"Planes and trains and boats and buses characteristically evoke a common attitude of blue, unless you have a suitcase and a ticket and a passport and the cargo that they're carrying is you". (Tom Waits. Foreign Affair)

miércoles, 7 de marzo de 2012

Agua. Sangre. Tierra. Fuego (II)


Sangre

A las seis de la tarde, Cedric, Manouane y yo y unos quince farangs más, llegados de todos los confines del planeta, esperamos frente al centro de información de Tat Lo, porque al parecer no podemos ir por libre a Ban Kiang Tanglae, el poblado donde se celebrará la fiesta previa a la matanza. Nos dan tres razones: una, el camino es complicado y resulta fácil perderse en el bosque, especialmente de noche; dos, se han dado casos de robos a extranjeros; tres, el dinero que pagamos por los dos guías que nos conducirán hasta allí irá a parar a la comunidad. Este tercer argumento es el único que nos convence, porque varios de nosotros hemos llegado al poblado la mañana anterior sin problemas y ninguno de sus amigables habitantes parecía sentir el menor interés por nuestros kips. Por otra parte, pronto descubriremos que nuestros guías tienen cierta tendencia a guiarnos desde la parte de atrás de la fila india a la que obliga el estrecho sendero hacia el pueblo, pero en fin, entre todos y nuestras linternas conseguiremos llegar sin mayores contratiempos en unos veinte minutos.

Una vez en Ban Kiang Tanglae, el primer acto del programa consiste en que todos nos sentemos en semicírculo sobre unas alfombras dispuestas en la parte de arriba de una de las casas del pueblo, donde nos sirven un chupito de lao lao (el potente aguardiente de arroz de fabricación casera que conozco bien gracias a un funeral nada triste al que fui invitado el año pasado en Nong Khiaw, en el norte del país) y nos explican en qué va a consistir la fiesta. La matanza del búfalo o buey de agua –que ya espera su hora final atado a un árbol especialmente decorado para la ocasión en el centro del pueblo– tendrá lugar a las siete de la mañana siguiente y esta noche podremos ver la danza preparatoria, que a grandes rasgos servirá para ahuyentar a los malos espíritus y atraer a los buenos. Terminada la presentación, salimos al exterior, ansiosos por mezclarnos con los lugareños en la fiesta, y cuando me dispongo a descender por la escalera de tablas que conduce a la "plaza" del pueblo tropiezo y bajo cada uno de sus peldaños con una parte distinta de mi cuerpo entre exclamaciones de preocupación pronunciadas en seis o siete idiomas distintos. No es nada, aparte de un brazo dolorido y un poco más de polvo sobre mi ropa, estoy entero. En ese momento atribuyo el accidente a mi natural torpeza y no al hecho de que en ese mismo instante estaba hablando con Cedric y Manouane, pero es que entonces todavía soy un ignorante.

Durante los siguientes minutos, alrededor de veinte hombres jóvenes del pueblo, provistos de machetes y escudos y con los rostros pintados de blanco, bailan frente al búfalo. De vez en cuando, un anciano diminuto y desdentado grita ¡lao lao lao lao! y va sirviéndoles vasos de aguardiente, de tal modo que sus movimientos y sus gritos se vuelven poco a poco más intensos. El propio anciano también se va volviendo más intenso, puesto que aprovecha cualquier ocasión para echarse un buen trago y deshacerse en sonrisas y abrazos con todo el mundo, incluidos nosotros. Cuando el baile termina, distintos cantantes se van turnando en el escenario que se ha instalado en el centro del pueblo y la fiesta se convierte en una verbena en toda regla en la que todos tomamos parte. Durante cinco horas no dejamos de bailar bajo las estrellas al ritmo del pop laosiano junto a los niños (dos de nuestros Malays están también allí) y los mayores del pueblo, con pequeñas pausas para reponer la Beerlao que se evapora a toda velocidad por nuestros poros. Y hay algo que a todos nos divierte mucho: cada vez que una canción termina, los lugareños abandonan a toda velocidad la "pista de baile", como perseguidos por un tigre, así que hacemos lo propio. A la una de la madrugada regresamos a Tat Lo. Y lo hacemos solos, porque por alguna razón no hay rastro de nuestros guías...


A las seis de la mañana siguiente, después de haber dormido un poco, Cedric y yo nos plantamos de nuevo frente al centro de información de Tat Lo, junto a otros tres o cuatro farangs que han conseguido levantarse de la cama, para ir a ver la matanza propiamente dicha. Manouane se queda en la cabaña: la noche anterior me contó que es una vegetariana estricta y no tolera que se maten animales de mala manera sólo para llenarnos el estómago. Le he recomendado El dilema del omnívoro, de Michael Pollan (traducido al castellano por un servidor, perdón por la cuña, totalmente ajena a mi voluntad, gracias, muchas gracias), para ver si entra en razón y se deja de tanto tofu, pero creo que no va a haber manera. A las seis y veinte nuestro guía, al que esperábamos por no ofenderle, no ha aparecido aún. La que sí aparece es su madre, a la que todos llaman Mamma, una anciana fibrosa y enérgica que abre de un portazo el centro de información y obliga a gritos a su resacoso hijo a salir del catre de una puñetera vez. Risas, claro. Ella también se ríe sin que él le vea.


Cuando volvemos a Ban Kiang Tanglae ya ha amanecido y el "anciano del lao lao" sigue en pie con su botella en la mano e insiste en invitarnos a desayunar dos chupitos del maligno brebaje. Nuestras negativas no van a ninguna parte y no habrá más remedio que presenciar el ritual con el estómago en llamas. Después de que los jóvenes del pueblo vuelvan a ejecutar la misma danza de la noche anterior, se hace el silencio y un hombre armado con un machete se planta ante el búfalo, todavía tranquilo. Lo que sigue es brutal. Esperábamos alguna clase de ceremonia, quizá alguna muestra de reverencia hacia el animal, pero no hay rastro de belleza. Desde distintos lugares le lanzan piedras para ponerlo nervioso, lo que por supuesto consiguen. Y después, sin más preámbulos, empieza la carnicería. De un machetazo el hombre abre el costado del bicho, por el que empieza a manar sangre. Después le pega sendos tajos en los cuartos traseros, de tal forma que el buey se queda sin articulaciones y tiene que moverse de rodillas. Para entonces muchos no podemos mirar. Y estamos tan cerca que los sonidos nos golpean la piel. El final consiste en practicarle un orificio en el lomo, atravesarlo con una afilada vara de bambú y removerla para desgarrarlo por dentro. Su último suspiro nos deja mudos: reuniendo la poca energía que le queda, eleva la cabeza por encima de su cuerpo, mira al cielo y se despide con un largo, terrible lamento.

Todavía matarán tres bueyes más, pero no nos quedamos para verlo. En silencio, Cedric y yo desandamos el sendero hasta Tat Lo y llegamos a la cabaña para tratar de recuperar un poco del sueño perdido.

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