"Planes and trains and boats and buses characteristically evoke a common attitude of blue, unless you have a suitcase and a ticket and a passport and the cargo that they're carrying is you". (Tom Waits. Foreign Affair)

miércoles, 28 de marzo de 2012

Phnom Penh, je t'aime


Phnom Penh es una de esas ciudades. No resulta fácil de explicar. Es algo que se tiene o no se tiene. Y Phnom Penh lo tiene y lo tiene a espuertas. El comienzo no es fácil. Pasar de la quietud casi catatónica del sur de Laos al estruendo de una ciudad de dos millones de habitantes requiere un cierto esfuerzo mental y físico. De acuerdo, Phnom Penh no es Bangkok, pero el ruido y la polución desbocada y el tráfico sin ley están ahí, y mis oídos, adormecidos aún por el silencio analgésico del Mekong, reciben una dolorosa descarga de decibelios en cuanto me bajo del autobús y cinco, diez, quince conductores de tuk tuk se arremolinan en torno a mí para lanzarme a gritos sus ofertas, sus medias verdades, sus precios abusivos.

"Tuk tuk, sir? Where are you going today, sir? Killing fields, sir? Shooting ranges, sir?"


No hay más remedio que volver al ritual del regateo, siempre con la sonrisa en la cara, olvidar los cálculos en kips y acostumbrarse lo antes posible a la doble moneda que funciona aquí: dólares americanos y riels. Un dólar son cuatro mil riels. Y no hay centavos, sólo papel: un dólar cincuenta es un dólar y dos mil riels y así sucesivamente. En el trayecto hacia la guesthouse el omnipresente aroma a combustible quemado se mezcla con otro todavía sin identificar, algo así como un olor a ropa mal lavada puesta a secar en un cordel sucio junto a una fuente de melocotones en camino hacia el rigor mortis.

"Tuk tuk, sir? Where are you going today, sir? Killing fields, sir? Shooting ranges, sir?"

Después de encontrar habitación llega mi momento favorito en cualquier viaje: una ducha, ropa limpia y, ahí abajo, un misterio por resolver, una ciudad sin desprecintar que me espera para perderme entre sus edificios e ir completando despacio, pieza a pieza, el puzzle de sus calles. En este caso la pesquisa debería resultar sencilla: Phnom Penh se ordena en una cuadrícula de calles numeradas: las pares van de este a oeste; las impares, de norte a sur. Sin embargo, pronto descubro que a la calle 172 sigue la 178 y a saber dónde se habrá metido la 174. 

"Tuk tuk, sir? Where are you going today, sir? Killing fields, sir? Shooting ranges, sir?"


El agua no es sólo un magnífico conductor de la electricidad. También atrae con fuerza el metal, y esta es una constante que se da del mismo modo en el norte y en el sur y en el este y en el oeste del mundo y podríamos enunciarla como la cuarta ley de la termodinámica. A orillas del río Tonlé Sap se agrupan, siguiendo esta máxima, los hoteles más lujosos, los bares para extranjeros, el pub de Paddy, el restaurant La croisette, La cantina mexicana e incluso la tapería Pacharán, abierta en una gran mansión de tres pisos. A la altura de la calle 104 el paseo del río se puebla de occidentales sesentones, tipos zafios provistos de gran barriga y mirada turbia que van a la caza de tallas pequeñas en las que calzar sin holguras sus minúsculos penes. Sin embargo, algo más abajo, entre un vídeo-club y una perfumería de marca, descubro un indicio esperanzador, algo así como la poderosa raíz de un roble que ha conseguido quebrar el cemento que le han echado encima y asomarse, aun con cierta timidez, a la superficie que le fue arrebatada: una vieja tienda de ataúdes.


 "Tuk tuk, sir? Where are you going today, sir? Killing fields, sir? Shooting ranges, sir?"

Compruebo aliviado que los asentamientos extranjeros constituyen tan sólo la corteza que recubre la carnosa pulpa de la ciudad. Basta con cruzar hacia el oeste Norodom Boulevard para descubrir que Phnom Penh está viva y en plena forma, que este lugar tiene alma y que será largo y costoso afeitarle las uñas. Al contrario que en Bangkok y que en la mayoría de las ciudades del sudeste asiático, las calles son estrechas y disponen de aceras de verdad, aceras que invitan al paseo lento, a curiosear en las tiendas de máquinas de coser, en los talleres de motos, en las imprentas, a perderse bajo la cúpula del mercado central, mezclarse con la gente de la ciudad y sentarse a disfrutar de un plato de fideos en uno de sus atestados puestos de comida.

"Tuk tuk, sir? Where are you going today, sir? Killing fields, sir? Shooting ranges, sir?"

El calor, una vez más, es insoportable. Me siento en una terraza a la sombra de la calle 139 y pido una Angkor Beer helada, respetando el lema que aparece escrito en sus etiquetas: "my country, my beer". La mesa es muy grande y pronto dos lugareños me piden permiso para sentarse junto a mí. Ambos hablan inglés y uno de ellos, que se presenta como Ek Phanich, funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación Internacional, incluso me lanza un "¿Cómo está?" con un sorprendente acento cubano. Según me explica, pasó tres años destinado en Cuba y tuvo una novia cubana con la que sólo hablaba en español. No, no llegó a conocer a Castro, ja ja, qué cosas tienes. Otros amigos se van sentando alrededor de la mesa y la conversación bascula entre los temas habituales: chicas (prefieren las occidentales), fútbol (lo que de verdad les va son las apuestas), viajes (a Ek le gustaría viajar por libre, como yo, pero está casado, qué se le va a hacer), el coste de la vida en Camboya (Phnom Penh es más barato que Siem Reap) y mi primera experiencia con el durian.


Varias personas en San Sebastián me habían advertido de su pestilencia, de que hay que echarle valor para meterse su carne en la boca. Muchos hoteles en el sudeste asiático prohíben la entrada a quienes se les haya ocurrido comprar uno. Incluso ahora, en esta terraza de la 139, uno de los contertulios camboyanos afirma odiarlo con toda su alma. Pero tenemos enfrente un puesto de durians y su propietaria no deja de sonreírme tentándome a probar suerte. La mujer no habla inglés, así que Lim, el más joven de mis nuevos amigos, le pide que me abra uno pequeño, de alrededor de un kilo. Con la mano envuelta en una bolsa de plástico agarro uno de los seis "embriones" que se ocultan bajo su espinosa corteza y comienzo a chuparlo, porque la pulpa que rodea cada uno de los tres o cuatro huesos que se ocultan en cada pieza tiene una consistencia cremosa, distinta a cualquier otra cosa que haya podido probar. Su sabor es muy dulce y decido que me gusta. ¿Y el olor? Ropa mal lavada puesta a secar en un cordel sucio junto a una fuente de melocotones en camino hacia el rigor mortis. Phnom Penh huele a durian y por eso no recibo el puñetazo que esperaba.



"Tuk tuk, sir? Where are you going today, sir? Killing fields, sir? Shooting ranges, sir?"

Pues no. No voy a ir a los Killing fields ni mucho menos a los Shooting ranges. Vi la estupenda película de Roland Joffé en el cine Príncipe de Viana de Pamplona cuando se estrenó, hace casi treinta años. Vi conmocionado hace unos tres años en el Festival de San Sebastián el documental S21: La machine de mort Khmère Rouge, en el que el pintor Vann Nath, uno de los pocos supervivientes de la prisión denominada S21, se reencontraba mucho tiempo después con sus torturadores en el mismo lugar donde ocurrieron los hechos. Los campos asesinos donde tantos camboyanos fueron conducidos para realizar trabajos forzados y finalmente ser ejecutados son ahora propiedad de una empresa privada empeñada en sacar partido económico del dolor de un pueblo que fue aniquilado casi en su cuarta parte en los años setenta por las huestes de Pol Pot. Leo que al propio Vann Nath –que hoy es el propietario de un famoso restaurante de la ciudad donde es posible ver sus pinturas– no le hace ninguna gracia que el lugar se haya convertido en una atracción turística más. Y qué puedo decir de los shooting ranges, los campos de tiro –uno de los cuales, en un bestial ejercicio de cinismo, está habilitado junto a los Killing fields– en los que es posible, a cambio de unos billetes, disparar un AK-47 o jugar con un lanzagranadas...

No, no voy a ir. Donde sí voy a ir es al Equinox, un bar fantástico en el sur de la ciudad, donde toca una banda de superhéroes del funk llamada –como no podía ser de otra forma– Durian. Allí conoceré a Jo –cuarenta y tantos, inglesa y profesora de inglés que lleva muchos años trabajando en distintos países del sudeste asiático–,  que me presentará a varios de sus colegas y me enseñará cómo viven los expats de Phnom Penh. Tremendas versiones de Sam & Dave, Aretha Franklin, Curtis Mayfield, Otis Redding, Jamiroquai e incluso Rage Against the Machine se irán sucediendo mientras bailamos y sudamos y  bebemos –y sí, también fumamos– y de pronto me doy cuenta de que me estoy enganchando a esta ciudad descabellada, contradictoria y apasionante de la que me va a costar mucho salir.

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