"Planes and trains and boats and buses characteristically evoke a common attitude of blue, unless you have a suitcase and a ticket and a passport and the cargo that they're carrying is you". (Tom Waits. Foreign Affair)

domingo, 3 de junio de 2012

El placer de viajar (El retorno de Usté)


Parada de autobuses en una calle cualquiera de Probolinggo, 12:15 de la mañana.

"Lo siento, pero no puede usté subirse al autobús directo a Lovina porque no hay ningún autobús directo a Lovina" (léase en inglés indonesio)

"¿Perdón?"

"Me ha oído usté perfectamente"

"Pero si su jefe me dijo claramente que sí había un autobús directo a Lovina, un executive bus que llegaría allí hacia las ocho. ¡Y además ya he pagado por el billete!"

"Espere, espere, pare el carro"

"¿Qué pasa?"

"Pasa que a estas alturas los seguidores de su blog están perdidos. Los dejó colgados en Melaka y no tienen la menor idea de dónde está Probolinggo ni de cómo rayos ha llegado usté hasta aquí. Déles un poco de contexto, hombre, un par de antecedentes, algo a lo que agarrarse si no quiere perderlos para siempre"

"Pues no le falta razón"

"Casi nunca me falta"

"De acuerdo, pero no se me escape, que tengo unos insultos muy buenos que le quiero decir"

"Aquí le espero, quietecito como esos elefantes que le gustan a su rey de usté"

...............................

–SIETE DÍAS ANTES–


Un vuelo de un par de horas me lleva de Kuala Lumpur a la isla de Java y en concreto a Yakarta, capital de Indonesia y ciudad en la que diez millones de almas se hacinan envueltas en un denso celofán de polución y mierda. Un atasco descomunal hace que el autobús que me traslada del aeropuerto al centro tarde dos horas en recorrer 35 kilómetros. Las motos, que no están por la labor de esperar, se suben a las aceras, convertidas ahora en calles de tres carriles. Los años que vivimos asquerosamente podría ser el título de la película basada en la vida de cualquiera de los habitantes de este agujero. De un vistazo puede apreciarse que las diferencias sociales son salvajes. Despreciables rascacielos brotan como tumores sobre un infeccioso lecho de cobertizos, cabañas y chabolas que se han quedado atascados en la Edad Media. Un río negro arrastra las heces y la basura de sus moradores y alcanza la zona de Batavia –o Kota, como ahora se llama–, la "ciudad vieja" donde los pocos edificios coloniales holandeses que quedan en pie se tambalean mareados por el hedor que lo inunda todo. El único (y enorme) espacio abierto que encuentro en el poco tiempo que paso en la ciudad es Merdeka Square. En su centro se alza el "Monas", un falo monstruoso (coronado por una poco entusiasta eyaculación dorada) que Sukarno mandó construir hace medio siglo. Sé que no soy justo con Yakarta ni con quienes viven allí (dos días no son suficientes para formarse una opinión seria), pero qué le voy a hacer, el rechazo es físico: ningún lugar en el mundo me ha provocado tantas ganas de huir.


Así que huyo. El propósito de esta parte del viaje es atravesar Java de oeste a este en tren, preferiblemente en vagones viejos, baratos y lentos que me permitan disfrutar del camino. El primero al que me subo me lleva de Yakarta a Yogyakarta (Yogya para los amigos) y está muy lejos de ser barato y viejo, pero tras más de una hora de cola en la estación de la capital es el único billete que he podido conseguir. Lento sí es. Durante ocho horas atravieso kilómetros de arrozales ininterrumpidos, los campos de donde sale la materia prima que alimenta al cuarto país más poblado del mundo. El paisaje es fantástico, pero en el interior el viaje resulta demasiado europeo para mi gusto. Tras dejar atrás Yakarta incluso me preguntan a qué hora quiero que me sirvan la comida.

Las guías suelen hablar de Yogyakarta en contraposición a Yakarta. Pero a mí me decepciona desde que me bajo del tren. La densidad de timadores, sacacuartos y mentirosos a sueldo que viven en esta ciudad es tan abrumadora como enervante. Cinco minutos después de llegar un tipo muy simpático me informa de que tengo mucha suerte: precisamente hoy se celebra aquí una interesantísima exhibición de jóvenes artistas locales que no me puedo perder por nada del mundo, pues sólo tiene lugar tres veces al año. "Ah, qué bien, en cuanto me instale me paso por allí". "Pero dése prisa que cierra a las seis, es ahí al lado, en Jalan Malioboro, yo mismo le acompañaré". Curiosamente, recibo la misma información otras cuatro veces de boca de otros tantos tipos simpáticos antes de encontrar una habitación (en un bonito laberinto de calles estrechas atestadas de losmen, palabra indonesia para designar las guesthouses). Por lo visto, la afición al arte de esta ciudad supera con creces a la del París de los años 20. En realidad lo único que hay en Jalan Malioboro (además de McDonald's, KFC y otras bacterias) son varios kilómetros de tiendas de batik: telas estampadas artesanalmente –cubriendo con cera ciertas zonas y sumergiéndolas después en el correspondiente tinte para obtener distintos dibujos– con las que se confeccionan vestidos, camisas, sarongs y demás. Los tipos simpáticos se llevan una comisión por conducirte a una de esas tiendas si es que terminas comprando algo. Conmigo tienen un problema: las famosas camisas me parecen simplemente horrendas. A los indonesios no les quedan mal, pero a mí sólo se me ocurriría ponerme algo así en una despedida de soltero de las de servilleta en la cabeza y stripper zoófila. Y a mi alrededor la gente –con buen criterio– hace tiempo que dejó de creer en el matrimonio. Así que, señores simpáticos, por favor, déjenme en paz.


La otra gran mentira de Yogyakarta tiene que ver con los transportes. Todo está diseñado para que parezca imposible salir de la ciudad de forma independiente, sirviéndose de los medios que los propios indonesios utilizan. Por eso hay una gran cantidad de "agencias de viaje" para turistas desperdigadas por los alrededores de Jalan Malioboro y las calles de los losmen. Sus precios, por supuesto, son abusivos, entre otras cosas, supongo, porque tendrán que pagar a su propio ejército de tipos simpáticos. Cada día no menos de cinco vienen a presentarme sus "ofertas" mientras estoy comiendo o cenando. Cuando respondo que preferiría viajar por mi cuenta, me sonríen como si estuviese loco. Pero no debo de estarlo, porque en mi tercer día consigo llegar al templo de Borobudur yo solito, después de subirme a un par de autobuses locales y pagar cuatro veces menos de lo que me pedían los amigos piratas.

En Borobudur vuelve a ocurrirme algo que ya me pasó en Yogyakarta mientras visitaba el Kraton o palacio del sultán (una pequeña ciudad dentro de la ciudad en la que los fans de Hamengkubuwono IX tienen la oportunidad de ver expuestos todo tipo de objetos relacionados con su ídolo, incluido un rallador de queso de plástico): varias personas –entre otras, un grupo de chavales que ha venido al templo de excursión con el colegio– me piden entre tímidas y emocionadas que me deje fotografiar con ellas. Supongo que vienen de pequeños pueblos, de zonas a las que rara vez llegan los turistas occidentales, así que para ellos soy un ser de lo más exótico. Terminada la sesión fotográfica, se deshacen en sonrisas y agradecimientos y corren a contárselo a sus amigos y familiares. Brad Pitt por un día.

Regreso a Yogya y en mis últimas veinticuatro horas en la ciudad descubro un par de barrios con mucho encanto, alejados de Jalan Malioboro, donde vive la gente de verdad, gente honrada que no ve en mí a un imbécil al que exprimir hasta la última rupia, sino a alguien que quiere conocer su país y contarlo por ahí. Y es todo un alivio, aunque llega un poco tarde.

Al día siguiente, zafándome una vez más de los tipos simpáticos, me subo a otro tren –barato, viejo y lento– que me llevará en nueve horas hasta Probolinggo, una ciudad gris situada en el este de Java, a los pies del volcán Gunung Bromo, mi próximo objetivo. Y esta vez sí encontraré lo que iba buscando: un viaje al pasado. Soy el único occidental en un vagón lleno hasta los topes de pasajeros indonesios y cuyo pasillo siempre rebosa de músicos ambulantes y vendedores de comida, helados, dulces, refrescos, tabaco (un signo prohíbe fumar, pero nadie hace caso) y todos los artículos imaginables, que depositan sobre las rodillas o el regazo de cada pasajero durante un par de minutos para su consideración. Entre otras muchas cosas, pasan por mis rodillas un pato de peluche, un rascador de espalda, siete peines de colores, un mechero, un rallador de queso (igualito que el del sultán), tres bolígrafos, un cinturón de cuero negro, una mariposa de plástico que vuela alrededor de un alambre, un llavero del Manchester United y un póster con la imagen de un gato. A mitad de viaje me como un nasi goreng (arroz frito) envuelto en papel de estraza y cuando lo termino mi compañero de asiento me indica que le imite, así que no tengo más remedio que hacer una bola con el papel y los restos de comida y arrojarla por la ventanilla. Las nueve horas pasan deprisa, entre conversaciones –con dificultades, porque pocos hablan inglés– con algunos de los pasajeros, todos los cuales me preguntan si estoy casado y se ríen cuando les digo que no.


Cuando llego a Probolinggo ya es de noche. Un conductor de becak (una bicicleta con un asiento instalado en su parte delantera) me lleva hasta un hotel sombrío. Tras deshacerme de la mochila bajo a cenar algo. Y entonces cometo un grave error. Un tipo simpático viene a darme conversación mientras ceno. Y estoy tan cansado y tengo las defensas tan bajas que le escucho. Me ofrece un "pack" que incluye un traslado en Jeep para ver el amanecer frente al volcán Gunung Bromo, la excursión al propio volcán y un executive bus directo a Lovina –mi siguiente destino, ya fuera de Java– que saldrá a las once y media del día siguiente y llegará hacia las ocho de la tarde. El precio está bastante por encima de lo que sé que es justo, pero por una vez prefiero ahorrar tiempo en lugar de perder una jornada en Probolinggo investigando alternativas. Este viaje empieza a tener los días contados y no quiero tardar mucho en llegar a su escenario final. El problema es que la excursión sale de Probolinggo a las dos y media de la madrugada –dentro de cinco horas–, así que apenas podré dormir. Me da igual. Cierro el trato y me voy a la cama.

A las dos y media de la mañana una minivan me recoge en la puerta del hotel. Me siento muy extraño: por primera vez en cuatro meses voy vestido con vaqueros, chaqueta, calcetines y zapatillas cerradas (cuando lleguemos ahí arriba la temperatura rondará los cinco grados). Comparto viaje con una pareja holandesa, un inglés, una francesa y una canadiense. El conductor me pide que le pague por todo el "pack" antes de arrancar. Lo hago, pero estoy tan dormido que no reparo en que no me ha dado el billete de autobús a Lovina. A mitad de camino cambiamos la minivan por un Jeep en el que a duras penas entramos todos. La carretera que lleva hasta la cima del monte Penangjakan –desde donde veremos el amanecer, con el volcán Bromo a nuestros pies– es terrible: desniveles del veinte por ciento, curvas ciegas, tremendos agujeros en el asfalto (mi cabeza se golpea varias veces contra el techo del Jeep) y vertiginosos barrancos a derecha e izquierda en una noche sin luna. Dos horas después llegamos por fin a la cumbre. Y lo que vemos es... nada. Una niebla espesa lo cubre todo y convierte nuestro madrugón en la más ridícula de las decisiones. Por si acaso esperamos una hora ahí arriba, junto a otros viajeros, tiritando de frío. Y bromeando, qué remedio: "Esta es la niebla más cara que he visto en mi vida", "El amanecer que veo mirando a la pared de mi cuarto es muy parecido"... Seguimos esperando, pero el cielo no se abre y ya es hora de bajar al volcán.

Por suerte, Gunung Bromo lo compensa todo: el madrugón, las dos horas de baches y el amanecer que no fue. Por una vez me voy a callar y a dejar que sean las imágenes –imaginadlas rodeadas de un potente olor a azufre– las que hablen.


A las diez y media de la mañana estamos de vuelta en mi hotel de Probolinggo. El conductor me deja en la puerta y hace ademán de irse. Justo en ese momento me doy cuenta de que no me han dado mi billete y se lo pido.

"Yo no lo tengo, pero no se preocupe, a las once y media vendrán a recogerle y a las doce le montarán en el autobús"

"¿Cómo que a las doce? Me dijeron que el autobús salía a las once y media..."

El conductor agarra el móvil, llama al tipo simpático que me vendió el "pack" y me pone con él.

"¿A las once y media le dije? No, no, es a las doce. No se ponga nervioso, hombre, que llegará a Lovina a su hora. Desayune tranquilo, que en un rato le mando a alguien".

Aprovecho la espera para volver a la ropa de verano y masticar de mala gana un par de tostadas mientras me temo lo peor. Por fin, a las doce menos cuarto aparece un individuo a bordo de una moto. Sin mediar palabra le echo la mochila encima, me subo a la moto y a las doce y cinco llegamos a la parada. Y claro, allí no hay rastro de mi autobús. Me encaro con el conductor de la moto.

"Muy bien, quiero mi billete ahora mismo y quiero saber dónde está mi autobús"

El tipo habla durante unos segundos con el que parece ser el responsable del lugar y se vuelve hacia mí.

"Lo siento, pero no puede usté subirse al autobús directo a Lovina porque no hay ningún autobús directo a Lovina"

...............................

"Bueno, ya está. Información actualizada. ¿Podemos seguir?"

"Ya iba siendo hora. Vaya tocho les ha soltado a sus pobres lectores. Usté no se gana la vida con esto, ¿verdad?"

"¿Podemos seguir?"

"Okey, okey. ¿Dónde estábamos?"

"Yo le estaba diciendo: 'Pero su jefe me dijo claramente que sí había un autobús directo a Lovina, un executive bus que llegaría allí hacia las ocho. ¡Y además, ya he pagado por el billete!'"

"Ah, sí... Espérese usté un momento que hago una llamadita al jefe"

Cinco minutos de conversación telefónica en indonesio.

"Pues sí que ha tenido usté mala suerte. Resulta que sí había un autobús directo a Lovina, pero... se ha roto".

"¿Cómo que se ha roto?"

"Se ha roto"

"Eso es mentira. Nunca ha habido un autobús directo a Lovina. ¿Eso es lo que le ha dicho su jefe que me diga? ¡Son ustedes un hatajo de mentirosos hijos de puta y quiero que me devuelva mi dinero ahora mismo!"

"No se ponga así, hombre. A todo el mundo se la meten doblada alguna vez y en cuatro meses es la primera vez que le pasa a usté. Considérese afortunado"

"¡Así que admite que me han engañado! ¡Así que lo admite!"

"Perdone, ¿cómo dice? A veces no entiendo muy bien el idioma de ustedes, los americanos"

"Devuélvame el dinero y lárguese de aquí de una puta vez"

"No puedo devolverle el dinero, pero puedo darle una solución: se sube usté al autobús a Denpasar, que sale de aquí en un cuarto de hora. Después de cruzar el estrecho en ferry se baja usté en Gilipollas..."

"¿En Gilipollas?"

"Perdón, en Gilimanuk. En qué estaría yo pensando. Allí coge usté un bemo (minivan) con estas 30.000 rupias que le voy a dar ahora y para las ocho y media estará usté roncando en su camita de Lovina. Son sesenta kilómetros entre Gilimanuk y Lovina, así que el viaje durará una hora. Es la mar de fácil, ya verá".

No tengo más remedio que aceptar. Después de insultar a toda su organización durante otros tres minutos, a las doce y media me subo al autobús a Denpasar. A las siete el autobús entra en el ferry, cruzamos el estrecho y a las ocho me bajo en la estación de autobuses de Gilimanuk, que está totalmente a oscuras.


 Allí no hay nadie más que el responsable de la estación y un tipo que se está echando una siesta en el suelo. El jefe se me acerca.

"¿Adónde quiere ir usté?"

"A Lovina"

"Ah, muy bien, Lovina. Tendrá que ir usté en bemo. Son sesenta kilómetros, o sea, dos horas"

"Creía que era una hora".

"No, no. Sesenta kilómetros. Dos horas".

"Vale, me da igual. ¿Cuál es mi bemo?"

"Esa. Pero hay un problema. No hay suficiente gente para que ese tipo de ahí, el que duerme, se despierte y agarre el volante. Tendrá que esperar a que lleguen más pasajeros"

"¿Cuántos más?"

"Nunca se sabe"

"¿Una cifra aproximada?"

"Nunca se sabe. Espérese a ver si viene alguien. Si no, tendrá usté que viajar mañana. Buena suerte, compañero"

Durante más de una hora espero en completo silencio sin que nadie aparezca. Estoy destrozado. La noche anterior apenas dormí después de nueve horas de tren y antes de siete horas de Jeep y caminata al volcán y de otras siete de autobús y ferry. El conductor del bemo se despereza y me ofrece llevarme a Lovina a mí solo por una cifra escandalosa. Decido que me quedaré a dormir en Gilimanuk y así se lo comunico al jefe de la estación. Consulto mi guía y veo que recomienda un hotel en la ciudad.

"¿Sabe dónde está este hotel?"

"Claro, a tres kilómetros de aquí. Yo mismo le llevaré en mi moto..."

"Oh, gracias, muy amable"

"... por 10.000 rupias, precio de amigo. Sólo porque usté es el famoso Usté".

"Ya. Bueno, vale. Vamos allá".

La habitación del hotel es imposible de describir (me gustaría haberle hecho una foto, pero estaba tan cansado que no me acordé). Bastará con decir que las paredes están furiosamente arañadas y que todo el baño está cubierto de una costra negra, como si hubiesen sacrificado en él un cerdo y su sangre se hubiese secado sobre el suelo y las paredes formando manchas violentas, terribles. Y además el precio no es ni mucho menos barato. Afortunadamente, el jefe de estación me ha esperado fuera y acepta llevarme a otro hotel cercano. Allí me ofrecen una habitación que simplemente está sucia. Así que ahí me quedo. Ni siquiera ceno. Sólo me apresuro a dejarme caer sobre la cama y a dormir.

A la mañana siguiente me llevan en moto hasta la estación de autobuses y esta vez hay un bemo a punto de salir hacia Lovina. Hablo con el conductor.

"¿A Lovina? Muy bien. Son 30.000 rupias. Suba usté, llegaremos allí en tres horas"

"Pensaba que eran dos"

"No, no. Sesenta kilómetros. Tres horas".

El bemo para unas treinta veces a lo largo del camino, entre otras cosas para que el ayudante del conductor discuta a pie de carretera con un amigo suyo y para que el propio conductor reciba una especie de bendición en un templo. Pero ahora estoy disfrutando. Nunca he visto un paisaje parecido. El color verde que lo inunda todo es tan intenso que resulta difícil de asumir. Y las flores. Hay flores por todas partes, flores enormes que parecen brotar porque sí, sin que nadie se haya preocupado de cultivarlas. Y el olor. Olor a especias. ¿Pero a qué especia? Huele a clavo, estoy casi seguro. Llego a Lovina a las dos, sólo dieciocho horas más tarde de lo que me prometieron. Y encuentro a buen precio una habitación estupenda asomada a un jardín. Y detrás del jardín hay una pequeña piscina. Y después de registrarme y dejar la mochila en el cuarto me lanzo de cabeza al agua. Y el sol me acaricia la piel húmeda mientras me dejo flotar mirando al cielo.

Y entonces, por fin, escucho una voz que dice:

"Bienvenido a Bali".


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