"Planes and trains and boats and buses characteristically evoke a common attitude of blue, unless you have a suitcase and a ticket and a passport and the cargo that they're carrying is you". (Tom Waits. Foreign Affair)

sábado, 28 de abril de 2012

Mi lugar en el mundo


Tanto buscarlo y resulta que estaba señalizado.

Resueltas (o, más bien, aplazadas) mis batallas interiores con Kuala Lumpur, me monto en un autobús rumbo a Penang. Parece que el proceso de readaptación al primer mundo se está llevando a cabo de manera satisfactoria, porque a pesar de que el asiento que me toca en suerte es una especie de sillón orejero biplaza, suntuosamente acolchado y totalmente reclinable, no me quejo ni exijo indignado que me lo cambien por un banquito de plástico rojo plantado en mitad del pasillo. Vamos bien.

Una de las razones por las que he venido a Malasia son sus islas. Penang es la primera de la lista, aunque técnicamente no puede considerarse del todo una isla, puesto que está conectada con la península por un larguísimo puente y por tanto es accesible por tierra. Tampoco se trata de una isla paradisíaca en el sentido estricto del adjetivo, ni siquiera tiene playas que merezcan ese nombre. La razón por la que me desplazo hasta Georgetown –ciudad trufada de mezquitas, templos de todas las religiones y restos de la presencia inglesa en la isla, que sobreviven a la sombra de horrendos rascacielos que no desentonarían en Benidorm– es su comida. Leo que la gente organiza expediciones de fin de semana desde KL, incluso desde Singapur, sólo para regalarse con las criaturas culinarias locales, fruto de los afortunados cruces entre las cocinas india, china y malaya. Así que me propongo hacer lo mismo y durante tres días deambulo entre Chinatown y Little India y reboto entre puestos callejeros y  casas de comidas. Nasi kandar, assam laksa, koay teow, mee goreng, murtabak o roti canai dejan de ser unos desconocidos para mí y cada día espero impaciente la hora del desayuno, la comida y la cena para seguir profundizando en este festival de sabores y aromas. Repito varias veces en un sencillo restaurante indio-malayo llamado Hammediyah donde bordan el murtabak, a pesar de que todos los días, invariablemente, uno de los camareros me arrebata el libro, folleto o guía que esté leyendo mientras espero mi plato para demostrarme lo bien que lee en inglés.

Una vez saciados mi apetito y mi curiosidad y viendo que no hay mucho más que hacer aquí, me siento en un banco a la sombra a tomarme un zumo de sandía (servido en bolsa de plástico con pajita, como es habitual en todo el sudeste asiático) y a decidir el próximo movimiento. El recuerdo del terrible atasco que tuve que sufrir para llegar a Georgetown desde la estación de autobuses, situada a varios kilómetros del centro de la ciudad, hace que me dé mucha pereza salir de la isla por tierra. El mar está mucho más cerca, así que decido huir en ferry hacia otra isla a la mañana siguiente. Pero de algún modo inexplicable parece como si la ciudad me hubiese leído el pensamiento y de inmediato pone en práctica un sucio chantaje emocional:

"No se vaya, por favor, no se vaya. ¿Es que no tiene usted corazón? ¿Es que no se da cuenta de todo lo que hemos hecho para que se sienta un hombre afortunado? ¿No ve que le hemos puesto su nombre a una calle? ¿No ve que hasta nos hemos tomado la molestia de señalarle cuál es su lugar en el mundo, para que deje de moverse de aquí para allá como pollo sin cabeza? Por dios bendito, ¡si hasta hemos erigido un templo en su honor!"

Mmmm, gracias, muchas gracias, de corazón, por todas estas atenciones que desde luego no merezco. Gracias, pero... no. Seguro que tengo otro lugar en el mundo esperándome por ahí.

En fin, casi seguro.



martes, 24 de abril de 2012

KL: diez razones para odiarla


Tengo un amigo –realizador de televisión y por tanto no del todo en sus cabales– que cada vez que entra conduciendo en Bilbao gruñe: "Esta es una ciudad inevacuable, joder. Vaya mierda de ciudad. ¿Has visto algo más inevacuable en tu vida? Si es que es totalmente inevacuable, hostia". Supongo que la inevacuabilidad es una razón tan buena como cualquier otra para odiar una ciudad. El odio es libre, ¿no? Al menos para compensar que el amor no lo es. Aunque debería.

En fin, al grano. Después de hora y media de vuelo desde Phnom Penh aterrizo en el aeropuerto internacional de Kuala Lumpur y entro así en el cuarto país de mi viaje, Malasia. Y en los días que paso en la capital noto cómo se me van acumulando los motivos para no enamorarme. Veamos:

1. Odio Kuala Lumpur ya antes de llegar a ella. Odio sus afueras desde el autobús al que me he subido en el aeropuerto porque al mirar a través de la ventanilla veo algo intolerable: una autopista perfecta. Asfalto perfecto, tierno y casi comestible. Seis carriles perfectos. Coches que circulan perfectamente alineados respetando a pies juntillas las normas internacionales de conducción y manteniendo una distancia de seguridad de una perfección nauseabunda. Por un momento temo que tras la próxima curva vaya a aparecer algo tan escalofriante como Eibar.

2. Odio el paisaje que la rodea, que parece sacado de una serie de dibujos animados de Hannah & Barbera: palmera, palmera, palmera, palmera, casa, palmera, palmera, palmera, palmera, casa, palmera, palmera, palmera, palmera, casa. Al parecer en Malasia ya no hay selva. Olvídate de Emilio Salgari. Si quisieras jungla (menos mal que no la quieres), tendrías que pagar por entrar a un parque nacional primorosamente cartografiado. El aceite de palma, quién lo iba a decir, ha vencido a los tigres y a las serpientes y ha creado un escenario donde los únicos animales salvajes que podrían encontrarse a sus anchas son el oso Yogi, Magilla gorila, Pepepótamo y su hipogrito huracanado, Leoncio el león y Tristón.

3. La odio cuando ya estoy en ella porque después de dos meses de paisajes urbanos vírgenes camino por calles que se han dejado violar por los señores McDonald, 7 Eleven (hey, Sev), KFC, Domino, Häagen Dazs y Subway, todos a la vez, en lo que sólo puede describirse como un repugnante gangbang consentido.

4. La odio porque Chinatown y Little India, los únicos reductos de cierta autenticidad que quedan en la ciudad, son demasiado pequeños y al parecer lo van a ser aún más en el futuro. Varios carteles me piden que me una a la resistencia contra la destrucción de los viejos edificios. ¿Dónde hay que firmar?

5. La odio porque casi nadie va en moto y no hay rastro de tuk-tuks ni puestos a pie de carretera donde te vendan una mugrienta botella de coca-cola llena de bencina de la peor clase para llenar el depósito. Todo el mundo utiliza el autobús o el sky train o conduce coches no contaminantes alimentados por combustibles limpios que cumplen todos los protocolos. El resultado es un aire de una pureza irrespirable. Dios mío, otro Toyota Prius, ¿es que aquí nadie tiene compasión?

6. La odio porque veo pasar un autobús en el que un detective privado anuncia sus servicios, especializados en atrapar esposas infieles. Acabo de llegar y ya empiezan a  amenazar con reducirme el campo de batalla.


 7. Odio minuciosamente su diseño urbano, o más bien la ausencia absoluta de diseño urbano. Los rascacielos se dan de codazos en un sindiós urbanístico donde no hay lugar para las perspectivas limpias. Cualquier posibilidad de fuga se ve castrada por un nuevo megabanco de cien pisos plantado en mitad de lo que podría haber sido una avenida. Los ojos tropiezan constantemente con cosas, es imposible ver más allá de veinte metros. Los edificios, lejos de comunicarse entre sí y establecer alguna clase de ritmo, se insultan. Me subo a la KL Tower, a 276 metros del suelo, desde donde se domina toda Kuala Lumpur, y tengo la sensación de que un día alguien amontonó de cualquier manera los rascacielos sobre el tablero de la ciudad mientras pensaba cómo distribuirlos correctamente y después se fue a tomar un café y nunca volvió.

8. La odio porque se parece demasiado a Europa y sin embargo se empecina en vivir en el sudeste asiático. Y aunque en su defensa alega que sus taxistas actúan como cualquier tuktukero de Camboya, Laos o Tailandia (todos los taxis llevan una pegatina en la que se puede leer que es obligatorio utilizar el taxímetro y que está prohibido regatear, pero todos los taxistas a los que pregunto se niegan a hacerlo y, como siempre, hay que negociar), no consigue engañarme. Esta no es tu casa, KL. Deberías mudarte a algún lugar entre San Marino y Luxemburgo. No te preocupes, te recibirán con los brazos abiertos: eres previsible.


9. La odio (y esto es extensible a todo el país) porque a pesar de que las tres culturas que la habitan –chinos (básicamente budistas), indios (básicamente hinduistas) y malayos (básicamente musulmanes)– conviven sin mayores problemas, al parecer son los musulmanes los que en nombre de no sé qué directiva dictada por un tipo que no existe han puesto precio a la cerveza y a los licores para castigar a los perros infieles que nos empeñamos en mancharnos con ellos. Casi dos euros por una lata pequeña de Skol en el supermercado (y no hablemos de los bares) es la clase de información que puede desestabilizar un viaje desde el primer día.

10. Y te odio, KL –y esta es la razón que explica todas las demás y que confirma que no soy un monumento a la justicia–, porque no eres Phnom Penh.

En mi segunda mañana en la ciudad camino hasta las torres Petronas, dispuesto a odiarlas a mis anchas (hombre por favor, una vulgar compañía de petróleo y gas tratando de demostrar que no sólo la tiene más grande, más gorda y mas dura que AIG, el Bank Islam y el Marriott juntos, sino que además tiene dos, ¡ja!). Así que me planto allí, frente a la entrada principal, con el pequeño estanque a mi espalda, en un punto equidistante entre las dos torres, abro mi bocaza para empezar a hacerles saber alto y claro lo mucho que las odio, miro hacia arriba y... no puedo cerrar la boca. Me quedo así, quieto, con la boca abierta, durante cinco, diez minutos. Mierda, yo quería odiarlas, de verdad que quería, pero las amo, y el amor no es libre y este en particular es un amor fou, porque incluso me gusta el centro comercial que hay en su base y no hay nada que odie más en la Tierra que un centro comercial. No sé qué hacer, no estaba preparado para esto, así que hago lo que todo el mundo: desenfundo la cámara, encuadro las torres y disparo unas setenta y dos veces desde todos los ángulos posibles, planos generales y detalles, conmigo dentro y sin mí, click, click, click, click, en un frenesí fotográfico con el que quizá pretendo saciar mis ganas de mirarlas todo el tiempo y que finalmente me deja exhausto, relajado y blando, inmerso en una nebulosa casi poscoital.


Después cometo el error de ir a comer un chicken nasi lemak (arroz cocinado en agua de coco y acompañado de microanchoas secas y fritas, láminas de pepino fresco, cacahuetes y pollo en una salsa de algo que está extremadamente bueno) y sigo sin poder odiar, maldita sea. Y tampoco puedo odiar por la noche, cuando la ciudad se echa a la calle bajo las luces de los rascacielos y llego casi sin querer a Jalan Alor, atestada de puestos de comida callejera que emiten aromas tan desconocidos como apetitosos, y ceno el mejor pescado a la parrilla que he probado en todo el viaje. Parece que el paladar no me va a permitir odiar a gusto esta ciudad, este país. Mientras paseo de regreso a mi habitación, en un tugurio de Chinatown, miro a mi alrededor y encuentro en los grandes edificios, en los pasos elevados, en los trenes que cruzan el cielo ecos de Ridley Scott y de Fritz Lang. Y entonces noto que Phnom Penh empieza a soltarme, a dejarme ir.

Pero no nos engañemos. Hay algo que ni la inesperada belleza de las Petronas ni dos mil platos de la mejor comida del planeta pueden enmascarar, algo a lo que sí puedo aferrarme para seguir alimentando mi odio: Kuala Lumpur es una ciudad total, absoluta e irremediablemente inevacuable.


miércoles, 18 de abril de 2012

Últimos días en Phnom Penh


Dejo Siem Reap para regresar a Phnom Penh por última vez y siento que estoy volviendo a casa. Y en el autobús pienso que quizá debería haber extendido el visado, que este mes en Camboya, tan cargado de imágenes, de sensaciones, de personas a las que voy a echar de menos, se me ha ido muy deprisa. Dos semanas más, quizá... Pero ya es demasiado tarde. Un avión me espera a la vuelta de la esquina para llevarme a un país sin tuk-tuks. Sin cerveza barata. Sin calle 288.

Al bajar del autobús me encuentro con una ciudad fantasma. Todo el país celebra durante tres días el año nuevo khmer y los habitantes de la capital han salido huyendo en busca de las playas del sur o de los templos del norte. Las calles de Phnom Penh, habitualmente caóticas, ruidosas, saturadas de tráfico, guardan silencio. Persianas echadas, semáforos que trabajan para nadie, algún turista despistado que no entiende nada. El sol intensifica el hedor de la basura que se acumula en bolsas medio reventadas en todas las esquinas: los basureros también se han ido a comer cangrejo a Kep.

Dedico mis últimos días en Phnom Penh a recorrer una vez más mis lugares favoritos. Todo me resulta muy familiar, como si llevase aquí un año. Ya no necesito mapa para moverme por la ciudad. Llevo mi ropa a la lavandería. Compro algunas cosas para el viaje: una guía, una funda impermeable para la mochila, nuevas lecturas, una linterna de bolsillo (la vuestra nunca funcionó bien, hermana), ibuprofeno por si la muñeca o el tobillo vuelven a quejarse, unas "ray ban auténticas" por tres dólares en el "mercado ruso" (todavía no he encontrado un sitio donde cambiar el cristal roto de las buenas)...


Jo ha pasado el puente en el sur y a su regreso propone un plan típicamente expat que me saca de la estricta austeridad mochilera: combatir el calor nadando en la piscina del Hotel Cambodiana; tomar un cocktail con vistas al río en el bar del Foreign Correspondents Club; cenar en la terraza del tercer piso de un restaurante de la calle 240; ir a escuchar a la banda del Memphis Pub hasta que el cuerpo aguante. La buena vida durante unas horas.

Hoy es mi último día en Camboya. Con algo de pereza repaso documentos, compruebo horarios, calculo el dinero y el tiempo que me costará llegar mañana al aeropuerto. Salgo a las ocho. Al parecer no habrá más remedio que levantarse a las cinco y media. Mierda. Como unos fideos en The Little Noodle Shop. Recojo la ropa de la lavandería. La meto en la mochila sin sacarla de su bolsa de plástico. Ordenador. Cámara. Cables. Libros. Neceser. Creo que está todo. Mañana a las once y media aterrizaré en un mundo completamente distinto.

Hasta pronto, Camboya.

Gracias.




domingo, 15 de abril de 2012

Éxtasis de piedra gris



(Esta entrada, mi favorita hasta el momento, está dedicada a mi sobrino Nicolás, que hoy cumple dos años. Felicidades, enano)

Después de despedirme de Pol Pot y de pasar una noche intensa en Phnom Penh con Jo, Brian, Laurie y Juliet, mis cuatro profesores de inglés expatriados –tan elegantemente británicos que jamás se permiten el lujo de corregir las burradas que salen de mi boca–, llega por fin el momento que llevo retrasando tres semanas: tengo que ir a Angkor. El problema en realidad no es Angkor, sino ese "tengo que". Este viaje consiste básicamente en auscultarme con minucia el cuerpo y el alma y, una vez obtenido el diagnóstico, administrarme la medicina más adecuada. O sea, hacer lo que me salga de los huevos cada mañana. Y los "tengo que" casan mal con ese espíritu y siempre da cierta pereza abandonar el territorio del viaje personal –cuyo mapa voy trazando a medida que lo voy recorriendo y que es, por definición, irrepetible– e ingresar en las autopistas del turismo, los caminos señalizados, las colas, los precios exagerados y la comida occidentalizada al gusto de Jack, Enrico, Ingmar, Horst, José Luis, Philippe, sus señoras y sus niños, no sea que pasen mala noche. Sin embargo, los "tengo que" suelen serlo por algo. Si millones de personas de todo el mundo podemos soportar horas de espera para subir a la Torre Eiffel o al Empire State o para aglomerarnos en los jardines de la Alhambra o del Taj Majal debe de haber una buena razón para ello. Y la hay. Y al parecer hay unas cuantas para visitar los templos de Angkor.

Así que madrugo y me monto en un autobús que tardará siete horas y media en llegar a Siem Reap, la segunda ciudad en importancia de Camboya y el campo base desde el que todo el mundo ataca los templos desperdigados en el enorme territorio que durante más de 600 años (802-1432) constituyó el corazón del imperio khmer. La primera impresión de Siem Reap es decepcionante. La ciudad, o al menos su centro, vive arrodillada ante los viajeros de sandalia y calcetín (prenda de la que sólo se desprenden para alimentar a los peces con los callos de sus pies en los tanques de "fish massage"), que rara vez salen de Pub Street y de The Alley, calles atestadas de insípidos restaurantes internacionales, boutiques cool y pubs de diseño que escupen a todo volumen una indigesta sopa de mala música. La persistencia de los vendedores callejeros (básicamente niños que ofrecen postales y libros), de los tuktukeros y de los camellos motorizados ("¿weed, cocaine, young lady boom boom, sir?") alcanza aquí niveles de agresividad que rozan la violencia psicológica. Calculo que en cuatro días habré dicho "no" unas doscientas veces. Afortunadamente Siem Reap aún conserva cierta personalidad en las calles alejadas de las guesthouses y los grandes hoteles, en los mercados nocturnos y –cómo no– en los puestos de comida callejera, donde es posible cenar por la mitad de precio y tres veces mejor que en los restaurantes para extranjeros.


Por alguna razón (¿el lobby de tuktukeros?) aquí está prohibido alquilar motos a los foráneos, así que al día siguiente a mi llegada me conformo con una bicicleta y pedaleo a lo largo de la recta de seis kilómetros que conduce a Angkor y que por suerte (35 grados a las siete de la mañana) es totalmente llana y discurre a la sombra de árboles robustos, muchos de ellos etiquetados con su nombre en latín. Terminada la recta me encuentro con lo que en un principio parece un río de una anchura más que respetable (190 metros de orilla a orilla, según leo), pero que de ningún modo es un río: es el inmenso foso que rodea Angkor Wat –el edificio religioso (hinduismo salpicado de budismo) más grande del mundo–, un rectángulo de 1,5 por 1,3 kilómetros que sólo permite el acceso al templo por la pasarela de piedra de la entrada principal, en el lado oeste, o por un sendero arbolado en el lado este.

Hace unos días brindé con Johan en el ABC de Kampot por la quema de todos los edificios religiosos del mundo con todos sus predicadores dentro. Pero si, al estilo de Alonso Quijano, llevásemos a cabo un "donoso escrutinio", este sería el primero que yo salvaría de las llamas (el edificio, no los predicadores, tampoco hay que exagerar). Lo que siento cuando por fin entro en sus dominios no tiene, por supuesto, nada que ver con los cuentos del más allá. Tampoco el tamaño me deslumbra, lo esperaba bastante más grande, más imponente. ¿Qué es, entonces? ¿Por qué las sensaciones son tan intensas? La respuesta, me doy cuenta de pronto, está relacionada con la placidez con la que mis ojos encajan en este mundo de piedra arañado por el tiempo, con una extraña serenidad de la mirada, que se posa sin esfuerzo en los muros, en las torres, en los bajorrelieves, que casi descansa sobre ellos. Gris. Esa es la respuesta. Todos los grises. Más allá del azul del cielo no hay otro color intramuros, y cuando lo hay (una camiseta roja, un buda dorado) se produce una explosión de ruido en mi retina, que se apresura a volver al silencio gris de las piedras, de este paisaje interior que parece construido con ceniza.








En este momento no hay mucha gente a mi alrededor y la concentración es total. Hoy me gustaría ser arquitecto para poder apreciar aún más la asombrosa ejecución del templo. Cada vez que la luz cambia, cada vez que el sol se mueve un palmo el edificio se reestrena, se iluminan rincones que hasta ahora había pasado por alto, se esconden en la sombra los que habían capturado mi atención sólo unos minutos antes, unos grises se apagan, otros se encienden, aparecen nuevos matices en el juego de las proporciones. Y cada vez que giro la cabeza, cada vez que me muevo unos pasos y cambio el punto de vista recibo una sacudida: cada perspectiva es distinta de la anterior y provoca una conmoción nueva, un nuevo clímax de la mirada, un orgasmo de la matemática y la simetría enriquecido por los líquenes y las manchas de la Historia. Para disfrutar de este lugar hay que pararse, hay que sentarse y dejar que sea el mundo el que se mueva. Me quedaré aquí toda la mañana. Cinco, seis horas. Para qué correr.

Pero Angkor no es sólo Angkor Wat. La lista de templos y las distancias que los separan resultan desesperantes para aquellos que pretenden verlos todos. Hay quien sólo se queda aquí un día, contrata un tuk-tuk y se deja llevar a toda velocidad de un edificio a otro sin enterarse de nada. Otros, sin duda más coherentes, invierten una semana en una visita más exhaustiva. Yo he comprado un pase de tres días y mi exploración será selectiva. A pesar del calor, la bici resulta perfecta para moverse de un templo a otro, porque el propio "recinto" es también un espectáculo. La naturaleza ha sido aquí domesticada lo justo para poder pedalear entre bosques, y es posible atisbar de vez en cuando un grupo de monos merendando al borde de la carretera o escuchar algo que se arrastra por el suelo y que jamás se deja ver del todo.


Y puesto que fueron construidos en diferentes siglos, bajo el mandato de reyes-dioses distintos, no hay dos templos iguales. Antes de llegar pensaba que para el segundo día ya estaría saturado. Pero no. Angkor Thom, la monumental ciudad fortificada que en otro tiempo fue la capital del imperio, debería anunciarse como "el bosque de las sorpresas", porque eso es precisamente lo que es. Un lugar donde la suspensión de la incredulidad es la norma, un territorio arrancado a la ficción e insertado en el mundo real sin perder un ápice de su magia, de su poder de evocación de universos imposibles. "No puede ser, no puede ser", pienso mientras dejo de pedalear y la inercia me deposita frente a Bayon, el templo que el rey Javayarman VII mandó construir a mayor gloria de sí mismo con la excusa de honrar a Avalokiteshvara: 216 reproducciones de su propio rostro elevado a la piedra convierten el paseo entre sus "muros" en una experiencia tan fantástica como inquietante. "No puede ser, no puede ser", me repito mientras paseo completamente solo por el bosque que rodea Baphuon y siento algo muy parecido a lo que pudo sentir el primer explorador occidental que llegó a este lugar. Y entonces, justo antes de cruzar la misteriosa puerta de un templo que ya no existe, sospecho que esto no es real, que estoy en el minuto dieciocho de una película de aventuras, justo ahí, cuando está a punto de pasar algo terrible o maravilloso. "No puede ser, no puede ser", me digo una vez más mientras recorro el laberinto de Preah Khan y al salir veo cómo un árbol se come la entrada de la puerta este.







 En el siglo XV, tras la caída del imperio, Angkor fue abandonado a su suerte y la naturaleza comenzó a recuperar el terreno que el hombre le había arrebatado durante seiscientos años. Cuando, cuatro siglos después, los primeros exploradores occidentales dieron con este lugar se encontraron a las afueras de Angkor Thom con una obra maestra del surrealismo: árboles que se derraman sobre muros de piedra que a duras penas resisten el brutal empuje de la selva; raíces en forma de serpiente gigante que estrangulan las puertas de algo que quizá fue un templo en otra vida. La cultura derrotada, devorada, deglutida por la naturaleza en una venganza lenta, paciente, sádica. Ta Prohm sólo debería poder existir en una pesadilla –o en la mente de Salvador Dalí– y sin embargo está ahí, lo veo, lo toco, lo escucho y lo huelo, pero sigo sin creérmelo. Si esto es posible, el mundo que yo conozco no puede ser. Esta bicicleta no puede ser. Yo no puedo ser.

martes, 10 de abril de 2012

Dos playas


De vez en cuando hay que parar. Elegir algo parecido al paraíso y tumbarse a disfrutarlo durante unos días. Son ya más de dos meses en movimiento perpetuo, setenta días de aviones, tuk-tuks, motos, songthaews, camionetas, coches de policía, minivans, bicicletas, taxis, trenes, autobuses, canoas, ferries y sandalias y conviene cuidar un poco del cuerpo y prepararlo para el futuro inmediato, que se anuncia intenso. Yo he encontrado ese paraíso en una playa. Una playa inglesa, eso sí. Se llama Chesil Beach y es el escenario de una obra maestra que ya estaba tardando en leer. La he devorado casi de un tirón en Otres Beach, una playa camboyana que tiene poco de paradisíaco: el mar a 30 grados, los mosquitos más voraces –por ahora– del sudeste asiático, mala comida, tipos que intentan venderte algo cada cinco minutos, una sobreabundancia de guesthouses plantadas a dos metros de la orilla que obligan a pasear por la arena esquivando letreros de madera que anuncian "fish bbq", "happy hour" o "delicias de la cocina francesa"... Y, por si fuera poco, Pol Pot.

Pol Pot es mi compañera de habitación en el ático de un bungalow destartalado en mitad de la playa. Nos conocimos una noche de lluvia. Yo acababa de cenar un (horrible) pescado a la parrilla. Ella no había cenado todavía. Yo iba de azul. Ella, de blanco, como siempre. Ambos buscábamos refugio: la tormenta tropical descargaba en ese momento toneladas de agua eléctrica sobre la costa y cada trueno parecía querer borrarnos de la faz de la Tierra. Yo entré en mi habitación por la puerta. No tengo la menor idea de cómo entró ella. Nos miramos a los ojos –enrojecidos los suyos, fuera de sus órbitas los míos–  y sin más preámbulos me quité la camiseta que  llevaba puesta... para usarla como látigo contra su pesado, repugnante cuerpo al grito de: "¡Puta rata de mierda, sal de mi habitación echando hostias si no quieres acabar a la brasa en un puto puesto callejero!". En ese momento conseguí que dejase de hacer lo que estaba haciendo –comerse el plástico que convierte el tejado de paja de mi bungalow en una superficie no del todo permeable (una cena mucho más sabrosa que la mía, no me cabe duda)– y desapareciese por la ventana. Pero creo que no fui lo bastante agresivo, porque cada noche, cuando estoy a punto de quedarme dormido, vuelvo a escuchar su inconfundible hiiihiihii, sus pequeños pasitos sobre el tejado, sus dientes intentando rasgar el plástico, y entonces me desvelo y recuerdo que no creo en el paraíso. Y pienso que ya está bien, que ya basta, que ya va siendo hora de volver al maravilloso infierno de Phnom Penh.


jueves, 5 de abril de 2012

Las razones de Kampot


 Hay algo en los edificios viejos que me hace sentir bien. Quizá sea su falta de agresividad, su total ausencia de soberbia. Tal vez la humildad con la que asumen su imperfección, la sinceridad con la que muestran sus heridas. Me gusta lo que el tiempo hace con las cosas, cómo las indvidualiza y las distancia de las que en origen fueron sus gemelas, cómo las mancha de óxido y humedad sin seguir patrón alguno, cómo las convierte en únicas a través de una degradación lenta y personalizada. Suele decirse de lugares como Kampot que parecen haberse "detenido en el tiempo", pero no es cierto. Kampot ha seguido avanzando con el tiempo, expuesta al tiempo, indefensa ante el tiempo, abandonada a sus caprichos. Son nuestros impecables edificios modernos los que se empeñan en pararse en el tiempo, en no envejecer, en mostrar siempre esa misma cara altiva, aséptica, indiferente al agua y al fuego, una y mil veces rehabilitados, para ser siempre nuevos hoy y mañana y dentro de cien años. Son nuestros objetos los que se estancan, los que frenan de golpe, los que ni siquiera tienen tiempo de recibir un simple arañazo, los que sólo pueden existir en dos estados: nuevos o muertos. ¿Hay algo más feo, más imbécilmente nuevo, más costosamente frágil, más relucientemente inútil, más insultantemente breve, más burdamente idéntico a sí mismo que un iPhone?, me pregunto mientras paseo entre muros despellejados, ennegrecidos, enfermos de tiempo.


El lugar de honor de Kampot no lo ocupa un santo ni un mártir ni un soldado ni un político ni un príncipe ni un rey ni un emperador. El núcleo de Kampot, el cruce al que van a dar todos los caminos y del que parten todas las rutas no está dedicado a Dios ni a Jesucristo ni a la Virgen ni a Buda ni a Alá ni a Vishnu. La ciudad de Kampot decidió en algún momento reservar ese privilegio al pestilente orgullo de esta región: el durian. Es aquí donde se producen los mejores, los más pequeños y sabrosos, los más dulces y aromáticos de Camboya. Propósito para el futuro: conseguir firmas para sustituir a San Sebastián asaeteado por una anchoa, a San Francisco Javier por un espárrago, a la Moreneta por una butifarra, a Santiago por un manojo de percebes, a Jaume I El Conqueridor por una paella con garrofons, a Espartero a caballo por una orejita de El Perchas, a Nuestra Señora de la Almudena por un bocadillo de calamares.


No me ofrecen un refresco. No me sugieren un arsenal de productos para una calvicie que no sufro, para camuflar unas canas que me gustan, para abrillantar mi pelo, para darle un aspecto despeinado, para darle un aspecto no despeinado, para no darle aspecto en absoluto. No me obligan a escuchar un programa para idiotas que está sintonizado en la tele de plasma que pende de ahí arriba. No tengo que esperar media hora hojeando revistas dirigidas a los mismos idiotas que ahora mismo están viendo ese programa. No estoy rodeado de fotos de gente mucho más guapa, delgada, joven y atractiva que yo. No me obligan a mantener una conversación. No me abandonan para atender el teléfono cada tres minutos. No se quejan de la tozudez de mis remolinos. No me cobran treinta euros.

Una sala. Dos espejos. Un poco de talco. Un par de tijeras. Un tipo que sabe perfectamente qué hacer con ellas. Un cliente feliz. Más ligero. Más fresco.


Johan es francés, aunque nació en Bélgica. Llegó a Kampot con Anne, su mujer, hace más de tres años, después de pasar una temporada en Sri Lanka. A lo largo de su vida ha tenido decenas de trabajos diferentes, pero nunca ha dejado de cumplir con lo que él mismo denomina mi sacerdocio: la música. Johan es un batería asombrosamente bueno. Lo demuestra todos los sábados en las jam sessions que organiza en su pequeño bar, el ABC (Art Bar Craze), en las que toca con cualquiera que sepa agarrar un instrumento con cierta gracia. Empezó con la batería siendo un crío y desde entonces se ha puesto al servicio de pachangas, bandas callejeras, orquestas sinfónicas, grupos de jazz, de pop, de rock, chanson française y lo que fuese menester. El año pasado cumplió los sesenta y sigue disfrutando de cada uno de los minutos en que tiene las baquetas entre los dedos. (La primera noche, sábado, agarré una pandereta y me puse a tocar un par de blues rápidos con él y con Shawn, canadiense, guitarrista habitual del lugar. Shawn se había pasado con la cerveza y sus manos lo acusaban, seguir sus devaneos con el ritmo y tratar de llevarle de nuevo al redil resultaba francamente difícil. De algún modo lo conseguimos, hubo quien aplaudió y una cerveza me salió gratis).

Si como músico es bueno, como conversador es insuperable. Mientras encadena un cigarrillo tras otro, un ron con piña tras otro, las gafas siempre en la punta de la nariz, despliega un francés preciso y afilado –alternado con un buen inglés en función de quién sea su interlocutor– que modula como si fuese un instrumento. Uno sabe que cuando su voz baja a los tonos graves está preparando una de sus frecuentes explosiones de indignación frente al mundo: Au secours! C'est le bordel, ça! Durante cuatro noches seguidas he disfrutado mucho hablando de música con él, comentando los discos y los vídeos que iba poniendo en el estupendo equipo del bar. Es un adorador de Frank Zappa, del rock progresivo de Yes, Emerson Lake & Palmer o King Crimson, de Chick Corea y su Return to Forever, de Joe Zawinul y su Weather Report. Pero su capacidad para cambiar de tema no tiene límites: en un mismo fraseo verbal puede pasar de mostrar su rendida admiración por Bill Bruford a arremeter contra el descomunal complejo hotelero que están construyendo en lo alto del Bokor Park, a 40 kilómetros de Kampot, pensar en el frío que debieron de pasar los buscadores de oro del Yukon, describir el modo adecuado de freír un filete (en el Captain Chim's, el restaurante camboyano de al lado, tienen un steak à la Johan), lamentarse de la degradación que la lengua francesa sufre en manos de los esnobs que alargan la "e" al final de las palabras, quejarse de la ineptitud de la policía gala en el caso del asesino de Toulouse  o proponer la quema de todas las iglesias de todas las religiones del mundo con todos sus predicadores dentro (en este caso brindamos por ello). Johan y Anne no tienen hijos y son moderadamente felices aquí y eso puede ser más que suficiente para alguien que, sospecho, un buen día se hartó de Europa, de vivir siempre en tensión, siempre inseguro, siempre en crisis, siempre al borde de, siempre con la secreta sensación de no estar a la altura, de no tener lo necesario para complacer al monstruo. Sí, él también.




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lunes, 2 de abril de 2012

Fenómenos extraños


1. Tres de la tarde. He quedado con Jo para tomar una cerveza en una terraza frente al río. Mientras hablamos de esto y de aquello siento una presencia, una conmoción en la fuerza, un ente que altera la primera vibración conforme se desliza sobre el paseo. Ante la sorpresa de Jo, abandono la terraza y voy en pos de la presencia a grandes zancadas. Error.

2. Noche oscura en Phnom Penh. Hay cierta tensión en las calles de la ciudad, apenas iluminadas y casi vacías a estas horas. Según me cuentan, no es muy recomendable para un extranjero pasear por la capital después de que caiga el sol, mejor subirse a un tuk tuk y dejarse llevar de puerta a puerta. Sin embargo, el Zeppelin, el bar en el que he quedado con Jo y sus amigos, no queda lejos de mi guesthouse y además estoy arropado por la presencia, así que decido caminar. Pocos metros antes de llegar a mi destino me topo con un grupo de camboyanos con la vista fija en el suelo: una chica joven está tendida sobre el asfalto, inconsciente. No está claro si ha sido atropellada o si ha sufrido alguna clase de ataque. No se mueve.

3. La presencia me dice con su característica voz suave que me he quedado atascado en Phnom Penh y que ya va siendo hora de salir de la ciudad. No puedo oponer resistencia alguna, tal es la intensidad de su fuerza, así que de pronto me veo subido a un autobús con destino a Kep, la capital del cangrejo, acodada frente al mar. A mitad de trayecto el autobús se inunda: uno de los tubos que alimentan el aire acondicionado se ha soltado y ahora el agua mana a su antojo directamente sobre mí y mis pertenencias. Con un movimiento felino evito que mi cámara, aún convaleciente de sus heridas laosianas, contraiga una pulmonía triple y grito desde mi asiento, en la parte de atrás del autobús: "Captain! The ship is sinking!". Para cuando el asistente del conductor vuelve a colocar el tubo en su sitio el pasillo del autobús se ha convertido en un río navegable, negro y turbio como el corazón de las tinieblas. La presencia sonríe sin inmutarse –esa inquietante impasibilidad suya– y yo la miro y pienso: "El horror, el horror..."



4. Me quedo en una guesthouse con un fantástico jardín sobre el mar. Me extiendo en una de las tumbonas a tomar una cerveza y a dejarme acariciar por la brisa mientras contemplo mi primera puesta de sol en la costa camboyana. Terminado el espectáculo, atravieso el jardín camino de mi habitación, anticipando el plato de cangrejo, pescado y gambas que me voy a regalar, cuando tropiezo con una losa de cemento mal encajada y me secciono la uña del dedo gordo del pie derecho. El ridículo baile a la pata coja que ejecuto a continuación alerta al dueño de la guesthouse, que corre en mi ayuda para aplicar pomada de tigre sobre la herida. La presencia mira y asiente.

5. Al día siguiente la presencia me arrastra a un lugar llamado Sunset Rock, en lo alto de una colina, a ver la puesta de sol. Para llegar hasta allí hay que caminar durante alrededor de una hora por un escarpado sendero rodeado de jungla, monos y reptiles nunca visibles del todo. La humedad es brutal y alcanzo la cima empapado en sudor. Hay que regresar a Kep a paso ligero, antes de que la noche convierta la jungla en un monstruo negro. Las prisas hacen que pierda la concentración y mi pie izquierdo pisa en falso sobre una piedra grande y puntiaguda que me desencaja el tobillo durante un segundo. Me detengo pensando en lo peor –dos esguinces adornan la biografía de ese tobillo–, pero parece que nada grave ha ocurrido y puedo continuar la ruta sin problemas. Sin embargo, un par de horas más tarde, ya en frío, después de cenar junto a la presencia, compruebo que al apoyar el pie izquierdo en el suelo siento un dolor espantoso. Vuelvo a la guesthouse cojeando. Serán necesarios tres días de reposo casi total para recuperarme por completo.



6. Estoy en Kampot, una pequeña y aletargada ciudad cuyos decadentes edificios coloniales me enamoran en el mismo instante en que me bajo de la minivan que me ha sacado de Kep. Hay algo aquí que me gusta mucho y aún no sé qué es, así que decido invertir varios días más de los previstos en descubrirlo. La presencia tiene prisa y sólo se quedará una noche, una última noche que dedicamos a cenar unos fideos, chupar un durian a medias y tomar un par de copas de despedida. En el último instante, a pesar de todo, siento el impulso de abrazar con fuerza su masa bicéfala, y mientras lo hago, me susurra: "No pienses ni por un momento que te has librado de mí. Nos vemos en Indonesia". Algo se me cae en ese instante –escucho un leve crujido–,  la presencia me suelta y desaparece deslizándose detrás de un edificio en ruinas. Una vez solo, miro al suelo: allí yacen mis gafas de sol. Por supuesto, uno de los cristales está roto.

La presencia baila fingiéndose inofensiva  en los reales sitios de Phnom Penh