"Planes and trains and boats and buses characteristically evoke a common attitude of blue, unless you have a suitcase and a ticket and a passport and the cargo that they're carrying is you". (Tom Waits. Foreign Affair)

sábado, 4 de febrero de 2012

En contradirección


El año pasado por estas fechas, en mi primera visita a Chiang Mai, estuve charlando con un monje en el Wat Chedi Luang, un templo de la ciudad antigua en el que instalan unas mesas bajo unas sombrillas para sentarse e intercambiar ideas con los hombres de la túnica naranja, que de este modo también aprovechan para practicar su inglés. El que a mí me tocó en suerte era muy joven y tardé unos veinte minutos en entrar en materia, el tiempo que tuve que invertir –justo después de decirle de dónde venía– en responder a sus entusiastas preguntas sobre Messi y el Barça. Cuando quedó satisfecho, me dijo que hacer el bien es el camino para que la vida le vaya a uno bien. Yo le contesté que hacer el bien es algo muy difícil. Y él me respondió que pues claro que es difícil, que qué esperaba. Me pareció que aquella respuesta era suficiente, ahí se agotaban todas mis preguntas. Y por tanto no había necesidad de volver a templo alguno –excepto, quizá, el North Gate Jazz Co-Op, cooperativa jazzera en forma de garaje desvencijado a pie de calle que se me está comiendo el presupuesto por culpa de su lúpulo y sus tremendos superhéroes de la música, pero esa es otra historia–. Sin embargo, esta mañana he incumplido mi palabra y me he subido a una sorngtaaou (tuk tuk furgoneta compartido) para llegar al Wat Phra That Doi Suthep, el templo que desde lo alto de la montaña vigila, protege o al menos proyecta algo de sombra sobre la ciudad.

La razón es rara. El miércoles me salieron dos ampollas en el talón del pie izquierdo –justo donde uno pisa para bascular e impulsarse hacia adelante– que no me dejan vivir a gusto y me tienen un tanto huraño. Las reglas de la simetría y el hecho de que, como es natural, llevase las mismas sandalias en ambos pies, no explican por qué diablos mi pie derecho se ha librado del castigo, por qué pisa como si tal cosa, indiferente al calvario de su hermano. El yodo y las tiritas iban haciendo su efecto, pero esta mañana me ha parecido de lo más lógico pensar que subir descalzo los 306 peldaños que conducen al templo aceleraría el proceso de encallecimiento de esas dos enervantes pompas. Vale, de acuerdo, también quería ver Chiang Mai desde ahí arriba, como todo el mundo (cosa que no he conseguido del todo, porque el velo tóxico que desprenden 200.000 habitantes que no van andando a ninguna parte convierte la experiencia en algo, en el mejor de los casos, translúcido). Y lo cierto es que ha funcionado. Las baldosas estaban frescas a primera hora de la mañana y el alivio ha sido inmediato. Cuando he llegado a la cima todavía no había mucha gente y era posible sentarse a la sombra, mirar alrededor y adormecerse –y anestesiarle– con el tañer irregular, lento y narcótico de las campanas, lejos del ruido incesante de ahí abajo. El dolor se ha ido apagando poco a poco y también mi mal humor.

Durante el descenso me he girado y he tomado la foto que encabeza esta entrada. De vuelta en Chiang Mai, mientras comía, la he revisado e inmediatamente me ha venido a la memoria aquella charla con el monje. Sospecho que hacer el bien no consiste únicamente en no hacer el mal. Corrijo y aumento: sospecho que hacerse bien no consiste únicamente en no hacerse mal. En otras palabras –en las de Javier Krahe, para ser precisos–, no todo va a ser follar, habrá también que cruzar Núñez de Balboa.

A ser posible en dirección contraria.

En fin, yo qué sé. Va cayendo el sol y me voy a tomar una cerveza al North Gate, que sin duda me hará muy bien.

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