"Planes and trains and boats and buses characteristically evoke a common attitude of blue, unless you have a suitcase and a ticket and a passport and the cargo that they're carrying is you". (Tom Waits. Foreign Affair)

lunes, 28 de mayo de 2012

Jammin' in Melaka


Melaka (o Melacca o Malaca) podría definirse simplemente por oposición a Kota Bharu. La geografía ya las sitúa en extremos opuestos del país, en el noreste la segunda, en el suroeste la primera. A la dolorosa fealdad de Kota Bharu responde Melaka con un exquisito despliegue de canales y puentes que llevan a pensar irremediablemente en una miniatura de Venecia cubierta de grafitis. Los viejos edificios de su "casco antiguo", ocupado en su mayor parte por Chinatown, invitan a recrearse en el paseo, a detenerse en cualquiera de los restaurantes familiares que bordan los platos de la cocina "baba-nyonya" (fruto del cruce entre los recetarios chinos y malayos), a seguir los aromas del apacible mercado nocturno que abre los fines de semana y comprarse una bolsita de dumplings o unas galletas de piña (la ciudad es mucho más grande que el casco viejo, desde luego, pero no hace ninguna falta visitar los barrios modernos, que, por otra parte, son invisibles desde Chinatown).


Si Kota Bharu es el feudo musulmán del país, garante de las más puras esencias malayas, Melaka exhibe un despreocupado orgullo mestizo, un gusto por la mezcla que viene de muy lejos: desde comienzos del siglo XVI y hasta mediados del XX portugueses, holandeses y británicos se sucedieron en el dominio de la ciudad, punto estratégico para el control del comercio en las "indias orientales". Todos estos países dejaron su huella en la población, la cultura y la gastronomía, y en edificios como el Stadthuys, la Porta de Santiago o la iglesia de San Pablo, en los que aún resuena el eco de los cañones de una época en la que las batallas se libraban barco contra barco, justo ahí enfrente, en el estrecho de Melaka, entre Malasia y la costa indonesia de Sumatra. La ciudad está, por tanto, históricamente acostumbrada a tener visitas –deseadas o no– y desprende hospitalidad por todos sus poros. La convivencia entre las distintas culturas que habitan Malasia se da aquí como en ningún otro lugar del país. Por primera vez en todo este mes he visto a malayos musulmanes, chinos e indios compartiendo mesa y conversación, formando parte del mismo grupo de amigos, en lugar de recluirse en la familiaridad impermeable de sus respectivos guetos.

Sin embargo, hay algo que Melaka y Kota Bharu (y todo el resto de Malasia, a excepción de ciertas playas turísticas y de dos calles atestadas de extranjeros en KL que no parecen tener horario de cierre) sí comparten: a partir de las nueve de la noche la ciudad se apaga casi por completo. En cuanto la gente termina de cenar se retira a sus aposentos y las calles se vacían. Y no es que no haya bares al alcance de la mano en Melaka. Los hay y en cantidad. Pero sólo unos pocos lugareños con vocación de criaturas de la noche, artistas bohemios, representantes de la pequeña comunidad gay y, por supuesto, visitantes extranjeros, hacen uso de ellos. No somos muchos. Pero lo pasamos muy bien. Especialmente en Me & Mrs. Jones.


"Me" se llama o se hace llamar Hawk (malayo de ascendencia china) y es un hombre orquesta. Le he visto tocar con idéntico virtuosismo el piano, la guitarra, el bajo, la batería, la armónica y el violín (en algunos casos, al mismo tiempo), además de cantar. "Mrs. Jones" no se llama Mrs. Jones, pero por más que se lo pregunto nunca me confiesa su verdadero nombre, quizá porque sospecha que seré incapaz de pronunciarlo. Ella, malaya de ancestros portugueses, está a cargo de la barra, de atender a los clientes y de que a Hawk, su marido, nunca le falte una cerveza mientras está sobre el escenario. Entre los dos componen "Me & Mrs. Jones", que no es sólo una canción estupenda de Billy Paul, sino también el mejor bar de Melaka y el lugar donde durante tres noches consecutivas he tenido el honor de tocar con músicos de verdad, frente a un público de verdad. Entré en él por casualidad, mientras paseaba sin rumbo por las calles de Chinatown, al ver que en su interior había un piano y que las paredes estaban cubiertas de guitarras. Y una vez más, fue muy fácil. Un par de preguntas, un par de cervezas y sólo dos horas después de llegar a la ciudad me veo sentado a la batería, esforzándome por no meter la pata en un blues sencillo junto a Hawk al bajo y su amigo Joe (que tampoco se llama Joe) a la guitarra. Cosas que sólo ocurren en Asia. De algún modo paso la prueba (por los pelos) y a lo largo de las dos noches siguientes seré el batería oficial del lugar ("on the drums, Senhor Raúl!!"), dos noches inolvidables que entre todos, músicos y público –local y llegado de todos los confines del planeta– convertiremos en una auténtica fiesta a base de blues y funk improvisado.



Me resulta difícil imaginar un final más perfecto para mi estancia en Malasia, un país que ha estado a punto de sacarme de quicio un par de veces, con el que me costó más de lo previsto conectar, pero que ha terminado por meterme en su bolsillo. Me marcho cargado de sensaciones y de nuevos amigos a los que espero volver a ver algún día. Pienso ahora que si mi "vuelta a Malasia" se hubiese desarrollado en el sentido contrario a las agujas del reloj (es decir, al revés de como más o menos ha terminado pasando) el viaje habría sido muy distinto y sin duda más pausado. Habría invertido mucho más tiempo en Melaka y en Cherating, quizá habría llegado a conocer la isla de Tioman (me espera para la próxima vez), posiblemente no habría cruzado a Penang y estoy casi seguro de que nunca habría llegado a Kota Bharu, Cameron Highlands e Ipoh. En fin, no lo sé. Lo que sí sé es que algunos de los mejores momentos de este asunto exterior, algunos de los más intensos e inesperados, han ocurrido en este país.

Y por si fuera poco, he terminado por encontrar cuatro o cinco buenas razones para no odiar KL.

Selamat tinggal, Malasia. Terima kasih.


Carlos el güey mexicano, Senhor Raúl, Mr. Joe, Mrs. Jones, Mr. Hawk y Mr. Bala

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