"Planes and trains and boats and buses characteristically evoke a common attitude of blue, unless you have a suitcase and a ticket and a passport and the cargo that they're carrying is you". (Tom Waits. Foreign Affair)

jueves, 8 de marzo de 2012

Agua. Sangre. Tierra. Fuego (III)


Tierra
(y un poco más de sangre)

Tras un par de horas de reposo horizontal –que no de sueño, porque los gallos, los cerdos, los geckos, los perros y los gatos del pueblo mantienen en ese momento del día fascinantes conversaciones interespecies– me reúno con Cedric y Manouane para desayunar y decidimos seguir viaje juntos hacia Paksong, en el mismo núcleo de la meseta de Bolaven. Sienta bien volver a la moto y comprobar cómo poco a poco, con suavidad, la carretera va ascendiendo, el paisaje se reverdece y la temperatura se vuelve algo más fresca, incluso nos caen unas cuantas gotas. Paksong no nos dice gran cosa; esperábamos un pueblo y tan sólo consiste en varios kilómetros de casas dispersas a pie de la carretera general (según leemos, la Paksong original desapareció bajo las bombas de la guerra de Indochina). De todos modos, paramos un rato en un pequeño bar a degustar el famoso café de la zona y decidir cuál será el próximo paso a seguir. Como las pensiones que hemos visto desde la moto no nos resultan demasiado atractivas, iremos todavía más allá, hasta Ban Nong Luang, donde intentaremos encontrar alojamiento en alguna casa particular antes de que caiga el sol.

Para llegar hasta allí hay que dejar el asfalto y mancharse de tierra, esa tierra omnipresente en Laos que recuerdo de un rojo profundo en el norte y que aquí es algo más clara, esa tierra que lo recubre todo, los coches y las motos y las pequeñas tiendas con sus artículos en exposición, borrosos bajo una pegajosa película de polvo parduzco que los vuelve indistinguibles los unos de los otros. También la gente, vestida con esas ropas de un marrón continuo, y los niños que juegan albardados en tierra. Y tierra es lo que encontramos: el camino hasta Ban Nong Luang nos obliga a participar durante más de media hora en un pequeño París-Dakar sobre una pista plagada de socavones, trampas de arena, piedras de todos los tamaños y camionetas que al adelantarnos nos permiten masticar –literalmente– el auténtico sabor del país.


En Ban Nong Luang hay apenas cuatro o cinco casas rodeadas de cafetales. Nadie habla inglés, pero cuando decimos "homestay" nos señalan con el dedo el lugar donde podrán darnos cama y comida, una casita con un patio trasero en el que vemos extendidos miles de granos de café secándose al sol. La propietaria es una risueña anciana que masca tabaco y se mueve con la agilidad de alguien veinte años más joven. A través de gestos nos indica que la sigamos a la parte de arriba, que resulta ser un enorme "desván" donde nos preparan un par de colchones convenientemente rodeados de sendas mosquiteras de color rosa. Un rato más tarde nos sirven la cena sobre unas alfombras: arroz, ensalada, algo de carne que Manouane no toca y una enorme sandía troceada que Manouane se zampa casi en su totalidad. Hablamos mucho, de nuestras vidas, de nuestros planes, de nuestras dudas, de qué rayos vamos a hacer cuando volvamos a Europa, hasta que poco a poco el sueño nos vence y nos decimos buenas noches a través de las mosquiteras.



Cuando amanece hace bastante frío y la única ducha de la que disponen en la casa está en el exterior y es un depósito de agua helada en el que flota un cubo de plástico, así que renunciamos a la higiene en favor de la salud y después de desayunar los dos huevos fritos, el pan tostado y el café que nos sirve una de las hijas de nuestra anfitriona y de pagar y dar las gracias por todas las atenciones recibidas, volvemos a las motos. Nuestra intención es regresar a Pakse con una pequeña parada en la cascada de Tat Fan, una de las más altas del país. Para ello debemos volver a la carretera de tierra, que hoy parece más corta y sencilla que ayer hasta que...

c r a s h

No sé cómo ha ocurrido, pero estoy en el suelo. Quizá mi rueda trasera ha patinado sobre una roca o tal vez sea la delantera la que se ha atascado en un charco de arena, la secuencia ha sido demasiado rápida como para saberlo con certeza. La cuestión es que ahora soy alguien totalmente marrón, lo que quizá explica por qué mis amigos, que iban por delante, tardan un rato en pararse: supongo que no me ven por el retrovisor, confundido con la tierra desde la que ofendo gravemente a todas las divinidades de todas las religiones conocidas. Cuando me incorporo compruebo que estoy más o menos entero (a excepción de un golpe en el muslo izquierdo, un par de rasguños en la rodilla y el tobillo izquierdos y algo de dolor en la muñeca izquierda) y que la moto sigue funcionando. Cedric y Manou vienen en mi busca y, tras las preguntas de rigor y de asegurarse de que estoy bien, con su mejor cara de circunstancias me comentan que, casualmente, hace un par de semanas alguien con quien compartían viaje también tuvo un pequeño accidente de moto.

Al revisarme de arriba abajo se dan cuenta de que el estuche de mi cámara –que, estúpido de mí, llevaba colgando del cinturón– está medio abierto. Al abrirlo del todo comprobamos que ha entrado bastante tierra y que la cosa no pinta bien. Como ellos también están bastante marrones nos limitamos a sacar la cámara del estuche, quitarle superficialmente el polvo y meterla en un lugar seguro dentro de la mochila. Reanudamos la marcha y al parar frente a la cascada de Tat Fan nos lavamos en un baño público (en mi caso sólo consigo rascar la superficie del glaseado marrón que me recubre) y por fin confirmamos que, aunque la cámara se enciende, el zoom no funciona y la cortinilla que debería cerrarse para proteger el objetivo no lo hace. Con su mejor cara de circunstancias, mis amigos me comentan que, casualmente, en el último mes a varias personas con las que compartían viaje se les estropearon las cámaras por distintas razones. 

Cuando empiezo a asumir que probablemente me haya quedado sin cámara, nos damos cuenta, maldita sea, de que la defensa de plástico de la moto se ha partido y le falta un trozo... que se habrá quedado en el lugar del accidente, treinta kilómetros atrás.

Parece que el día me va a salir caro.



2 comentarios:

  1. Me alegro de que estés bien, Raúl. Solo quería decirte que me está encantando seguirte. Cuando actualizas me llega un correo y muchos días me levanto y ahí está, este asunto exterior que me hace empezar el día contenta, sintiendo que también estoy viajando. Gracias. Es maravilloso. Oh, the places you'll go!!!! Besos

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    1. Gracias Idoya, no sabes lo que me alegra que te esté gustando. El Dr. Seuss se quedó en el lado de allá por cuestiones de espacio, pero su espíritu me acompaña allá donde voy. Un beso gordo.

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