"Planes and trains and boats and buses characteristically evoke a common attitude of blue, unless you have a suitcase and a ticket and a passport and the cargo that they're carrying is you". (Tom Waits. Foreign Affair)

domingo, 17 de junio de 2012

Un paso más (hacia abajo)


"¿Te apetece un café?"

"Vale"

Gauthier se levanta de la mesa, instalada sobre la arena, en la que acaba de depositar cuatro folios grapados, mecanografiados en inglés. Mientras prepara el kopi –el terroso brebaje indonesio que de ningún modo merece llamarse café– examino las preguntas contenidas en esas páginas. Son las ocho y poco a poco la brisa se va llevando la mañana hacia otro día perfecto en la isla de Gili Air.

¿Lesiones graves en la espalda? No. ¿Trastornos cardiacos? No. ¿Epilepsia? No. ¿Asma...?

"¿Gauthier?"

"¿Sí?"

"Tuve asma hace algún tiempo. ¿Eso cuenta?"

"¿Cuánto hace de eso?"

"Mmm. Unos treinta años"

"Nah"

"Ok"

¿Historial de neumonías? No. ¿Problemas de sinusitis? No. ¿Migrañas? No. ¿Claustrofobia...?

"¿Gauthier?"

"¿Sí?"

"Una vez tuve un ataque de claustrofobia en un ascensor atascado. Se me pasó de una hostia. ¿Eso cuenta?"

"¿Cuánto hace de eso?"

"Mmm. Unos treinta años"

"Nah"

"Ok"

¿Problemas de equilibrio? No. ¿Problemas de oído? No. ¿Estás embarazado? Espero que no. ¿Artritis? No. ¿Estabilidad mental...?

"¿Gauthier?"

"¿Sí?"

"Mi madre dice que soy un desequilibrado emocional. ¿Eso cuenta?"

"¿Cuánto hace que lo dijo?"

"Digamos que es una opinión constante. ¿Hace falta que pasen treinta años?".

"Nah"

"Ok".

A pesar de las interrupciones, Gauthier consigue preparar dos kopis y se sienta a mi lado mientras termino con el papeleo. Me pregunta si estoy nervioso y respondo que no. Mi mano maneja el bolígrafo sin temblores, aunque sí noto que los dedos de mis pies descalzos no dejan de remover la arena bajo la mesa. Ambos nos llevamos nuestras respectivas tazas a los labios mientras posamos los ojos sobre la superficie del Mar de Bali, que hoy parece más sereno que nunca.

"Es un día perfecto –me dice–. Vas a disfrutar, ya verás".

Terminamos nuestros kopis y Gauthier me entrega una bandeja de plástico con mi equipo: gafas, escarpines del 42, aletas, traje de neopreno corto y cinturón lastrado con cinco pastillas de plomo de un kilo cada una. Entre Gauthier y dos compañeros cargan los chalecos y las botellas de oxígeno en el pequeño catamarán y ponemos proa hacia los alrededores de Gili Trawangan, la más grande de las tres Gilis, alineadas frente a la costa noroeste de la gran isla de Lombok, a unos setenta kilómetros (y cinco horas en ferry lento) de Bali. En esta escuela no creen en las prácticas previas en piscina, así que mi primer contacto con el submarinismo se producirá directamente en el mar, rodeado de peces y corales. Tengo suerte: aún no es temporada alta y soy el único inscrito en la clase de DSD ("Discover Scuba Diving") de hoy, que por tanto será "privada". En la media hora de trayecto hasta el punto donde bucearemos Gauthier me da "la charla":

"Dos cosas que no debes olvidar. Primera: ecualizar el oído. Vas a experimentar lo mismo que cuando despegas en un avión, pero a lo bestia. Conforme bajemos, notarás cada vez más presión en los oídos. En cuanto eso ocurra, te bloqueas los agujeros de la nariz con los dedos y soplas a través de ella. Lo haces aproximadamente cada metro, tantas veces como sea necesario. Segunda: nunca, jamás, bajo ningún concepto, aguantes la respiración. Si no cambias de profundidad, no pasa nada, pero si subes conteniendo el aliento, te estallarán los pulmones".

"Joder. ¿Por qué?"

"Es muy sencillo. El oxígeno que reciben tus pulmones desde la botella cuando estás ahí abajo está comprimido, tu regulador lo ajusta a la presión, que es cada vez más fuerte según vas bajando y vas teniendo más metros de agua sobre ti. Si aguantas la respiración y subes sin soltarla, la presión será cada vez menor y el aire se descomprimirá en el interior de tus pulmones, que no podrán albergar semejante cantidad de oxígeno y..."

"Y adiós".

"Exacto".

"Mierda. ¿Podemos volver?"

"No te preocupes, voy a vigilarte de cerca y veré si las burbujas salen o no salen de tu boca. Simplemente no dejes de respirar. Y hazlo tan despacio como puedas. Cuando vea que te falta poco para vaciar la botella volveremos a la superficie. La inmersión durará treinta y cinco o cuarenta minutos y bajaremos hasta doce metros, el máximo permitido sin licencia Open Water".


Hemos llegado a la zona de buceo en cuestión. Antes de bajar Gauthier me explica los signos de comunicación básicos y los tres ejercicios que vamos a realizar. Me pongo el traje de neopreno, me ajusto las gafas y el cinturón lastrado y me calzo los escarpines y las aletas. Gauthier me ayuda a colocarme el chaleco y el peso de la botella de oxígeno hace que me incline hacia atrás. Me siento en el borde del catamarán, con el mar a mi espalda, la mano izquierda sujetando las gafas, la derecha el cinturón. Gauthier hace lo propio frente a mí, en el otro costado del barco. Voy a tener que dejarme caer hacia atrás. Ahora sí estoy nervioso, tanto que no puedo juntar las piernas, como Gauthier me indica. Por fin lo consigo. Gauthier inicia la cuenta atrás: cinco, cuatro, tres, dos, uno.. Voltereta hacia atrás. ¡Splash!

Nos hemos citado en la proa del barco, pero la corriente es tan fuerte que mi instructor me indica que nade hasta donde él está, agarrado a la cuerda de una boya. Ambos llevamos chalecos hinchables. Ha llegado el momento de deshincharlos, así que presionamos el botón que abre la válvula durante unos segundos, me coloco el regulador entre los dientes y poco a poco empezamos a descender. Respira despacio, respira despacio, respira despacio, respira despacio...

No puedo respirar despacio.
De hecho, no recuerdo haber respirado tan deprisa en toda mi vida. Tres palabras bastarán para definir lo que me está ocurriendo con absoluta precisión: ataque de pánico. Simplemente, mi cerebro no admite que yo pueda sobrevivir durante treinta y cinco minutos bajo el agua, así que todo mi cuerpo se rebela ante una situación que considera antinatural. Más de una vez, haciendo snorkeling, he pasado media hora sin sacar la cabeza del agua, respirando siempre a través del tubo, pero en esos casos sé que, cuando me canse o me apetezca, podré levantar el cuello, quitarme la goma del tubo de entre los dientes y respirar sobre la superficie, con el sol en la cara. Aquí eso no es posible. Estoy condenado a pasar más de media hora encerrado en un medio letal, sin ninguna vía de escape, con el regulador como única conexión con el mundo de los vivos. Por tanto: respiro como si acabase de correr 800 metros en cincuenta segundos (lo que crea un torbellino de burbujas a mi alrededor que intensifica mi ansiedad), pataleo, niego con la cabeza, comunico con mis manos todos los signos convencionales de buceo y otros que me invento (ok, subamos a la superficie, ok, problema en los pulmones, ok, descendamos, problema en los oídos, ok, subamos a la superficie, ok,  más despacio, ok, descendamos, ok, más deprisa, ok, estoy en reserva, subamos a la superficie hostia, ok, me falta aire, ok, infarto de miocardio, ok, neumotórax, ok, no quiero curas en mi funeral, ok, cremación, cremación, ok, asegúrate de que mis cenizas descansan en un cenicero del Village Vanguard bajo la foto de Bill Evans...). Por alguna razón, Gauthier no parece entender nada de lo que le digo, porque en lugar de sacarme de allí insiste en que sigamos bajando. ¿Pero de qué va este cabrón belga? ¿No ve que estoy a punto de desmayarme?

Estamos a tan sólo tres o cuatro metros de profundidad. Con un lento, delicado gesto de sus manos, Gauthier me indica que me tranquilice y que respirar no sólo consiste en tomar aire, sino también en soltarlo. Tiene razón. La ansiedad me lleva a llenar mis pulmones de oxígeno y a liberar sólo una pequeña cantidad, de ahí la respiración acelerada y también mi sensación de ahogo. Me doy cuenta de esto en un segundo de lucidez en mitad del terror. Poco a poco, me obligo a expulsar el aire hasta vaciar del todo mis pulmones. Y me tomo mi tiempo para volver a llenarlos. Y los vacío de nuevo, hasta la última burbuja. Repito el proceso cinco, seis, siete veces. Aún no he recuperado del todo el control de mis emociones, pero Gauthier se ha dado cuenta de mis progresos y ya va siendo hora de que empecemos con los ejercicios. Uno: quitarse el regulador de la boca, sostenerlo con la mano derecha, soltar oxígeno haciendo ruido, volver a ponerse el regulador, limpiarlo de agua con el botón de purgado. Superado. Dos: simulación de agua en las gafas. Gauthier me separa las gafas de la cara, de tal forma que se me llenan de agua. Durante un segundo vuelvo al pánico. Pero se me pasa. Tal como me ha enseñado en el barco, presiono la parte superior de las gafas con la palma de la mano y echo el cuello ligeramente hacia atrás, como si fuese Greta Garbo en La Dama de las Camelias. El agua vuelve al mar por la parte inferior de las gafas. Superado. Tres: Simulación de pérdida del regulador. Me quito el regulador de la boca y lo dejo caer. Aguanto la respiración (error: debería soltar burbujas haciendo ruido). Espero tres segundos. Inclino mi cuerpo hacia la derecha con el brazo derecho pegado a la cadera. Lanzo el brazo lentamente hacia atrás y dibujo un largo braceo de crawl. Bingo: el cable del regulador se engancha al vértice interior de mi codo, lo arrastro hacia adelante, lo agarro con la mano, me lo vuelvo a aplicar en la boca y lo limpio con el botón de purgado. Superado (tres cuartos de hora después, en cubierta, Gauthier me comentará que este último ejercicio no ha sido del todo perfecto, pero por ahora me indica con sus manos que los tres han resultado impecables, no vaya a ser que vuelva a hiperventilarme...).

Empiezo a sentirme confiado. Gauthier desciende un poco más y me indica que le siga. Bajamos otro metro y otro y otro más, ecualizando el oído cada pocos segundos. Al principio trato de descender nadando con las manos, cosa que mi instructor me ha dicho que no debo hacer y que por otra parte resulta bastante inútil. Para descender basta con soltar aire y, mágicamente, el peso del metal en la cintura hace que el cuerpo se aleje un poco más de la superficie. En cinco minutos me familiarizo con este sistema de navegación subacuática y pego mis brazos a los costados, sirviéndome de las aletas como único propulsor. Y entonces empiezo a disfrutar. Hasta ese momento estaba tan preocupado de la técnica, de mantenerme con vida y de respirar correctamente que ni siquiera había mirado a mi alrededor. Nos cruzamos con peces loro y peces ballesta. Buceamos entre corales, muchos de ellos vivos. Avistamos dos tortugas (bastante más pequeñas que mi tortuga de Malasia). Una de ellas está dormitando en el fondo del mar mientras un par de peces le roen el caparazón. Al pasar ante una enorme roca Gauthier me dice que me acerque y con su índice apunta hacia su base: una inquietante morena sale durante un instante de su guarida, nos enseña sus dientes y vuelve a esconderse. Más allá de este encuentro, la inmersión transcurre plácidamente, entre peces inofensivos. Los tiburones son raros en estas aguas y no vemos ninguno. Las impresiones que me produce la vida submarina no son tan intensas como las que recibí en mi primer día de snorkeling en las Perhentians, pero el hecho de empezar a dominar mis movimientos a doce metros bajo la superficie (quince, en realidad, según me confirmará Gauthier un rato después: "ejem, cosas de la corriente") y de respirar con total relajación me proporciona otro tipo de satisfacción, igualmente placentera. Un par de veces miro hacia arriba desde el fondo y suelto un suspiro de asombro al ver la distancia que me separa del mundo real. Y como siempre suele ocurrir, justo cuando me lo estoy pasando en grande, es hora de volver a la superficie.

Y allí compruebo que tan importante como la propia inmersión es lo que viene después. Tras desprendernos del equipo, Gauthier y yo (y sus dos compañeros, que también han estado buceando por la zona) nos sentamos alrededor de la mesa del barco, donde nos espera una taza de kopi y una bandeja de piña recién cortada. Y así, bajo el sol de las once de la mañana, mientras regresamos a Gili Air con el viento en la cara, damos cuenta del desayuno y comentamos todo lo que ha ocurrido en los últimos cuarenta minutos: mi ataque de ansiedad y los ejercicios y las tortugas y la morena... Ellos van desgranando recuerdos de algunas de sus mejores inmersiones: en Egipto, en Sulawesi, en Filipinas... y yo contribuyo a la conversación con mis pequeñas historias de tortugas y tiburones en las Perhentians. Finalmente, me preguntan si estoy dispuesto a hacer el curso Open Water: en tres días podría tener en mis manos el título, que me autorizaría a bucear hasta dieciocho metros de profundidad en cualquier lugar del mundo. La tentación es fuerte y realmente quiero hacerlo. Pero digo que no: a estas alturas mi presupuesto ya no me lo permite y, además, este viaje está a punto de terminar y me gustaría tener por delante algún que otro mes más para poder poner en práctica lo aprendido. Pero ahora sé, a pesar del pánico inicial, que algún día lo haré y que quizá no tarde demasiado en hacerlo. Un motivo más para regresar a esta parte del mundo.


Por ahora me conformo con volver la orilla y caminar con una sonrisa en la cara por los senderos de arena de la diminuta Gili Air, donde el vehículo más sofisticado con permiso para circular es un carro tirado por un caballo. Me cruzo con los personajes habituales: el chaval indonesio que todas las mañanas me lanza un descabellado "Eh, amigou, Fernando Torres, ¿porrito?"; el tipo que me quiere vender cuanto antes el billete de vuelta a Bali; el dueño del bar al aire libre donde cada madrugada voy a ver los partidos de la Eurocopa, que me pregunta si esta noche también me pasaré a ver el de Holanda. Me pasaré, sí, si consigo dormir un rato por la tarde. Entro en la terraza del bar-restaurante Zipp, me acomodo entre cojines en una de las pequeñas casetas de paja que hay plantadas a pocos metros del mar y pido un zumo de papaya. Saco de la mochila la autobiografía de Christopher Hitchens que me compré en KL y me sumerjo en ella un rato, hasta que un par de voces interrumpen mi lectura:

"Bueno. ¿Qué tal ha ido?"

"Parece que no te ha estallado el cerebro, como temías..."

"Ahora os cuento. Sentaos. Empiezo a tener un poco de hambre. ¿Qué os apetece comer? ¿Compartimos una Bintang grande?"

"Ok"

"Pues veréis. Los primeros cinco minutos han sido los más largos de mi vida, pero después, poco a poco..."


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