"Planes and trains and boats and buses characteristically evoke a common attitude of blue, unless you have a suitcase and a ticket and a passport and the cargo that they're carrying is you". (Tom Waits. Foreign Affair)

miércoles, 27 de junio de 2012

Telón


Hace algo más de cinco meses metí mi vida anterior en cajas de cartón y la guardé en el garaje de mis abuelos. Y me prometí a mí mismo que sólo volvería a dejarla salir, a desplegarla por estanterías, armarios y cajones, si realmente sentía que debía hacerlo. Empaquetarla, cargarla en una furgoneta de techo alto, llevarla hasta Pamplona y, sobre todo, salir del garaje (pero esa es otra historia) costó demasiado como para liberarla de nuevo así como así. Algunos días después mi hermano me dejaba en la T4 del aeropuerto de Barajas con un billete de avión sin estrenar en el bolsillo. Al cruzar la puerta de la terminal sabía que acababa de entrar en un relato aún por inventar. Solos yo, una mochila de cuarenta litros, tres mil euros y ciento cincuenta días de folios en blanco. En ese momento no tenía ni la más remota idea de lo que iba a vivir en los cinco meses siguientes. No conozco ninguna sensación que se pueda equiparar a la que proporciona esa ignorancia. 

Sabía que mi primer destino sería Chiang Mai, pero poco más. De hecho, mi primera intención era pasar allí alrededor de un mes, quizá dos si las cosas iban bien, hacer pequeñas escapadas a los alrededores y después ir cambiando de país conforme expirasen mis visados. Sin embargo, en el arranque del viaje no conseguí reproducir lo que había sentido en mi primera visita a la ciudad (febrero de 2011), cuando experimenté una especie de revelación y se instaló en mí una sospecha imprecisa, la sombra de una intuición que fue cobrando forma a lo largo del año siguiente para terminar convirtiéndose en el germen de este viaje. Pero esta vez no encontré en Chiang Mai lo que andaba buscando, así que sólo una semana después de llegar decidí cambiar por completo de planes: iba a tener que moverme más, mucho más de lo previsto.

También sabía que quería volver a Laos, esta vez al sur, pero ahí terminaban mis certezas. Camboya, Malasia e Indonesia eran tan sólo una posibilidad, como también lo eran Vietnam, Filipinas, Birmania o el sur de China. El propio viaje me fue indicando el camino a los primeros y dejando para otra ocasión los segundos. Lo mismo puede decirse de los lugares en los que me he ido parando en cada uno de esos países. Las decisiones las he tomado, en el mejor de los casos, cuarenta y ocho horas antes de moverme. Habitualmente el día anterior. Nunca he sabido con antelación dónde iba a pasar la noche.

Ni, por supuesto, con quién me iba a encontrar. Las personas que aparecen citadas en las distintas entradas de este blog son sólo una pequeña parte de la gente con la que me he ido cruzando por el camino. Y es que viajar solo es muy difícil. No por la soledad –que es fantástica e imprescindible para tener total libertad de movimientos, tan fantástica que hoy no concibo viajar acompañado–, sino porque algunas veces es realmente difícil conseguir estar solo. Bromas aparte, a lo largo de estos meses he conocido a un buen puñado de individuos que, con mayor o menor fortuna, decidieron cruzar la frontera entre lo que se esperaba de ellos (entre lo que ellos mismos esperaban de ellos) y lo inesperado, entre una forma de vida basada en la repetición y otra en la que lo único rutinario son las sorpresas. También a otros que encontraron su lugar en el mundo a miles de kilómetros de donde nacieron. A otros que tan sólo habían conseguido arrebatarle unos días al calendario laboral para añadir otro sello a su pasaporte. Y a otros que, simplemente, estaban en su país, un país del que en muchos casos nunca han salido y no por falta de ganas (mi amiga Manouane, la mitad de la Pareja Catástrofe, tiene un par de ideas en mente para paliar esto). Con ellos he compartido comidas y cenas, cervezas y zumos de mango, coches, tuk-tuks, furgonetas, autobuses, barcos, trenes, habitaciones y conversaciones de madrugada. De cada uno de ellos he aprendido algo. Algunos de ellos son ya amigos para siempre.

En ningún momento he sentido que estos cinco meses fuesen una "desconexión de la realidad", sino la realidad misma. Nunca he considerado este viaje como unas vacaciones o un paréntesis o una excepción a la norma. Me he limitado estrictamente a vivir en presente continuo, sin mirar hacia atrás ni hacia adelante. Así que este viaje ha sido y es mi vida y cada lugar en el que me he parado mi casa. Esta diferencia en la percepción del viaje puede parecer insignificante desde fuera (y quizá lo sea), pero es importante (es capital) desde dentro. Por esta razón, las cajas de cartón van a seguir en el garaje de mis abuelos. Al menos hasta que sienta que necesito un techo fijo. De momento, no es así.

Mañana vuelvo a Madrid, donde me esperan algunas de mis personas favoritas (quienes, por cierto, serían aún mucho más favoritas si me recibiesen con una botella grande de aceite de oliva virgen extra y una hogaza de pan crujiente). Y en el horizonte están Pamplona y sus excesos y San Sebastián y un par de trabajos o tres. Por tanto, supongo que va siendo hora de que caiga el telón sobre este asunto exterior.

Y así ocurre, ya puedo ver cómo ha empezado a descender sobre el escenario. Pero eso no quiere decir necesariamente que la función haya terminado. Me parece que no. Yo diría que tan sólo hemos llegado al final del primer acto.

Gracias a todos por vuestra atención.

Buenas noches desde Bangkok.

Nos vemos al otro lado.

Besos.

R.

domingo, 24 de junio de 2012

Y por fin... me encuentro a mí mismo


He necesitado casi ciento cincuenta días, pero finalmente lo he conseguido: me he encontrado a mí mismo. Y el acontecimiento se ha producido en el lugar más inesperado, nada menos que Kuala Lumpur. Después de dejar Indonesia he tenido que volver a Malasia: por alguna razón que sigo sin comprender del todo, volar de Bali a KL y después a Bangkok cuesta la mitad que volar directamente de Bali a Bangkok, mi puerta de salida hacia Europa. Así que he pasado un par de días extra en la capital malaya. Y si KL ya estaba creciendo en mi interior después de nuestro áspero primer contacto, ahora puedo decir que una parte de mí se queda en esta ciudad. Literalmente.

No es fácil encontrarse a uno mismo. Y mucho menos a 14.485 kilómetros de casa (nota al margen: casa empieza a convertirse en un concepto de bordes muy poco definidos y sumamente portátil). Y en mi caso ya ni siquiera estaba intentando buscarme. Había desistido varias semanas atrás, al caer en la cuenta de que probablemente el objeto de mi búsqueda (yo) en realidad preferiría no ser encontrado por el sujeto de mi búsqueda (yo). Así que me he encontrado sin buscarme, lo que, como era de esperar, ha intensificado las sensaciones en el momento del encuentro.

Que se ha producido como sigue:

Me subo a un tren elevado en la estación de Pasar Seni, me bajo en la parada de KLCC y entro en las Petronas por última vez en este viaje. Subo en las escaleras mecánicas hasta el quinto piso del centro comercial que hay en su base. Entro en la estupenda librería Kinokuniya y curioseo durante alrededor de una hora entre libros, guías de viaje, libretas, cuadernos y expositores de bolígrafos japoneses. Tras superar los dilemas habituales, decido que compraré Saturday, de Ian McEwan, y me lo llevo bajo el brazo con paso firme y rápido hacia la caja, no vaya a ser que vuelva a cambiar de opinión por séptima vez. Pero en el trayecto mi mirada traza una panorámica involuntaria y, a mitad de recorrido, creo ver algo familiar, una sombra, una silueta, una combinación de formas y colores no del todo desconocida. Freno de golpe –pero con gran habilidad consigo que Saturday no se me caiga al suelo– y me dirijo hacia la fuente de mi desconcierto. Y mis sospechas se confirman: ahí estoy, escondidito entre cientos de miles de millones de páginas, en lo más profundo de uno de los edificios más grandes de la Tierra, al otro lado del mundo.

"¿Me buscabas?"

"No"

"Yo tampoco te esperaba"

"Perfecto"

"Sí, perfecto".


Esquirlas balinesas


* Regreso a Bali después de nueve días en Gili Air y me dedico a recorrer en moto los alrededores de Padangbai, en el este de la isla, junto a la Pareja Catástrofe. Conducimos entre calles desbordadas de psicópatas automovilísticos; conducimos por carreteras sin asfaltar; conducimos por el campo, con las ruedas encajadas en raíles de tierra abiertos en la hierba; conducimos de noche, guiados a duras penas por el GPS de Cédric y cegados por las luces de los coches y el humo de la quema de rastrojos. Y sin embargo, no me ocurre nada.

* Paso la tarde con la Pareja Catástrofe en la pequeña playa que hay al oeste de Padangbai. Su calidad supera la media en Bali (lo que no es decir mucho), pero la corriente es terrible y las olas rompen con furia sobre las rocas y los arrecifes que hay en las inmediaciones de la orilla. Aun así, decidimos bañarnos. Y sin embargo, no me ocurre nada.

* La Pareja Catástrofe y yo nos montamos en un shuttle bus que después de hora y media de trayecto nos deposita en Kuta. Y sin embargo, al shuttle bus no le ocurre nada.

* La Pareja Catástrofe pasa conmigo el último día de su vuelta al mundo. Y lo celebramos haciendo lo mismo que hace todo el mundo en Kuta: surf. Se supone que las olas de Kuta son para principiantes, pero esta tarde en particular lo que se nos viene encima son moles de más de tres metros que después de aplastarnos nos centrifugan en un torbellino de arena, agua y sal. Y sin embargo, no me ocurre nada (es más, después de cuatro horas de intensa práctica consigo mantenerme en pie sobre la tabla durante unos asombrosos 2 segundos y 13 centésimas).

* A la mañana siguiente, la Pareja Catástrofe tiene que regresar a Bélgica después de un año de viaje y se despide de mí con un par de abrazos. Y sin embargo no me ocurre nada.

* Después de darle muchas vueltas al asunto, llego a una conclusión incontestable: la capacidad de destrucción de la Pareja Catástrofe queda anulada si cruza el Ecuador hacia abajo. Si alguno de vosotros, queridos lectores, se topa con ellos alguna vez en el futuro, deberá tener presente que, a pesar de su delicada apariencia, sólo son inofensivos en el hemisferio sur.


En los otros dos días que, ya a solas, paso en Kuta (con una pequeña incursión en su hermana pija, Seminyak, una especie de Rodeo Drive venido a menos) llego a otras tres conclusiones incontestables:

* No tiene sentido venir a Bali en busca de playa. Quien quiera calas asombrosas, que apunte a Menorca.

* No tiene sentido venir a Kuta si no es a hacer surf (y el surf para profesionales está más al sur, en Uluwatu). Calles estrechas constantemente atascadas por el tráfico, ratas, vendedores callejeros tan agresivos como incansables, más ratas y veinteañeros fingiendo estar más borrachos de lo que realmente están no hacen de este lugar precisamente el mejor escenario para una luna de miel. Y sin embargo los recién casados se empeñan en seguir viniendo y encerrarse en un resort con piscina que es exactamente igual a todos los resorts con piscina que hay en el planeta. ¿Será que el matrimonio es –o aspira a ser– un resort con piscina?

Miss Vielva, Miss Giralda, va por ustedes.
*  Los surfistas estadounidenses y australianos son tontos (y quizá no resulte descabellado pensar que esto pueda extenderse al resto de nacionalidades). Creo que tiene algo que ver con la parafina que utilizan para aclararse el pelo y convertirlo en paja. Según mi teoría –basada en la involuntaria escucha de mis vecinos de guesthouse–, la sustancia perfora sus cráneos y se filtra al lóbulo temporal del cerebro, creando un engrudo que les impide formular frases que superen el umbral del balbuceo y que no incluyan la expresión "pretty fuckin' awesome". De todos modos, como decía Antoine, un francés particularmente ingenioso y fanático del submarinismo con el que compartimos un par de noches en Gili Air: "Nosotros no nos hablamos con los del piso de arriba". Pues eso.

En fin, tonterías aparte, me despido de Bali y de Indonesia deslumbrado por sus paisajes, pero con la sensación de que ni la isla ni la pequeña parte del país que he podido visitar ni sus habitantes me han permitido que los conozca de verdad. Demasiados intermediarios, demasiadas trabas, demasiadas veces en las que me he sentido parte indistinta de un rebaño de vacas lecheras a las que hay que ordeñar tantas veces como sea posible y hasta la última gota. Al turista se le ofrece lo que se cree que el turista espera y se le exige que lo acepte, en lugar de limitarse a abrirle la puerta y dejarle curiosear un poco a sus anchas, sin dirigirle la mirada ni los pasos. Creo que están cometiendo un error y que, en lo que al turismo se refiere, el país, y particularmente Bali, ha tomado la dirección equivocada, quizá por un exceso de éxito. Eso es lo que creo. O quizá es que, en el fondo, yo no he sabido encontrar la manera de viajar de verdad por esta tierra.



domingo, 17 de junio de 2012

Un paso más (hacia abajo)


"¿Te apetece un café?"

"Vale"

Gauthier se levanta de la mesa, instalada sobre la arena, en la que acaba de depositar cuatro folios grapados, mecanografiados en inglés. Mientras prepara el kopi –el terroso brebaje indonesio que de ningún modo merece llamarse café– examino las preguntas contenidas en esas páginas. Son las ocho y poco a poco la brisa se va llevando la mañana hacia otro día perfecto en la isla de Gili Air.

¿Lesiones graves en la espalda? No. ¿Trastornos cardiacos? No. ¿Epilepsia? No. ¿Asma...?

"¿Gauthier?"

"¿Sí?"

"Tuve asma hace algún tiempo. ¿Eso cuenta?"

"¿Cuánto hace de eso?"

"Mmm. Unos treinta años"

"Nah"

"Ok"

¿Historial de neumonías? No. ¿Problemas de sinusitis? No. ¿Migrañas? No. ¿Claustrofobia...?

"¿Gauthier?"

"¿Sí?"

"Una vez tuve un ataque de claustrofobia en un ascensor atascado. Se me pasó de una hostia. ¿Eso cuenta?"

"¿Cuánto hace de eso?"

"Mmm. Unos treinta años"

"Nah"

"Ok"

¿Problemas de equilibrio? No. ¿Problemas de oído? No. ¿Estás embarazado? Espero que no. ¿Artritis? No. ¿Estabilidad mental...?

"¿Gauthier?"

"¿Sí?"

"Mi madre dice que soy un desequilibrado emocional. ¿Eso cuenta?"

"¿Cuánto hace que lo dijo?"

"Digamos que es una opinión constante. ¿Hace falta que pasen treinta años?".

"Nah"

"Ok".

A pesar de las interrupciones, Gauthier consigue preparar dos kopis y se sienta a mi lado mientras termino con el papeleo. Me pregunta si estoy nervioso y respondo que no. Mi mano maneja el bolígrafo sin temblores, aunque sí noto que los dedos de mis pies descalzos no dejan de remover la arena bajo la mesa. Ambos nos llevamos nuestras respectivas tazas a los labios mientras posamos los ojos sobre la superficie del Mar de Bali, que hoy parece más sereno que nunca.

"Es un día perfecto –me dice–. Vas a disfrutar, ya verás".

Terminamos nuestros kopis y Gauthier me entrega una bandeja de plástico con mi equipo: gafas, escarpines del 42, aletas, traje de neopreno corto y cinturón lastrado con cinco pastillas de plomo de un kilo cada una. Entre Gauthier y dos compañeros cargan los chalecos y las botellas de oxígeno en el pequeño catamarán y ponemos proa hacia los alrededores de Gili Trawangan, la más grande de las tres Gilis, alineadas frente a la costa noroeste de la gran isla de Lombok, a unos setenta kilómetros (y cinco horas en ferry lento) de Bali. En esta escuela no creen en las prácticas previas en piscina, así que mi primer contacto con el submarinismo se producirá directamente en el mar, rodeado de peces y corales. Tengo suerte: aún no es temporada alta y soy el único inscrito en la clase de DSD ("Discover Scuba Diving") de hoy, que por tanto será "privada". En la media hora de trayecto hasta el punto donde bucearemos Gauthier me da "la charla":

"Dos cosas que no debes olvidar. Primera: ecualizar el oído. Vas a experimentar lo mismo que cuando despegas en un avión, pero a lo bestia. Conforme bajemos, notarás cada vez más presión en los oídos. En cuanto eso ocurra, te bloqueas los agujeros de la nariz con los dedos y soplas a través de ella. Lo haces aproximadamente cada metro, tantas veces como sea necesario. Segunda: nunca, jamás, bajo ningún concepto, aguantes la respiración. Si no cambias de profundidad, no pasa nada, pero si subes conteniendo el aliento, te estallarán los pulmones".

"Joder. ¿Por qué?"

"Es muy sencillo. El oxígeno que reciben tus pulmones desde la botella cuando estás ahí abajo está comprimido, tu regulador lo ajusta a la presión, que es cada vez más fuerte según vas bajando y vas teniendo más metros de agua sobre ti. Si aguantas la respiración y subes sin soltarla, la presión será cada vez menor y el aire se descomprimirá en el interior de tus pulmones, que no podrán albergar semejante cantidad de oxígeno y..."

"Y adiós".

"Exacto".

"Mierda. ¿Podemos volver?"

"No te preocupes, voy a vigilarte de cerca y veré si las burbujas salen o no salen de tu boca. Simplemente no dejes de respirar. Y hazlo tan despacio como puedas. Cuando vea que te falta poco para vaciar la botella volveremos a la superficie. La inmersión durará treinta y cinco o cuarenta minutos y bajaremos hasta doce metros, el máximo permitido sin licencia Open Water".


Hemos llegado a la zona de buceo en cuestión. Antes de bajar Gauthier me explica los signos de comunicación básicos y los tres ejercicios que vamos a realizar. Me pongo el traje de neopreno, me ajusto las gafas y el cinturón lastrado y me calzo los escarpines y las aletas. Gauthier me ayuda a colocarme el chaleco y el peso de la botella de oxígeno hace que me incline hacia atrás. Me siento en el borde del catamarán, con el mar a mi espalda, la mano izquierda sujetando las gafas, la derecha el cinturón. Gauthier hace lo propio frente a mí, en el otro costado del barco. Voy a tener que dejarme caer hacia atrás. Ahora sí estoy nervioso, tanto que no puedo juntar las piernas, como Gauthier me indica. Por fin lo consigo. Gauthier inicia la cuenta atrás: cinco, cuatro, tres, dos, uno.. Voltereta hacia atrás. ¡Splash!

Nos hemos citado en la proa del barco, pero la corriente es tan fuerte que mi instructor me indica que nade hasta donde él está, agarrado a la cuerda de una boya. Ambos llevamos chalecos hinchables. Ha llegado el momento de deshincharlos, así que presionamos el botón que abre la válvula durante unos segundos, me coloco el regulador entre los dientes y poco a poco empezamos a descender. Respira despacio, respira despacio, respira despacio, respira despacio...

No puedo respirar despacio.
De hecho, no recuerdo haber respirado tan deprisa en toda mi vida. Tres palabras bastarán para definir lo que me está ocurriendo con absoluta precisión: ataque de pánico. Simplemente, mi cerebro no admite que yo pueda sobrevivir durante treinta y cinco minutos bajo el agua, así que todo mi cuerpo se rebela ante una situación que considera antinatural. Más de una vez, haciendo snorkeling, he pasado media hora sin sacar la cabeza del agua, respirando siempre a través del tubo, pero en esos casos sé que, cuando me canse o me apetezca, podré levantar el cuello, quitarme la goma del tubo de entre los dientes y respirar sobre la superficie, con el sol en la cara. Aquí eso no es posible. Estoy condenado a pasar más de media hora encerrado en un medio letal, sin ninguna vía de escape, con el regulador como única conexión con el mundo de los vivos. Por tanto: respiro como si acabase de correr 800 metros en cincuenta segundos (lo que crea un torbellino de burbujas a mi alrededor que intensifica mi ansiedad), pataleo, niego con la cabeza, comunico con mis manos todos los signos convencionales de buceo y otros que me invento (ok, subamos a la superficie, ok, problema en los pulmones, ok, descendamos, problema en los oídos, ok, subamos a la superficie, ok,  más despacio, ok, descendamos, ok, más deprisa, ok, estoy en reserva, subamos a la superficie hostia, ok, me falta aire, ok, infarto de miocardio, ok, neumotórax, ok, no quiero curas en mi funeral, ok, cremación, cremación, ok, asegúrate de que mis cenizas descansan en un cenicero del Village Vanguard bajo la foto de Bill Evans...). Por alguna razón, Gauthier no parece entender nada de lo que le digo, porque en lugar de sacarme de allí insiste en que sigamos bajando. ¿Pero de qué va este cabrón belga? ¿No ve que estoy a punto de desmayarme?

Estamos a tan sólo tres o cuatro metros de profundidad. Con un lento, delicado gesto de sus manos, Gauthier me indica que me tranquilice y que respirar no sólo consiste en tomar aire, sino también en soltarlo. Tiene razón. La ansiedad me lleva a llenar mis pulmones de oxígeno y a liberar sólo una pequeña cantidad, de ahí la respiración acelerada y también mi sensación de ahogo. Me doy cuenta de esto en un segundo de lucidez en mitad del terror. Poco a poco, me obligo a expulsar el aire hasta vaciar del todo mis pulmones. Y me tomo mi tiempo para volver a llenarlos. Y los vacío de nuevo, hasta la última burbuja. Repito el proceso cinco, seis, siete veces. Aún no he recuperado del todo el control de mis emociones, pero Gauthier se ha dado cuenta de mis progresos y ya va siendo hora de que empecemos con los ejercicios. Uno: quitarse el regulador de la boca, sostenerlo con la mano derecha, soltar oxígeno haciendo ruido, volver a ponerse el regulador, limpiarlo de agua con el botón de purgado. Superado. Dos: simulación de agua en las gafas. Gauthier me separa las gafas de la cara, de tal forma que se me llenan de agua. Durante un segundo vuelvo al pánico. Pero se me pasa. Tal como me ha enseñado en el barco, presiono la parte superior de las gafas con la palma de la mano y echo el cuello ligeramente hacia atrás, como si fuese Greta Garbo en La Dama de las Camelias. El agua vuelve al mar por la parte inferior de las gafas. Superado. Tres: Simulación de pérdida del regulador. Me quito el regulador de la boca y lo dejo caer. Aguanto la respiración (error: debería soltar burbujas haciendo ruido). Espero tres segundos. Inclino mi cuerpo hacia la derecha con el brazo derecho pegado a la cadera. Lanzo el brazo lentamente hacia atrás y dibujo un largo braceo de crawl. Bingo: el cable del regulador se engancha al vértice interior de mi codo, lo arrastro hacia adelante, lo agarro con la mano, me lo vuelvo a aplicar en la boca y lo limpio con el botón de purgado. Superado (tres cuartos de hora después, en cubierta, Gauthier me comentará que este último ejercicio no ha sido del todo perfecto, pero por ahora me indica con sus manos que los tres han resultado impecables, no vaya a ser que vuelva a hiperventilarme...).

Empiezo a sentirme confiado. Gauthier desciende un poco más y me indica que le siga. Bajamos otro metro y otro y otro más, ecualizando el oído cada pocos segundos. Al principio trato de descender nadando con las manos, cosa que mi instructor me ha dicho que no debo hacer y que por otra parte resulta bastante inútil. Para descender basta con soltar aire y, mágicamente, el peso del metal en la cintura hace que el cuerpo se aleje un poco más de la superficie. En cinco minutos me familiarizo con este sistema de navegación subacuática y pego mis brazos a los costados, sirviéndome de las aletas como único propulsor. Y entonces empiezo a disfrutar. Hasta ese momento estaba tan preocupado de la técnica, de mantenerme con vida y de respirar correctamente que ni siquiera había mirado a mi alrededor. Nos cruzamos con peces loro y peces ballesta. Buceamos entre corales, muchos de ellos vivos. Avistamos dos tortugas (bastante más pequeñas que mi tortuga de Malasia). Una de ellas está dormitando en el fondo del mar mientras un par de peces le roen el caparazón. Al pasar ante una enorme roca Gauthier me dice que me acerque y con su índice apunta hacia su base: una inquietante morena sale durante un instante de su guarida, nos enseña sus dientes y vuelve a esconderse. Más allá de este encuentro, la inmersión transcurre plácidamente, entre peces inofensivos. Los tiburones son raros en estas aguas y no vemos ninguno. Las impresiones que me produce la vida submarina no son tan intensas como las que recibí en mi primer día de snorkeling en las Perhentians, pero el hecho de empezar a dominar mis movimientos a doce metros bajo la superficie (quince, en realidad, según me confirmará Gauthier un rato después: "ejem, cosas de la corriente") y de respirar con total relajación me proporciona otro tipo de satisfacción, igualmente placentera. Un par de veces miro hacia arriba desde el fondo y suelto un suspiro de asombro al ver la distancia que me separa del mundo real. Y como siempre suele ocurrir, justo cuando me lo estoy pasando en grande, es hora de volver a la superficie.

Y allí compruebo que tan importante como la propia inmersión es lo que viene después. Tras desprendernos del equipo, Gauthier y yo (y sus dos compañeros, que también han estado buceando por la zona) nos sentamos alrededor de la mesa del barco, donde nos espera una taza de kopi y una bandeja de piña recién cortada. Y así, bajo el sol de las once de la mañana, mientras regresamos a Gili Air con el viento en la cara, damos cuenta del desayuno y comentamos todo lo que ha ocurrido en los últimos cuarenta minutos: mi ataque de ansiedad y los ejercicios y las tortugas y la morena... Ellos van desgranando recuerdos de algunas de sus mejores inmersiones: en Egipto, en Sulawesi, en Filipinas... y yo contribuyo a la conversación con mis pequeñas historias de tortugas y tiburones en las Perhentians. Finalmente, me preguntan si estoy dispuesto a hacer el curso Open Water: en tres días podría tener en mis manos el título, que me autorizaría a bucear hasta dieciocho metros de profundidad en cualquier lugar del mundo. La tentación es fuerte y realmente quiero hacerlo. Pero digo que no: a estas alturas mi presupuesto ya no me lo permite y, además, este viaje está a punto de terminar y me gustaría tener por delante algún que otro mes más para poder poner en práctica lo aprendido. Pero ahora sé, a pesar del pánico inicial, que algún día lo haré y que quizá no tarde demasiado en hacerlo. Un motivo más para regresar a esta parte del mundo.


Por ahora me conformo con volver la orilla y caminar con una sonrisa en la cara por los senderos de arena de la diminuta Gili Air, donde el vehículo más sofisticado con permiso para circular es un carro tirado por un caballo. Me cruzo con los personajes habituales: el chaval indonesio que todas las mañanas me lanza un descabellado "Eh, amigou, Fernando Torres, ¿porrito?"; el tipo que me quiere vender cuanto antes el billete de vuelta a Bali; el dueño del bar al aire libre donde cada madrugada voy a ver los partidos de la Eurocopa, que me pregunta si esta noche también me pasaré a ver el de Holanda. Me pasaré, sí, si consigo dormir un rato por la tarde. Entro en la terraza del bar-restaurante Zipp, me acomodo entre cojines en una de las pequeñas casetas de paja que hay plantadas a pocos metros del mar y pido un zumo de papaya. Saco de la mochila la autobiografía de Christopher Hitchens que me compré en KL y me sumerjo en ella un rato, hasta que un par de voces interrumpen mi lectura:

"Bueno. ¿Qué tal ha ido?"

"Parece que no te ha estallado el cerebro, como temías..."

"Ahora os cuento. Sentaos. Empiezo a tener un poco de hambre. ¿Qué os apetece comer? ¿Compartimos una Bintang grande?"

"Ok"

"Pues veréis. Los primeros cinco minutos han sido los más largos de mi vida, pero después, poco a poco..."


lunes, 11 de junio de 2012

Bali


La propia palabra supura exotismo para un occidental. Bali suena a paraíso en nuestros oídos; a playas desiertas de arena blanca extendidas a la sombra de esbeltos cocoteros frente a un mar que es azul de cuatro maneras distintas; a bailarinas de mirada misteriosa que ejecutan movimientos secos envueltas en un carillón de disonancias hecho de metal y bambú; a flores que salpican de color paisajes de un verde inédito; a templos que encierran en sus límites respuestas de gran importancia para las que, lamentablemente, no nos alcanzan las preguntas.

Todo esto, aun con ciertos matices, es cierto. Los paisajes de esta isla se cuentan entre los más espectaculares que he visto en Asia. Sólo el Mekong a su paso por Laos fue capaz de arrancarme más suspiros de asombro el año pasado, a bordo de una pequeña canoa rumbo a Nong Khiaw. Pero lo que en Laos es derroche y naturaleza desbocada, aquí es contención casi minimal. Bali es un enorme jardín que parece responder a un plan minuciosamente trazado. El paisaje se asienta en la mirada sin estridencias y confirma una tras otra todas las expectativas. Los arrozales, los cocoteros y las montañas se alinean conformando una impecable escalera hacia el cielo. Los colores son los colores. En las cercanías de Lovina hay unos baños termales inscritos en mitad de la montaña, entre plantas y flores tropicales. Llego hasta allí en moto, curveando entre colinas, y paso la mañana masajeándome la espalda con el bálsamo de agua tibia que brota de las fauces de un dragón de piedra. It's good to be the king.



Los espectáculos de danza/drama tradicional exigen estar muy cerca de los bailarines. Es un arte de primeros planos y no conviene perderse esa gestualidad al límite –el juego de las miradas, la crispación de muñecas, dedos y cuellos– que haría asentir complacido a Bob Fosse. La música sigue armonías que provocan una fugaz extrañeza para luego encajar con limpieza el oído. Un narrador explica la historia en balinés y se exalta –casi como en los guiñoles para niños– cada vez que "el malo" irrumpe en la escena.

Las esculturas y relieves de los templos (en los que es obligatorio llevar un sarong anudado a la cintura) reflejan la peculiar versión de hinduismo –trufado de creencias animistas– que se practica en la isla. No hay rastro de Brahma, Shiva o Vishnu y en su lugar encuentro infinidad de piedras en forma de mujer de pechos generosos que quieren funcionar como reclamo para la fertilidad. Las imágenes son sorprendentemente carnales. En el "santuario de los monos", a las afueras de Ubud, cientos de macacos de cola larga juegan y se pelean y se encaraman a los turistas entre templos ornamentados con sátiros, monstruos devoradores de niños y cerdos masturbadores y/o folladores provistos de tremendos penes de piedra.


Las creencias sobrenaturales tienen una gran importancia en la vida diaria de la isla. Todas las mañanas, la dueña de la guesthouse en la que me hospedo en Ubud prepara pequeñas bandejas confeccionadas con hojas de plátano y deposita en ellas unas cuantas flores, unos granos de arroz o alguna galleta sobre los que se queman un par de varas de incienso. Son ofrendas que se colocan ante las puertas de hogares y negocios para ahuyentar a los malos espíritus (que según se cree, habitan en el mar) y atraer a los buenos (moradores de las montañas). Cuando atardece, todo el clan (abuelos, tíos, padres, hijos, nietos y algún amigo) se viste elegantemente durante unos minutos para dirigirse al pequeño templo familiar que hay dentro de la propiedad. Después vuelven a su ropa de batalla y se sientan bajo el edificio central de la casa –las distintas dependencias están distribuidas en casitas de una sola habitación  alrededor del "patio"– a conversar o a escuchar el sonido del agua que mana de una pequeña fuente o a mirar a los peces de colores del acuario.


Aún no he pasado por el sur, donde se encuentra la playa de Kuta, con sus aglomeraciones y su fiesta perpetua. Dicen que es allí donde las arenas son más blancas y las playas más anchas. Las que he visto por ahora tienden más bien al negro y resultan más propicias para el buceo o el snorkeling que para el baño o la desidia bajo el sol. El color del mar, eso sí, es ese en el que todos pensamos cuando imaginamos una isla paradisíaca.

Sin embargo, Bali presenta algunos problemas que, sin echar a perder la experiencia, sí consiguen ensombrecerla hasta cierto punto. El mayor de ellos es, simplemente, su dedicación extrema al turismo. Al contrario de lo que ocurre en la mayor parte de Tailandia, Laos, Camboya y Malasia, los caminos de visitantes y lugareños corren en paralelo y nunca llegan a cruzarse si no es en una relación de cliente-vendedor o de cliente-camarero. Es francamente difícil encontrar un restaurante o un puesto callejero donde compartir mesa con los balineses. A salvo de lo que ocurre en algún pequeño warung (casa de comidas sencilla y algo más barata que los locales para turistas), el juego consiste en que los occidentales comen y los balineses sirven. Esto se da de modo radical en Ubud, donde el tipo de viajero que pasea por la ciudad poco tiene que ver con los que me he ido encontrando por el camino a lo largo de estos meses. Imitadoras de Julia Roberts (aquí se rodó buena parte de Eat Pray Love, una de las cinco películas más imbéciles de todos los tiempos) se deslizan por sus calles vestidas con sus mejores galas y una flor encajada en la oreja y se buscan a sí mismas entre boutiques y restaurantes de diseño, envueltas en una gasa de música easy listening y probablemente convencidas de que Bali se inventó para desenredar sus contradicciones. Eso sí, sin mancharse. Suerte, chicas.

El otro problema para alguien que pretenda viajar por libre es el mismo que me encontré en Java. Los balineses viajan en unos vehículos. Los turistas en otros. Y no hay manera de romper esa regla ni de llegar del punto A al punto B sin pasar por las manos de intermediarios con demasiada hambre de dinero fácil. Algo tan habitual en el resto de Asia como dirigirse a una estación de autobuses y comprar un billete (el mismo billete que cualquier habitante del país) es simplemente ciencia-ficción aquí y para llegar a ciertos lugares no hay más remedio que pasar por la piedra de los viajes organizados. Esto significa no sólo un incremento sustancial en el precio del trayecto, sino también el hecho de tener que soportar paradas no deseadas en restaurantes "asociados" a la "empresa" o en oficinas donde durante media hora tipos muy simpáticos tratan de venderte un billete de vuelta abierta, un curso de buceo o un viaje de 24 horas a Flores.



Las carreteras son por lo general buenas y, teniendo en cuenta la imponente belleza de los paisajes, las excursiones en moto deberían constituir el mayor de los placeres. Pero aquí también me encuentro con alguna dificultad. Una: el tráfico es infernal y no es raro toparse con terribles atascos, maniobras descabelladas y adelantamientos cuádruples (moto que adelanta a coche que adelanta a bemo que adelanta a camión, todo ello al mismo tiempo). El noventa por ciento de los conductores de esta isla estarían en la cárcel en Europa. Dos: las señales de dirección y los letreros con los nombres de los pueblos brillan por su ausencia. Tres: ninguna oficina de turismo dispone de mapas de carreteras de la zona. Consecuencia: me es imposible saber dónde me encuentro, cómo se llama esta localidad tan coqueta en la que acabo de parar, de dónde vengo ni hacia dónde voy, así que varias veces termino perdido en mitad de la indescifrable maraña de asfalto que es la red de carreteras de la isla. Por suerte, los balineses siempre están dispuestos a ayudar.

Después de pasar unos días en el interior, he decidido asomarme de nuevo al mar. Pero voy a hacerlo en una isla mucho más pequeña. Para llegar hasta ella tendré que viajar durante unas doce horas en una minivan, un ferry, otra minivan y una canoa- catamarán. Allí me esperan días de brisa y aguas azules, cervezas sobre la arena al atardecer y madrugadas de fútbol europeo frente a un televisor al aire libre. Y también un pequeño reto que ahora mismo me acelera el pulso. Ah, y un reencuentro no del todo inesperado.


domingo, 3 de junio de 2012

El placer de viajar (El retorno de Usté)


Parada de autobuses en una calle cualquiera de Probolinggo, 12:15 de la mañana.

"Lo siento, pero no puede usté subirse al autobús directo a Lovina porque no hay ningún autobús directo a Lovina" (léase en inglés indonesio)

"¿Perdón?"

"Me ha oído usté perfectamente"

"Pero si su jefe me dijo claramente que sí había un autobús directo a Lovina, un executive bus que llegaría allí hacia las ocho. ¡Y además ya he pagado por el billete!"

"Espere, espere, pare el carro"

"¿Qué pasa?"

"Pasa que a estas alturas los seguidores de su blog están perdidos. Los dejó colgados en Melaka y no tienen la menor idea de dónde está Probolinggo ni de cómo rayos ha llegado usté hasta aquí. Déles un poco de contexto, hombre, un par de antecedentes, algo a lo que agarrarse si no quiere perderlos para siempre"

"Pues no le falta razón"

"Casi nunca me falta"

"De acuerdo, pero no se me escape, que tengo unos insultos muy buenos que le quiero decir"

"Aquí le espero, quietecito como esos elefantes que le gustan a su rey de usté"

...............................

–SIETE DÍAS ANTES–


Un vuelo de un par de horas me lleva de Kuala Lumpur a la isla de Java y en concreto a Yakarta, capital de Indonesia y ciudad en la que diez millones de almas se hacinan envueltas en un denso celofán de polución y mierda. Un atasco descomunal hace que el autobús que me traslada del aeropuerto al centro tarde dos horas en recorrer 35 kilómetros. Las motos, que no están por la labor de esperar, se suben a las aceras, convertidas ahora en calles de tres carriles. Los años que vivimos asquerosamente podría ser el título de la película basada en la vida de cualquiera de los habitantes de este agujero. De un vistazo puede apreciarse que las diferencias sociales son salvajes. Despreciables rascacielos brotan como tumores sobre un infeccioso lecho de cobertizos, cabañas y chabolas que se han quedado atascados en la Edad Media. Un río negro arrastra las heces y la basura de sus moradores y alcanza la zona de Batavia –o Kota, como ahora se llama–, la "ciudad vieja" donde los pocos edificios coloniales holandeses que quedan en pie se tambalean mareados por el hedor que lo inunda todo. El único (y enorme) espacio abierto que encuentro en el poco tiempo que paso en la ciudad es Merdeka Square. En su centro se alza el "Monas", un falo monstruoso (coronado por una poco entusiasta eyaculación dorada) que Sukarno mandó construir hace medio siglo. Sé que no soy justo con Yakarta ni con quienes viven allí (dos días no son suficientes para formarse una opinión seria), pero qué le voy a hacer, el rechazo es físico: ningún lugar en el mundo me ha provocado tantas ganas de huir.


Así que huyo. El propósito de esta parte del viaje es atravesar Java de oeste a este en tren, preferiblemente en vagones viejos, baratos y lentos que me permitan disfrutar del camino. El primero al que me subo me lleva de Yakarta a Yogyakarta (Yogya para los amigos) y está muy lejos de ser barato y viejo, pero tras más de una hora de cola en la estación de la capital es el único billete que he podido conseguir. Lento sí es. Durante ocho horas atravieso kilómetros de arrozales ininterrumpidos, los campos de donde sale la materia prima que alimenta al cuarto país más poblado del mundo. El paisaje es fantástico, pero en el interior el viaje resulta demasiado europeo para mi gusto. Tras dejar atrás Yakarta incluso me preguntan a qué hora quiero que me sirvan la comida.

Las guías suelen hablar de Yogyakarta en contraposición a Yakarta. Pero a mí me decepciona desde que me bajo del tren. La densidad de timadores, sacacuartos y mentirosos a sueldo que viven en esta ciudad es tan abrumadora como enervante. Cinco minutos después de llegar un tipo muy simpático me informa de que tengo mucha suerte: precisamente hoy se celebra aquí una interesantísima exhibición de jóvenes artistas locales que no me puedo perder por nada del mundo, pues sólo tiene lugar tres veces al año. "Ah, qué bien, en cuanto me instale me paso por allí". "Pero dése prisa que cierra a las seis, es ahí al lado, en Jalan Malioboro, yo mismo le acompañaré". Curiosamente, recibo la misma información otras cuatro veces de boca de otros tantos tipos simpáticos antes de encontrar una habitación (en un bonito laberinto de calles estrechas atestadas de losmen, palabra indonesia para designar las guesthouses). Por lo visto, la afición al arte de esta ciudad supera con creces a la del París de los años 20. En realidad lo único que hay en Jalan Malioboro (además de McDonald's, KFC y otras bacterias) son varios kilómetros de tiendas de batik: telas estampadas artesanalmente –cubriendo con cera ciertas zonas y sumergiéndolas después en el correspondiente tinte para obtener distintos dibujos– con las que se confeccionan vestidos, camisas, sarongs y demás. Los tipos simpáticos se llevan una comisión por conducirte a una de esas tiendas si es que terminas comprando algo. Conmigo tienen un problema: las famosas camisas me parecen simplemente horrendas. A los indonesios no les quedan mal, pero a mí sólo se me ocurriría ponerme algo así en una despedida de soltero de las de servilleta en la cabeza y stripper zoófila. Y a mi alrededor la gente –con buen criterio– hace tiempo que dejó de creer en el matrimonio. Así que, señores simpáticos, por favor, déjenme en paz.


La otra gran mentira de Yogyakarta tiene que ver con los transportes. Todo está diseñado para que parezca imposible salir de la ciudad de forma independiente, sirviéndose de los medios que los propios indonesios utilizan. Por eso hay una gran cantidad de "agencias de viaje" para turistas desperdigadas por los alrededores de Jalan Malioboro y las calles de los losmen. Sus precios, por supuesto, son abusivos, entre otras cosas, supongo, porque tendrán que pagar a su propio ejército de tipos simpáticos. Cada día no menos de cinco vienen a presentarme sus "ofertas" mientras estoy comiendo o cenando. Cuando respondo que preferiría viajar por mi cuenta, me sonríen como si estuviese loco. Pero no debo de estarlo, porque en mi tercer día consigo llegar al templo de Borobudur yo solito, después de subirme a un par de autobuses locales y pagar cuatro veces menos de lo que me pedían los amigos piratas.

En Borobudur vuelve a ocurrirme algo que ya me pasó en Yogyakarta mientras visitaba el Kraton o palacio del sultán (una pequeña ciudad dentro de la ciudad en la que los fans de Hamengkubuwono IX tienen la oportunidad de ver expuestos todo tipo de objetos relacionados con su ídolo, incluido un rallador de queso de plástico): varias personas –entre otras, un grupo de chavales que ha venido al templo de excursión con el colegio– me piden entre tímidas y emocionadas que me deje fotografiar con ellas. Supongo que vienen de pequeños pueblos, de zonas a las que rara vez llegan los turistas occidentales, así que para ellos soy un ser de lo más exótico. Terminada la sesión fotográfica, se deshacen en sonrisas y agradecimientos y corren a contárselo a sus amigos y familiares. Brad Pitt por un día.

Regreso a Yogya y en mis últimas veinticuatro horas en la ciudad descubro un par de barrios con mucho encanto, alejados de Jalan Malioboro, donde vive la gente de verdad, gente honrada que no ve en mí a un imbécil al que exprimir hasta la última rupia, sino a alguien que quiere conocer su país y contarlo por ahí. Y es todo un alivio, aunque llega un poco tarde.

Al día siguiente, zafándome una vez más de los tipos simpáticos, me subo a otro tren –barato, viejo y lento– que me llevará en nueve horas hasta Probolinggo, una ciudad gris situada en el este de Java, a los pies del volcán Gunung Bromo, mi próximo objetivo. Y esta vez sí encontraré lo que iba buscando: un viaje al pasado. Soy el único occidental en un vagón lleno hasta los topes de pasajeros indonesios y cuyo pasillo siempre rebosa de músicos ambulantes y vendedores de comida, helados, dulces, refrescos, tabaco (un signo prohíbe fumar, pero nadie hace caso) y todos los artículos imaginables, que depositan sobre las rodillas o el regazo de cada pasajero durante un par de minutos para su consideración. Entre otras muchas cosas, pasan por mis rodillas un pato de peluche, un rascador de espalda, siete peines de colores, un mechero, un rallador de queso (igualito que el del sultán), tres bolígrafos, un cinturón de cuero negro, una mariposa de plástico que vuela alrededor de un alambre, un llavero del Manchester United y un póster con la imagen de un gato. A mitad de viaje me como un nasi goreng (arroz frito) envuelto en papel de estraza y cuando lo termino mi compañero de asiento me indica que le imite, así que no tengo más remedio que hacer una bola con el papel y los restos de comida y arrojarla por la ventanilla. Las nueve horas pasan deprisa, entre conversaciones –con dificultades, porque pocos hablan inglés– con algunos de los pasajeros, todos los cuales me preguntan si estoy casado y se ríen cuando les digo que no.


Cuando llego a Probolinggo ya es de noche. Un conductor de becak (una bicicleta con un asiento instalado en su parte delantera) me lleva hasta un hotel sombrío. Tras deshacerme de la mochila bajo a cenar algo. Y entonces cometo un grave error. Un tipo simpático viene a darme conversación mientras ceno. Y estoy tan cansado y tengo las defensas tan bajas que le escucho. Me ofrece un "pack" que incluye un traslado en Jeep para ver el amanecer frente al volcán Gunung Bromo, la excursión al propio volcán y un executive bus directo a Lovina –mi siguiente destino, ya fuera de Java– que saldrá a las once y media del día siguiente y llegará hacia las ocho de la tarde. El precio está bastante por encima de lo que sé que es justo, pero por una vez prefiero ahorrar tiempo en lugar de perder una jornada en Probolinggo investigando alternativas. Este viaje empieza a tener los días contados y no quiero tardar mucho en llegar a su escenario final. El problema es que la excursión sale de Probolinggo a las dos y media de la madrugada –dentro de cinco horas–, así que apenas podré dormir. Me da igual. Cierro el trato y me voy a la cama.

A las dos y media de la mañana una minivan me recoge en la puerta del hotel. Me siento muy extraño: por primera vez en cuatro meses voy vestido con vaqueros, chaqueta, calcetines y zapatillas cerradas (cuando lleguemos ahí arriba la temperatura rondará los cinco grados). Comparto viaje con una pareja holandesa, un inglés, una francesa y una canadiense. El conductor me pide que le pague por todo el "pack" antes de arrancar. Lo hago, pero estoy tan dormido que no reparo en que no me ha dado el billete de autobús a Lovina. A mitad de camino cambiamos la minivan por un Jeep en el que a duras penas entramos todos. La carretera que lleva hasta la cima del monte Penangjakan –desde donde veremos el amanecer, con el volcán Bromo a nuestros pies– es terrible: desniveles del veinte por ciento, curvas ciegas, tremendos agujeros en el asfalto (mi cabeza se golpea varias veces contra el techo del Jeep) y vertiginosos barrancos a derecha e izquierda en una noche sin luna. Dos horas después llegamos por fin a la cumbre. Y lo que vemos es... nada. Una niebla espesa lo cubre todo y convierte nuestro madrugón en la más ridícula de las decisiones. Por si acaso esperamos una hora ahí arriba, junto a otros viajeros, tiritando de frío. Y bromeando, qué remedio: "Esta es la niebla más cara que he visto en mi vida", "El amanecer que veo mirando a la pared de mi cuarto es muy parecido"... Seguimos esperando, pero el cielo no se abre y ya es hora de bajar al volcán.

Por suerte, Gunung Bromo lo compensa todo: el madrugón, las dos horas de baches y el amanecer que no fue. Por una vez me voy a callar y a dejar que sean las imágenes –imaginadlas rodeadas de un potente olor a azufre– las que hablen.


A las diez y media de la mañana estamos de vuelta en mi hotel de Probolinggo. El conductor me deja en la puerta y hace ademán de irse. Justo en ese momento me doy cuenta de que no me han dado mi billete y se lo pido.

"Yo no lo tengo, pero no se preocupe, a las once y media vendrán a recogerle y a las doce le montarán en el autobús"

"¿Cómo que a las doce? Me dijeron que el autobús salía a las once y media..."

El conductor agarra el móvil, llama al tipo simpático que me vendió el "pack" y me pone con él.

"¿A las once y media le dije? No, no, es a las doce. No se ponga nervioso, hombre, que llegará a Lovina a su hora. Desayune tranquilo, que en un rato le mando a alguien".

Aprovecho la espera para volver a la ropa de verano y masticar de mala gana un par de tostadas mientras me temo lo peor. Por fin, a las doce menos cuarto aparece un individuo a bordo de una moto. Sin mediar palabra le echo la mochila encima, me subo a la moto y a las doce y cinco llegamos a la parada. Y claro, allí no hay rastro de mi autobús. Me encaro con el conductor de la moto.

"Muy bien, quiero mi billete ahora mismo y quiero saber dónde está mi autobús"

El tipo habla durante unos segundos con el que parece ser el responsable del lugar y se vuelve hacia mí.

"Lo siento, pero no puede usté subirse al autobús directo a Lovina porque no hay ningún autobús directo a Lovina"

...............................

"Bueno, ya está. Información actualizada. ¿Podemos seguir?"

"Ya iba siendo hora. Vaya tocho les ha soltado a sus pobres lectores. Usté no se gana la vida con esto, ¿verdad?"

"¿Podemos seguir?"

"Okey, okey. ¿Dónde estábamos?"

"Yo le estaba diciendo: 'Pero su jefe me dijo claramente que sí había un autobús directo a Lovina, un executive bus que llegaría allí hacia las ocho. ¡Y además, ya he pagado por el billete!'"

"Ah, sí... Espérese usté un momento que hago una llamadita al jefe"

Cinco minutos de conversación telefónica en indonesio.

"Pues sí que ha tenido usté mala suerte. Resulta que sí había un autobús directo a Lovina, pero... se ha roto".

"¿Cómo que se ha roto?"

"Se ha roto"

"Eso es mentira. Nunca ha habido un autobús directo a Lovina. ¿Eso es lo que le ha dicho su jefe que me diga? ¡Son ustedes un hatajo de mentirosos hijos de puta y quiero que me devuelva mi dinero ahora mismo!"

"No se ponga así, hombre. A todo el mundo se la meten doblada alguna vez y en cuatro meses es la primera vez que le pasa a usté. Considérese afortunado"

"¡Así que admite que me han engañado! ¡Así que lo admite!"

"Perdone, ¿cómo dice? A veces no entiendo muy bien el idioma de ustedes, los americanos"

"Devuélvame el dinero y lárguese de aquí de una puta vez"

"No puedo devolverle el dinero, pero puedo darle una solución: se sube usté al autobús a Denpasar, que sale de aquí en un cuarto de hora. Después de cruzar el estrecho en ferry se baja usté en Gilipollas..."

"¿En Gilipollas?"

"Perdón, en Gilimanuk. En qué estaría yo pensando. Allí coge usté un bemo (minivan) con estas 30.000 rupias que le voy a dar ahora y para las ocho y media estará usté roncando en su camita de Lovina. Son sesenta kilómetros entre Gilimanuk y Lovina, así que el viaje durará una hora. Es la mar de fácil, ya verá".

No tengo más remedio que aceptar. Después de insultar a toda su organización durante otros tres minutos, a las doce y media me subo al autobús a Denpasar. A las siete el autobús entra en el ferry, cruzamos el estrecho y a las ocho me bajo en la estación de autobuses de Gilimanuk, que está totalmente a oscuras.


 Allí no hay nadie más que el responsable de la estación y un tipo que se está echando una siesta en el suelo. El jefe se me acerca.

"¿Adónde quiere ir usté?"

"A Lovina"

"Ah, muy bien, Lovina. Tendrá que ir usté en bemo. Son sesenta kilómetros, o sea, dos horas"

"Creía que era una hora".

"No, no. Sesenta kilómetros. Dos horas".

"Vale, me da igual. ¿Cuál es mi bemo?"

"Esa. Pero hay un problema. No hay suficiente gente para que ese tipo de ahí, el que duerme, se despierte y agarre el volante. Tendrá que esperar a que lleguen más pasajeros"

"¿Cuántos más?"

"Nunca se sabe"

"¿Una cifra aproximada?"

"Nunca se sabe. Espérese a ver si viene alguien. Si no, tendrá usté que viajar mañana. Buena suerte, compañero"

Durante más de una hora espero en completo silencio sin que nadie aparezca. Estoy destrozado. La noche anterior apenas dormí después de nueve horas de tren y antes de siete horas de Jeep y caminata al volcán y de otras siete de autobús y ferry. El conductor del bemo se despereza y me ofrece llevarme a Lovina a mí solo por una cifra escandalosa. Decido que me quedaré a dormir en Gilimanuk y así se lo comunico al jefe de la estación. Consulto mi guía y veo que recomienda un hotel en la ciudad.

"¿Sabe dónde está este hotel?"

"Claro, a tres kilómetros de aquí. Yo mismo le llevaré en mi moto..."

"Oh, gracias, muy amable"

"... por 10.000 rupias, precio de amigo. Sólo porque usté es el famoso Usté".

"Ya. Bueno, vale. Vamos allá".

La habitación del hotel es imposible de describir (me gustaría haberle hecho una foto, pero estaba tan cansado que no me acordé). Bastará con decir que las paredes están furiosamente arañadas y que todo el baño está cubierto de una costra negra, como si hubiesen sacrificado en él un cerdo y su sangre se hubiese secado sobre el suelo y las paredes formando manchas violentas, terribles. Y además el precio no es ni mucho menos barato. Afortunadamente, el jefe de estación me ha esperado fuera y acepta llevarme a otro hotel cercano. Allí me ofrecen una habitación que simplemente está sucia. Así que ahí me quedo. Ni siquiera ceno. Sólo me apresuro a dejarme caer sobre la cama y a dormir.

A la mañana siguiente me llevan en moto hasta la estación de autobuses y esta vez hay un bemo a punto de salir hacia Lovina. Hablo con el conductor.

"¿A Lovina? Muy bien. Son 30.000 rupias. Suba usté, llegaremos allí en tres horas"

"Pensaba que eran dos"

"No, no. Sesenta kilómetros. Tres horas".

El bemo para unas treinta veces a lo largo del camino, entre otras cosas para que el ayudante del conductor discuta a pie de carretera con un amigo suyo y para que el propio conductor reciba una especie de bendición en un templo. Pero ahora estoy disfrutando. Nunca he visto un paisaje parecido. El color verde que lo inunda todo es tan intenso que resulta difícil de asumir. Y las flores. Hay flores por todas partes, flores enormes que parecen brotar porque sí, sin que nadie se haya preocupado de cultivarlas. Y el olor. Olor a especias. ¿Pero a qué especia? Huele a clavo, estoy casi seguro. Llego a Lovina a las dos, sólo dieciocho horas más tarde de lo que me prometieron. Y encuentro a buen precio una habitación estupenda asomada a un jardín. Y detrás del jardín hay una pequeña piscina. Y después de registrarme y dejar la mochila en el cuarto me lanzo de cabeza al agua. Y el sol me acaricia la piel húmeda mientras me dejo flotar mirando al cielo.

Y entonces, por fin, escucho una voz que dice:

"Bienvenido a Bali".