimonio cultural y ser objeto de protección por la Unesco. He tenido mucha suerte: si hubiese llegado aquí sólo un par de meses antes o después no me habría cruzado con este fantástico grupo de locos, al menos no con todos ellos al mismo tiempo, y sin duda la experiencia habría sido distinta. Y aunque sé que es imposible, si alguna vez vuelvo (quizá dentro de un mes, quizá el año que viene) me gustaría que todo siguiese igual, entrar en Don't Tell Mama y encontrármelos a todos intercambiando bromas alrededor de la barra, hablando de sus vidas pasadas y futuras, jugando al billar, planeando una fiesta para el lunes en casa de Jose (no sabéis como me jode no haber podido asistir, chicos) y siendo total y absolutamente irrepetibles.

Gracias por todo amigos. Nos vemos pronto.


miércoles, 16 de mayo de 2012

He visto cosas que no creeríais...


(Las imágenes submarinas que aparecen en esta entrada no son mías –no tengo una cámara subacuática–, pero fueron tomadas exactamente en los mismos puntos por los que yo pasé y reflejan a la perfección, tanto en contenido como en perspectiva, lo que yo vi. Por esta razón, me ha parecido oportuno incluirlas aquí)

Pues muy bien, aquí estoy. Pulau Perhentian Kecil, Malasia. He salido de Kota Bharu a primera hora de la mañana en un autobús local que me ha llevado hasta el muelle de Kuala Besut. Desde allí he divisado a contraluz, a lo lejos, las siluetas cubiertas de jungla de las dos pequeñas islas Perhentians, Besar y Kecil. La travesía ha resultado incluso mejor de lo que imaginaba: una lancha rápida para doce personas y sus equipajes. Media hora de velocidad pura con el viento arañándome la cara. Con una mueca de suficiencia el capitán se aprovechaba del trampolín de las crestas del mar para hacer que el casco despegase de la superficie del agua durante un segundo de vértigo y después cayese a plomo, con un golpe seco que percutía inclemente contra mi esqueleto y me elevaba unos centímetros sobre el asiento. Mi sonrisa dejaba tras de sí una larga, deslumbrante estela de espuma blanca. 

El reparto de pasajeros entre las distintas playas de las dos islas me ha dejado solo en la lancha. El lugar que he elegido para alojarme, en el extremo noreste de Kecil, es el más remoto, alejado de las comodidades de los resorts, de las filas de sombrillas, de la juerga nocturna y de los turistas que se dejan reblandecer al sol sin hacer otra cosa que comer demasiado y dañarse el cerebro con un tocho de Paulo Coelho o de Barbara Cartland. A salvo de un asentamiento de pescadores en el sur de Kecil, no hay pueblos en las islas. Tampoco carreteras. La jungla reina en las Perhentians y sólo se detiene a unos pocos metros del mar, sin dejar apenas espacio para los bungalows más o menos confortables que alojan a los turistas, construcciones de madera levantadas en escuetas playas de arena tan blanca que parece sal depurada. Sólo hay dos modos de trasladarse de una playa a otra: atravesar la jungla empapado en sudor por angostos senderos abiertos entre la maleza o tomar un "taxi" acuático, una pequeña canoa a motor que te lleva donde tú le pidas.


El nombre de mi guesthouse es D' Lagoon y consiste en una serie de cabañas desperdigadas entre los árboles, alrededor de una pequeña cala sin apenas arena, cubierta de restos de coral. Tengo una habitación en una longhouse, una especie de barracón de madera con un pasillo a lo largo del cual se suceden los cuartos, bautizados con nombres de peces. "Butterfly Fish" es el que me ha tocado en suerte y desde su ventana podré ver el mar al despertarme cada mañana. El alojamiento es tan básico como esperaba: comparto la habitación con cucarachas, mosquitos, arañas y lagartijas y en el tejado vive un gecko que cada noche me arrullará con su canto de seis tonos. Las duchas son compartidas y el váter es un agujero en el suelo, como el de ciertos bares por los que todos hemos pasado alguna vez. Pero esto no es el "Ritz Garden Hotel" de Ipoh, así que no hay razón para quejarse. He estado en sitios parecidos en Laos y en Camboya. Dos veces más baratos, eso sí.

Tras dejar la mochila en el cuarto y darme una ducha salgo al exterior y me pregunto si estaré a la altura. Se supone que esta debería ser una de las cumbres del viaje y ya empiezo a notar un cierto desencanto. A primera vista no hay gran cosa que hacer aquí y por un instante temo que los días se me vayan a hacer demasiado largos. Ni siquiera hay cerveza, maldito sea Alá. Bueno, sí que hay, según me informa Omar, un francés cincuentón, descendiente de argelinos, que es la viva imagen de Ricardo Darín bronceado y que lleva aquí tres semanas, siempre sentado a la misma mesa de la terraza del "restaurante", leyendo un libro tras otro y dando conversación al resto de huéspedes.

"Pero se las tienes que comprar calientes, de diez en diez, y llevártelas a tu cuarto, como si las hubieses traído de otro sitio. Después calculas cuándo te las quieres tomar y las vas metiendo poco a poco en el frigorífico de la cocina. A mí me quedan unas cuantas. Si no quieres comprarte diez de golpe te vendo una o dos esta tarde, a eso de las siete, para que estén frías cuando termines de cenar. A precio de coste, ¿eh?".

Omar no tiene la menor intención de moverse de aquí en mucho tiempo, así que algo tendrá este sitio. Después de darme un chapuzón en el mar y comprobar aliviado que el agua, sin llegar a estar fría, no es ese jarabe tibio característico de todas las costas del sudeste asiático, me llevo a Mr. Nabokov y su Sebastian Knight a una de las tumbonas de madera dispuesto a leer un rato. Desde la tumbona de al lado una chica levanta la vista tras sus gafas de sol y me saluda sorprendida. Es Eszter ("nací en Hungría, me crié en Suecia, vivo en Londres"), diseñadora gráfica freelance, 28 años. La conocí tres días atrás en la guesthouse de Zeck, en Kota Bharu, donde intercambiamos unas cuantas frases y le presté mi adaptador universal para que pudiese recargar el móvil en el enchufe de su habitación. Lleva siete meses viajando por India, Nepal, Vietnam, Laos, Tailandia y Malasia. El azar ha hecho que nos volvamos a encontrar.

"Estaba a punto de ir a hacer un poco de snorkeling. Dicen que el arrecife de aquí es muy bueno. Pero no me gusta la idea de salir ahí sola. ¿Te apuntas?"

"¿Snorkeling? Eh... sí, sí... eh... claro, por qué no. ¿No hay mucho más que hacer aquí, verdad?"

Pero en mi cabeza, mientras alquilo las gafas, las aletas y el tubo en el puesto que hay junto al restaurante, empiezo a escuchar la voz clara y distinta –doblada al castellano, eso sí– de Robert Shaw diciendo: "Esos ojos sin vida, ojos negros, como de muñeca..."

Caminamos hasta la orilla, nos sentamos en una roca, escupimos en el cristal de las gafas, las aclaramos, encajamos en ellas la cara, nos calzamos las aletas, afianzamos la goma del tubo entre nuestros dientes y de un empujón empezamos a deslizarnos sobre la superficie del mar con la vista fija en el fondo. Al principio hay sólo arena y rocas ahí abajo. Y al frente un azul turquesa que se va haciendo más borroso, que se degrada hacia tonos más oscuros hasta disolverse en la inmensa penumbra del Mar de China. Un par de peces pequeños cruzan mi campo de visión mientras Robert Shaw, ahora acompañado de Richard Dreyfuss, canta: "Ya me marcho de aquí, bella dama española, adiós que me voy, oh preciosa mujeeeeer...".

Pero poco después, tras dejar atrás una enorme roca, el fondo se aleja de golpe seis metros y entro en otro planeta. Y es un planeta asombroso, tan asombroso que lanzo sin querer un "¡wow!" asordinado por las burbujas a través del tubo. Siento como si hubiese vuelto a nacer en un mundo nuevo donde todas las leyes físicas y todas las normas estéticas hubiesen sido abolidas o vueltas del revés. Vuelo. Vuelo sobre una ciudad de coral multicolor estructurada en terrazas y habitada por cientos, miles de seres de tamaños, formas y colores fuera del alcance de mi imaginación. No creo haber recibido una impresión tan fuerte desde que tenía seis años. El agua es tan clara, la visibilidad es tan absoluta, hay tanta información nueva arriba y abajo, a izquierda y a derecha, que dejo de mover las aletas y me limito a flotar, a acompasar la respiración y a mirar a mi alrededor. En todo momento estoy rodeado de peces, nunca hay menos de quince o veinte en un radio de unos palmos de distancia. Veo una formación de seis o siete needlefish que nadan a pocos centímetros de la superficie. Veo cómo Eszter se cruza con un elegante pez Napoleón, casi tan grande como ella. Veo cómo un gran pez loro azul y rojo y amarillo y violeta y verde y rosa desciende en picado hacia una roca de su gusto y escucho cómo la roe con sus dientes para obtener algo de alimento vegetal. Detecto entre los filamentos de una anémona los colores característicos –naranja, blanco, negro– de un pez payaso. Cojo aire, desciendo hasta tenerlo delante de las gafas y otros seis o siete peces payaso de distintos tamaños salen de la anémona a ver qué pasa. El más grande (medirá seis centímetros) se encara conmigo y me muestra su mejor mueca de pez malo mientras aletea enérgicamente para defender su territorio. Se me escapa una carcajada. Vuelvo a la superficie y Eszter me indica con un gesto que mire hacia abajo, a mi derecha: una raya planea sobre el fondo y la seguimos durante un rato. Supongo que se ha dado cuenta, porque acelera el ritmo, derrapa dejando tras de sí una nube de arena y nos pierde tras doblar un inmenso níscalo de coral.



Continúo sobrevolando valles y montañas, rodeo descomunales bolas de helado fosilizadas (de mora, de pistacho, de vainilla). Atravieso alucinado y en contradirección un banco de miles de peces diminutos que constantemente cambian de rumbo al unísono, como un solo ser hecho de agua y recubierto de escamas de plata, como un ejército que acata con un espasmo la orden dictada por un general mudo. Porque aquí sólo hay silencio y paz. Y lo que yo esperaba era un mundo violento, peces grandes a la caza de peces pequeños, reyertas submarinas por un trozo de comida. Pero no hay nada de eso. Al contrario, esta es la ciudad más civilizada que jamás haya visto. Si hay alguna pequeña disputa, se salda con un coletazo al agua que apenas altera la lentitud reinante, sin sangre ni contacto. El vencedor se lleva su trofeo y todo el mundo respeta el resultado. Cada especie sigue su camino educadamente, sin importunar al resto, como ese pez gris de ahí, ese tan largo, con la cabeza plana, ese...

Echo las manos hacia adelante para detenerme en seco.

Ojos sin vida, ojos negros, como de muñeca.

No es muy grande. Medirá algo más de un metro y nada pegado a las rocas de la costa, a unos seis metros de donde me encuentro. Su silueta inconfundible está hecha del material con el que se construyen las pesadillas. Al menos las mías. Y sin embargo, no se me acelera el pulso y –enorme sorpresa– no braceo a toda velocidad hacia la orilla para salir del mar, de la guesthouse, de las islas y del país. En lugar de eso giro la cabeza siguiendo sus movimientos, pausados e indiferentes, hasta que desaparece. Eszter, que se había alejado bastante de mi posición, regresa y me enseña su pulgar hacia arriba. Subimos y nos desprendemos del tubo.

"Me han dicho esos de ahí enfrente que hay algún tiburón por aquí. ¿Lo has visto?"

"Joder que sí lo he visto. Ahí mismo, pegado a esas rocas. Nunca creí que fuese capaz..."

A lo que sigue una explicación emocionada, casi infantil, de mi primer avistamiento. El segundo se producirá sólo unos minutos más tarde. Esta vez es más grande –bastante más grande que yo– y nada a poca distancia del fondo. Sospecho que me ha pasado por debajo sin que me diese cuenta y ahora se aleja hacia la oscuridad, así que decido seguirlo. Repito, porque yo mismo no me creo lo que estoy haciendo: decido seguirlo. Nado tras él, manteniendo una distancia a la que me siento seguro, unos cinco metros, hipnotizado por el movimiento oscilante de su cola. De pronto gira hacia la derecha y, por si acaso, me paro. Durante dos o tres segundos puedo verlo en toda su longitud y calculo que rondará los dos metros y medio. Después vuelve a girar hacia la izquierda y se aleja. Esta vez me quedo en mi sitio. Creo que ya he tenido bastante por hoy y quiero disfrutar un poco de esto que estoy sintiendo ahora mismo. Una especie de orgullo por haber superado una prueba que siempre consideré fuera de mi alcance, que ni siquiera estaba en mi agenda. Y, por encima de todo, la sensación de haber vivido durante un par de horas en un sueño de Lewis Carroll. Y es una sensación fantástica. Hoy me caigo muy bien.

Lo que aún no sé es que lo mejor está por llegar. 


Después de pelearnos durante un buen rato contra la corriente (nos hemos alejado bastante de la orilla) salimos del agua, nos duchamos y nos sentamos a jugar una partida de ajedrez en la rudimentaria mesa que hay instalada frente al mar mientras hacemos recuento de todo lo que hemos visto. Sobre la arena, uno de los muchos lagartos que hay en los alrededores se da un lento paseo vespertino. Eszter tiene bastante experiencia en el mundo del submarinismo, pero parece tan impresionada como yo. "Aquí ni siquiera hacen falta botellas ni reguladores de presión. Todo está ahí enfrente, la visibilidad es estupenda y no es necesario bajar mucho. Aunque es una pena que algunos corales estén tan estropeados". Si estos corales están estropeados, me pregunto cómo serán los buenos. Después de hacer un movimiento estúpido con mi reina, pierdo la partida y vamos a comer algo en el restaurante. Durante la cena consultamos el "libro de peces" que tienen en la guesthouse para tratar de poner nombre a todas las caras con las que nos hemos cruzado en nuestra salida. Como no hemos tenido bastante, decidimos apuntarnos al "snorkeling trip" que a la mañana siguiente nos llevará durante más de cuatro horas a cinco puntos distintos de las islas. Quiero estar lo más fresco posible, así que después de tomarme una de las cervezas de Omar, me voy a dormir.

 














Son las ocho y media de la mañana y estoy nervioso. Uno de los cinco lugares a los que vamos a ir se llama "shark point" y lo imagino atestado de tiburones. Y una cosa es seguir a un tiburón y otra estar rodeado de ellos por todos los flancos. Tras el desayuno, Eszter y yo, junto a tres chicas francesas, nos subimos a la motora que nos trasladará de un punto a otro. Después de lo que vimos el día anterior, un par de ellos nos resultan algo decepcionantes: los corales no son tan buenos y la cantidad y variedad de peces no es tan grande. El tercero es mucho mejor: allí por fin vuelvo a experimentar mis mejores sensaciones de novato y avisto mi tercer tiburón, de unos dos metros, al que Eszter y yo seguimos durante unos segundos. Poco después nos zambullimos con cierta aprensión en "shark point", pero para nuestra decepción –repito, decepción–, sólo encontramos un tiburón después de mucho rastrear de aquí para allá (esa misma tarde atravesaremos durante veinte minutos la jungla para llegar a "Adam & Eve's Beach", una playa desierta al norte de Kecil, y descubriremos que ese debería ser considerado el auténtico "shark point": no menos de cinco tiburones desfilarán ante nuestras gafas).

Pero el gran momento ha llegado a primera hora de la mañana, justo después de salir de D' Lagoon. Son las nueve y media y, a unos cien metros de la costa de Besar, nuestro capitán reduce al máximo la velocidad de la motora y fija la vista en el mar, en busca de algo. Durante cinco minutos todos hacemos lo propio, tratando de atravesar la superficie del agua con nuestros ojos, hasta que por fin recibimos la orden esperada:

"Todos al agua. Seguidla"

Me dejo caer al mar entre una nube de burbujas. Y cuando se disipan lo que veo es, simplemente, belleza en estado puro. Belleza total, sin mancha, belleza absoluta.

En el centro del escenario azul, a unos dos metros sobre el fondo, iluminada por el cañón de luz del sol, una enorme tortuga marina vuela en silencio frente al anfiteatro flotante que entre los cinco hemos formado. Durante media hora la seguimos  respetando una distancia que no la inquiete, que no la obligue a abandonar esa lentitud con la que sus poderosas alas acarician el agua para darse impulso. Esas alas que parecen querer marcar el ritmo del mundo, batutas que nos dicen lento, largo,larghissimo. Sube... y baja... y sube... y baja... y vuelve a subir con un suave golpe de aletas, planea, se deja ir. Nadamos a cinco fotogramas por segundo mientras la vemos dirigir su caparazón hacia la luz, mover sin esfuerzo el inmenso peso de su cuerpo, que se eleva ingrávido hasta que la gran cabeza asoma a la superficie –y las nuestras con ella, mirándola ahora desde nuestro lado del mundo–, consigue una buena ración de aire y vuelve a sumergirse. Ahora vuela aún más despacio, a unos tres metros bajo nuestras aletas. Aguanto la respiración y desciendo a su altura. Durante unos segundos somos sólo ella y yo, compartiendo vuelo. Y me siento pequeño a su lado, me siento muy pequeño cuando gira levemente su cabeza hacia la derecha y su gran ojo se fija en mí por un instante, sólo un instante infinito antes de mirar de nuevo al frente y avanzar hacia la oscuridad y perderse en su mundo lento y dejarme atrás para siempre. Pequeño, más pequeño que nunca.

Yo no he visto atacar naves en llamas más allá de Orión. Tampoco he visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tanhäusser. Pero he volado bajo el agua junto a una tortuga gigante. Y aunque ese y todos los momentos de mi vida se perderán algún día como lágrimas en la lluvia, el viaje, todos los viajes, habrán valido la pena.

jueves, 10 de mayo de 2012

Rumbo a la costa este


Una de las reglas de este viaje me impide mirar fotos de los lugares a los que voy a ir. No quiero referencias visuales. Nada de vídeos. Al infierno con Google Street View. No quiero ahorrarme la sensación de estar perdido al principio, sin familiaridades, ni tampoco la satisfacción de empezar a no estarlo. Ocurre lo mismo con los libros. Prefiero no leer el texto que aparece en la espalda hasta haber llegado a la última página. Mejor no saber muy bien de qué va el juego hasta llevar un buen rato jugando. No andamos sobrados de sorpresas, así que por qué rebajar las muchas que un viaje o un libro nos tienen reservadas. Aunque sean desagradables.

Dejo Ipoh y me subo a un autobús con destino a Tanah Rata, en el corazón de Cameron Highlands, los "Alpes malayos", según se dice. Durante el viaje abro mi guía por la página del pequeño plano en blanco y negro del pueblo, la única pista que me permito tener, un enrejado de calles sobre el que la imaginación proyecta una tercera dimensión sirviéndose de los mejores materiales. Así levanto pequeñas casas de madera de dos alturas provistas de porches que miran hacia las montañas cubiertas de jungla, esa misma jungla que ya empieza a rodear al autobús conforme la carretera serpentea hacia las tierras altas. Me gustará sentarme a leer en uno de esos porches y sentir un poco de frío por primera vez en más de tres meses. Pasear un rato por el bosque. Tomar un té frente a una de las muchas plantaciones que hay en los alrededores. Me quedaré dos, tres noches. Quizá cuatro.

Pero en cuanto llego a Tanah Rata decido que me quedaré justito a tomar el té. Horrendo es un calificativo cariñoso con los monstruosos edificios que alguien sin corazón permitió construir aquí y en las poblaciones cercanas. Los bloques carcomidos por la humedad parecen haber sido transplantados desde una ciudad dormitorio del extrarradio de otro extrarradio. Por todas partes hay carteles que anuncian la construcción de nuevos complejos de apartamentos sin alma. Y sin porches, claro. De todas maneras, las montañas apenas son visibles desde aquí. Así que doy un paseo por el bosque, doy otro paseo por una plantación, me bebo mi té y me voy.


Ocurre algo parecido cuando llego a Kota Bharu, en el extremo noreste del país. Los escritores de mi guía, propensos a la adjetivación benévola, la califican de "sumamente agradable", un sutil eufemismo con el que sin duda quieren decir "abiertamente espantosa". Sin embargo, mi catarro se ha agravado y tengo que quedarme allí un par de días hasta sentirme en buenas condiciones para atacar mi nuevo destino, las islas Perhentians. Pero no es tiempo tirado a la basura. Kota Bharu es, según leo, uno de los lugares más conservadores del país, y a mis ojos tiene un cierto atractivo exótico. La mayoría simple musulmana se convierte aquí en mayoría absoluta. Apenas se ven indios ni chinos. Todas las mujeres, sin excepción,  llevan el pelo cubierto por el tudong. Los cánticos y mensajes desde los minaretes aportan un trasfondo sonoro casi constante. En el supermercado local, sobre las cajas registradoras, hay signos que indican cuál es la cola de los hombres y cuál la de las mujeres (si bien compruebo que nadie hace demasiado caso a esto). No hay alcohol de ninguna clase. Ni siquiera es posible encontrar cerveza en los 7Eleven (en mi última noche descubro un restaurante chino donde sí sirven Carlsberg y Skol. Está lleno, por supuesto). En mi guesthouse un cartel prohíbe manchar los vasos con alcohol traído del exterior.
















El mercado central es una orgía de colores, especialmente en las secciones de frutas y dulces. Me compro medio kilo de rambutanes (la fruta con pelo que esconde en su interior una especie de uva gorda o de litchi que a su vez encierra un fruto seco que parece un cruce entre una almendra y un pistacho) y cuatro "magdalenas" de coco, de color verde. Y los puestos de comida callejera que conforman el "mercado nocturno" son fantásticos. Allí tengo la oportunidad de probar el "arroz azul", mezclado con cordero, pollo, pescado, verduras o lo que uno quiera (excepto cerdo, por supuesto) y envuelto en papel de estraza. Por primera vez lo como con mi mano derecha, igual que hace todo el mundo aquí, entre miradas que pasan por alto mi torpeza.
















La gente sí que es "sumamente agradable". A las sonrisas que uno recibe gratis todos los días en Tailandia, Laos o Camboya, se añade aquí un "hello" que muchas veces me pilla desprevenido, mirando para otro sitio. "Oh, hello, hello, sorry". A Zeck y "Mamma", los dueños de mi guesthouse, les gusta hablar con sus huéspedes y termino las jornadas charlando con ellos en la destartalada "terraza" de la casa. "Easy-going Raúl", me llaman, supongo que por contraste con otros viajeros con menos tiempo y más prisa que yo. Zeck nació en las Perhentians y me da un par de buenas pistas para los próximos días. Insiste especialmente en que me calce las gafas, el tubo y las aletas y haga un poco de snorkeling allí.

"¿Y qué pasa con los tiburones?"

"Ah, sí, los tiburones. Hay muchos, ya verás"

"Bueno, preferiría no verlos, la verdad"

"No te preocupes, en mis sesenta años de vida nunca ha pasado nada"

"¿Nada?"

"Nada de nada"

sábado, 5 de mayo de 2012

Langkawi-Ipoh: un itinerario

 
Me levanto a las siete. Me ducho. Me visto. Cierro la mochila. Compruebo que no me dejo nada. Devuelvo la llave de la habitación. Luce el sol. Canta un pájaro raro. Echo un último vistazo a la charca. No hay rastro de la pitón. Pero los patos siguen sin atreverse a nadar. A las siete y media cojo un taxi hasta el embarcadero. Llego allí a las ocho. No hay plazas para el ferry a Kuala Kedah de las ocho y media. Compro un billete para el de las diez. Desayuno un café y un bollo. Me siento a leer frente al águila que da la bienvenida a la isla para hacer tiempo. A las diez me subo al ferry. Aire acondicionado polar. Me pongo la chaqueta. A las once y media llegamos a Kuala Kedah. Me quito la chaqueta. Pregunto por la parada de autobús para Alor Star. Por allí debe de andar, me contesta una china. Por allí me voy. Pero no la encuentro. Vuelvo a preguntar. Detrás de esa curva estaba ayer, me dice un indio. Detrás de esa curva me voy. Deduzco que un banco bajo los restos de una marquesina manchada de engrudo y papel viejo es la parada. Una niña de uniforme me lo confirma con una sonrisa. Cinco minutos después llega el autobús. Me subo al autobús. Me pongo la chaqueta. A las doce y media llego a Alor Star. Me quito la chaqueta. Pregunto si es de allí mismo de donde salen los autobuses a Ipoh. No, no es allí, es mucho más allí. Estornudo. Cojo un taxi que me lleva a la estación, situada en mucho más allí. Como un bocadillo malo. Compro un botellín de agua. A la una y media cojo el autobús para Ipoh. Me pongo la chaqueta. Doy un sorbo al botellín de agua en los kilómetros 25, 53 y 122. A las cinco llego a la estación de largo recorrido de Ipoh. Me quito la chaqueta. Pregunto dónde está la parada del autobús a la "city station". Plataforma uno. Espero veinte minutos en la plataforma uno. Me subo al autobús a la "city station". Me pongo la chaqueta. Los autobuses pueden pararse desde la calle como si fuesen taxis. Paramos varias veces y distintas personas suben. A las seis llego a la "city station". Me quito la chaqueta. Pregunto dónde se coge el autobús al centro. Es ese de ahí. Me subo a ese de ahí. Me pongo la chaqueta. Toso. Quince minutos después el chófer me indica que es aquí donde debo bajar. Error. Alrededor sólo hay hoteles caros. Y entonces empieza a llover. Nunca he visto llover de esta manera. Esto no es llover. Es otra cosa. Trato de inventar una palabra nueva. Pluviar. No. Triluviar. No. Stormatar. No. Desisto. Busco refugio en un garaje. Me quito la chaqueta. Me desembarazo de la mochila. La abro. Saco el poncho. Me lo pongo. Guardo la chaqueta. Cierro la mochila. La cubro con su funda impermeable. Me la vuelvo a echar encima. Espero veinte minutos. Toso. No amaina. De hecho, llueve... ok... stormata cada vez con más fuerza. Miro al cielo. Negro. Los rayos caen muy cerca. Los truenos explotan bajo mis pies y la onda expansiva me recorre el cuerpo de abajo arriba. No va a parar. Consulto el plano. Las guesthouses están a alrededor de un kilómetro de allí. Otro trueno. Se va la luz de la calle. Tengo que moverme o me quedaré allí toda la noche. Salgo de mi refugio y cruzo a la acera de enfrente.. Siento como si alguien volcase sobre mí una piscina olímpica. El agua me llega a los tobillos. Los dedos chapotean en las sandalias. Tres segundos bastan para estar totalmente empapado. Trato de parar un taxi. Pasa de largo. Trato de parar otro taxi. Ni siquiera me ve. Sigo caminando. El poncho protege del agua pero me hace sudar. Estornudo. Media hora después llego por fin a la primera guesthouse barata que aparece en mi guía. Han triplicado los precios desde que se editó. Vuelvo a la calle. Tras la cortina de agua detecto un letrero que reza "Paradise Hotel". Pero las escaleras que llevan a la "recepción" parecen las del "Hell Hotel". Igual que su dueño, un chino de unos 60 años. Flaco. Camiseta de tirantes. Boxers. Cigarrillo. No le gusta nada que esté dejando un charco en su suelo. Me enseña la habitación. Es una puta mierda. Y además está sucia. Me la quedo. No quiero volver a la calle y necesito una ducha caliente. Relleno la ficha con mis datos. Pago por una noche. El chino me da la llave. Entro en la habitación. Me desembarazo de la mochila. Me quito el poncho. Me quito toda la ropa. Toso. Entro en la ducha. Abro el grifo. Chirrido oxidado. No cae agua. Estornudo. Vuelvo a intentarlo. Nada. Salgo de la ducha. Me vuelvo a poner la ropa mojada. Toso. Estornudo. Toso. Salgo a la "recepción". Le digo al chino que la ducha no funciona. No se lo cree. Me acompaña a la habitación. Abre el grifo. Nada. Me pregunta si me es imprescindible ducharme. Le digo que acabo de decidir que me largo. Y que me devuelva el dinero. Se niega. Insisto. Me ofrece una habitación con una ducha que quizá funcione por el doble de dinero. Me niego. Quiero irme de allí y quiero mi dinero. Se niega. Pongo cara de haber matado a alguien muy alto y muy fuerte en un pasado muy reciente: he dicho que quiero irme de aquí y que quiero mi dinero. Ok ok ok. Me devuelve el dinero. Vuelvo a la habitación. Me pongo el poncho mojado. Me echo encima la mochila. Bajo las escaleras. Vuelvo a la calle. Sigue stormatando. Camino doscientos metros bajo el agua hasta el "hotel" Embassy. Quiero una habitación individual. Sólo les queda una doble. Me la enseñan. El fluorescente del techo duda cinco veces antes de encenderse. Cuando lo hace vierte una luz amarillenta ensombrecida por una película de insectos muertos. Aquí podrían vivir diez familias numerosas. Quizá lo hicieron hasta ayer. Las paredes me miran entrar con una tristeza ennegrecida. El baño es todo óxido y desolación. El precio es abusivo. Me largo. El agua no deja de caer del cielo a cubos. Estornudo. Toso. Toso. Estornudo. Decido romper una de mis reglas, agujerear mi bolsillo y pagar un hotel de verdad. Entro en el primero que me cruzo. "Ritz Garden Hotel", se hace llamar sin apenas rimbombancia. Relleno mis datos. Pago y me fundo de golpe el presupuesto de dos días. Subo a la habitación en algo a lo que llaman ascensor. Entro en la habitación. Me desprendo de la mochila. Me quito el poncho. Me quito la ropa mojada. Entro en la ducha. Activo el agua caliente al máximo. Sale más bien templada. Pero es suficiente. Salgo de la ducha. Me siento en la cama. Respiro hondo. Bostezo. Detecto movimiento a mi derecha, sobre la mesilla. Una cucaracha. Otra cucaracha. Separo la mesilla de la pared. La ciudad de las cucarachas. Estampo la mesilla contra la pared. Dos veces. Digo algo muy feo que atañe a Malasia y a su madre. En inglés de Baltimore. Abro la mochila. Me pongo una camiseta seca. Cierro la mochila. Me pongo los pantalones mojados. Me calzo las sandalias mojadas. Bajo a la recepción. Estornudo, me quejo, toso, estornudo, grito, estornudo, insulto al hotel. Cockroach Garden Motherfuckin' Hotel, lo llamo. El recepcionista se deshace en disculpas. Me da la llave de otra habitación. Vuelvo a la primera. Recojo mi mochila. Recojo el poncho mojado. Bajo al segundo piso. Entro en la nueva habitación. Busco cucarachas por todas las esquinas. No hay. Son las diez de la noche. Ni siquiera tengo hambre. Me quito los pantalones mojados. Me quito la camiseta seca. Me meto en la cama. Toso. Toso. Toso. Toso. Tengo catarro. Joder. Me sirvo un Flumil® doble. Straight, no chaser. Me duermo en diez segundos.


miércoles, 2 de mayo de 2012

Posibilidades de una isla



El viaje entre Penang y Langkawi no está a la altura de mis expectativas. Vuelvo al mar de Andamán y resulta inevitable recordar la travesía entre Phuket y Ko Lanta, vía Ko Phi Phi (Tailandia), del año pasado: tres horas en cubierta con el sol y el viento en la cara, gotas saladas que salpican los pies descalzos mientras navegamos entre gigantes de roca kárstica. En lugar de eso tengo que conformarme con viajar en la panza del ferry –está terminantemente prohibido salir al exterior–, expuesto a las inclemencias de un aire acondicionado feroz que me hace recuperar parte del invierno que me dejé en Europa. Los pasajeros musulmanes, mejor informados, sacan de su equipaje mantas de alta montaña y se acurrucan a su abrigo. Y la compañía se empeña en distraer mi atención del exterior emitiendo en el vídeo del barco el remake de una de las películas de mi adolescencia, Noche de miedo. Pero, claro, no está Roddy McDowall haciendo de Peter Vincent, el gran cazavampiros, ni tampoco el inquietante Chris Sarandon. En algún lugar de mi interior escucho una voz que exclama "o tempora, o mores!" y sufro un acceso de nostalgia que me acompañará hasta que lleguemos a la isla.


Y cuando por fin llegamos, en casi todos los rostros del pasaje se dibujan muecas de desencanto (y digo casi todos porque varias de las mujeres que tengo alrededor van vestidas de negro de pies a cabeza con el niqab, que tan sólo deja entrever sus ojos): llueve en Langkawi. Llueve con tal intensidad que la "Hawaii de Malasia", como la describe el taxista que me lleva a la guesthouse, nos recibe convertida en un charco tropical. Y la situación no cambia demasiado en el tiempo que paso en la isla. Todos los días llueve al menos tres veces, tormentas que duran entre treinta minutos y dos horas y que invitan a congeniar con el resto de huéspedes de Zackry Guesthouse, el sitio donde me alojo, al otro lado de la carretera que bordea la playa de Tengah: Sabrina, canadiense, vivió dos años en Argentina y habla español con un acento porteño tan improbable como perfecto. No llega a los treinta años y va camino de Australia para reencontrarse con su novio colombiano y buscarse allí la vida; Tom, inglés, auxiliar de vuelo de Fly Emirates, vive en Dubai y por las noches hace que nos partamos de risa con el infinito anecdotario al que da pie su trabajo en el avión; Debbie, escocesa adicta a la adrenalina, nos enseña sus fotos de buceo entre tiburones y trata de convencerme de que vaya a Borneo porque no hay nada como atravesar la jungla cubierto de sanguijuelas o respirar el denso aliento de la Tierra en una de las cuevas más grandes del mundo mientras te llueven excrementos de murciélago (le digo que iré para que se calle); Khalid, informático egipcio, acaba de descubrir el mundo mochilero y está francamente sorprendido de no echar de menos los hoteles caros. Langkawi es una isla duty free y las cervezas valen tres veces menos que en el resto del país, así que las conversaciones se animan hasta la madrugada sin que el largo brazo de Alá nos vacíe los bolsillos.












Cuando deja de llover cada uno se va por su lado a explorar la isla. Las carreteras son perfectas y no hay nada más placentero que alquilar una moto e ir en busca de cascadas y playas desiertas, conducir entre arrozales que gracias a la lluvia exhiben un verdor deslumbrante, casi radiactivo. Me doy un chapuzón de agua dulce en la cascada de Temurun mientras veo cómo los lugareños y algunos extranjeros se juegan la vida escalando las rocas y zambulléndose en la poza desde una altura de cinco o seis metros. Vuelve a llover en ese momento, pero sólo nos damos cuenta cuando al salir del agua encontramos nuestra ropa empapada. También bajo la lluvia supero casi sin aliento los seiscientos peldaños rodeados de jungla que conducen a los "seven wells" y me topo con una familia de monos disputándose una bolsa de patatas fritas. Por la tarde paro la moto frente a Cenang, la playa más grande, blanca y "turística" de la isla, llena de gente que sonríe porque está de vacaciones. Aquí es posible alquilar un jet-ski o abrocharse el arnés de un paracaídas para sobrevolar la costa arrastrado por una lancha. Esta última actividad parece ser muy del gusto de las mujeres que visten el niqab, lo que a mis ojos, sorprendidos en su ignorancia, supone un cierto cortocircuito cultural. De vuelta en la guesthouse comento el asunto del niqab con Sabrina y Tom. Y los tres estamos de acuerdo: si lo que la prenda pretende es ahorrar a los hombres el mal trago de la tentación carnal, el efecto que consigue es precisamente el contrario, porque pocas cosas habremos visto más eróticas. La brisa hace que la fina tela del vestido se abrace a las curvas, generalmente vertiginosas, de estas mujeres de ojos negros que, enmarcados, intensifican su misterio y atizan las ganas de desenvolverlas despacio, recreándose en cada centímetro de piel que deja de ser secreto. En fin, qué sabré yo.


A pesar de ser una "playa de veraneo", con sus tiendas de flotadores y sus locales para extranjeros, Cenang no es en absoluto desagradable. Todo lo contrario. Los hoteles y guesthouses se sitúan a una distancia respetuosa del mar y la poca música que es posible escuchar por las noches bajo las estrellas flota en el aire sin estridencias. Los restaurantes son en su mayor parte negocios familiares, casas de comidas más o menos sencillas donde se cocinan con gusto las especialidades locales. Al otro lado de la isla, en el norte, se suceden los resorts de lujo, con sus campos de golf y sus playas privadas a las que no es posible acceder. Por mi parte casi siempre termino el día en Tengah, la pequeña playa que me queda más cerca, en la que nunca hay más de diez o doce personas. Hacia las siete y media las nubes descomponen en destellos rojos el último sol mientras, sobre la arena, empiezo a notar el cansancio de la jornada. Es hora de regresar a la guesthouse y comprobar si los patos se han atrevido a volver a nadar en la charca que hay en la propiedad: según me cuentan, una enorme pitón vive en los alrededores y cuando tiene hambre emerge a la superficie y se cena un pato. Al parecer todavía está digiriendo el último que engulló. Yo aún no la he visto.