"Planes and trains and boats and buses characteristically evoke a common attitude of blue, unless you have a suitcase and a ticket and a passport and the cargo that they're carrying is you". (Tom Waits. Foreign Affair)

jueves, 5 de abril de 2012

Las razones de Kampot


 Hay algo en los edificios viejos que me hace sentir bien. Quizá sea su falta de agresividad, su total ausencia de soberbia. Tal vez la humildad con la que asumen su imperfección, la sinceridad con la que muestran sus heridas. Me gusta lo que el tiempo hace con las cosas, cómo las indvidualiza y las distancia de las que en origen fueron sus gemelas, cómo las mancha de óxido y humedad sin seguir patrón alguno, cómo las convierte en únicas a través de una degradación lenta y personalizada. Suele decirse de lugares como Kampot que parecen haberse "detenido en el tiempo", pero no es cierto. Kampot ha seguido avanzando con el tiempo, expuesta al tiempo, indefensa ante el tiempo, abandonada a sus caprichos. Son nuestros impecables edificios modernos los que se empeñan en pararse en el tiempo, en no envejecer, en mostrar siempre esa misma cara altiva, aséptica, indiferente al agua y al fuego, una y mil veces rehabilitados, para ser siempre nuevos hoy y mañana y dentro de cien años. Son nuestros objetos los que se estancan, los que frenan de golpe, los que ni siquiera tienen tiempo de recibir un simple arañazo, los que sólo pueden existir en dos estados: nuevos o muertos. ¿Hay algo más feo, más imbécilmente nuevo, más costosamente frágil, más relucientemente inútil, más insultantemente breve, más burdamente idéntico a sí mismo que un iPhone?, me pregunto mientras paseo entre muros despellejados, ennegrecidos, enfermos de tiempo.


El lugar de honor de Kampot no lo ocupa un santo ni un mártir ni un soldado ni un político ni un príncipe ni un rey ni un emperador. El núcleo de Kampot, el cruce al que van a dar todos los caminos y del que parten todas las rutas no está dedicado a Dios ni a Jesucristo ni a la Virgen ni a Buda ni a Alá ni a Vishnu. La ciudad de Kampot decidió en algún momento reservar ese privilegio al pestilente orgullo de esta región: el durian. Es aquí donde se producen los mejores, los más pequeños y sabrosos, los más dulces y aromáticos de Camboya. Propósito para el futuro: conseguir firmas para sustituir a San Sebastián asaeteado por una anchoa, a San Francisco Javier por un espárrago, a la Moreneta por una butifarra, a Santiago por un manojo de percebes, a Jaume I El Conqueridor por una paella con garrofons, a Espartero a caballo por una orejita de El Perchas, a Nuestra Señora de la Almudena por un bocadillo de calamares.


No me ofrecen un refresco. No me sugieren un arsenal de productos para una calvicie que no sufro, para camuflar unas canas que me gustan, para abrillantar mi pelo, para darle un aspecto despeinado, para darle un aspecto no despeinado, para no darle aspecto en absoluto. No me obligan a escuchar un programa para idiotas que está sintonizado en la tele de plasma que pende de ahí arriba. No tengo que esperar media hora hojeando revistas dirigidas a los mismos idiotas que ahora mismo están viendo ese programa. No estoy rodeado de fotos de gente mucho más guapa, delgada, joven y atractiva que yo. No me obligan a mantener una conversación. No me abandonan para atender el teléfono cada tres minutos. No se quejan de la tozudez de mis remolinos. No me cobran treinta euros.

Una sala. Dos espejos. Un poco de talco. Un par de tijeras. Un tipo que sabe perfectamente qué hacer con ellas. Un cliente feliz. Más ligero. Más fresco.


Johan es francés, aunque nació en Bélgica. Llegó a Kampot con Anne, su mujer, hace más de tres años, después de pasar una temporada en Sri Lanka. A lo largo de su vida ha tenido decenas de trabajos diferentes, pero nunca ha dejado de cumplir con lo que él mismo denomina mi sacerdocio: la música. Johan es un batería asombrosamente bueno. Lo demuestra todos los sábados en las jam sessions que organiza en su pequeño bar, el ABC (Art Bar Craze), en las que toca con cualquiera que sepa agarrar un instrumento con cierta gracia. Empezó con la batería siendo un crío y desde entonces se ha puesto al servicio de pachangas, bandas callejeras, orquestas sinfónicas, grupos de jazz, de pop, de rock, chanson française y lo que fuese menester. El año pasado cumplió los sesenta y sigue disfrutando de cada uno de los minutos en que tiene las baquetas entre los dedos. (La primera noche, sábado, agarré una pandereta y me puse a tocar un par de blues rápidos con él y con Shawn, canadiense, guitarrista habitual del lugar. Shawn se había pasado con la cerveza y sus manos lo acusaban, seguir sus devaneos con el ritmo y tratar de llevarle de nuevo al redil resultaba francamente difícil. De algún modo lo conseguimos, hubo quien aplaudió y una cerveza me salió gratis).

Si como músico es bueno, como conversador es insuperable. Mientras encadena un cigarrillo tras otro, un ron con piña tras otro, las gafas siempre en la punta de la nariz, despliega un francés preciso y afilado –alternado con un buen inglés en función de quién sea su interlocutor– que modula como si fuese un instrumento. Uno sabe que cuando su voz baja a los tonos graves está preparando una de sus frecuentes explosiones de indignación frente al mundo: Au secours! C'est le bordel, ça! Durante cuatro noches seguidas he disfrutado mucho hablando de música con él, comentando los discos y los vídeos que iba poniendo en el estupendo equipo del bar. Es un adorador de Frank Zappa, del rock progresivo de Yes, Emerson Lake & Palmer o King Crimson, de Chick Corea y su Return to Forever, de Joe Zawinul y su Weather Report. Pero su capacidad para cambiar de tema no tiene límites: en un mismo fraseo verbal puede pasar de mostrar su rendida admiración por Bill Bruford a arremeter contra el descomunal complejo hotelero que están construyendo en lo alto del Bokor Park, a 40 kilómetros de Kampot, pensar en el frío que debieron de pasar los buscadores de oro del Yukon, describir el modo adecuado de freír un filete (en el Captain Chim's, el restaurante camboyano de al lado, tienen un steak à la Johan), lamentarse de la degradación que la lengua francesa sufre en manos de los esnobs que alargan la "e" al final de las palabras, quejarse de la ineptitud de la policía gala en el caso del asesino de Toulouse  o proponer la quema de todas las iglesias de todas las religiones del mundo con todos sus predicadores dentro (en este caso brindamos por ello). Johan y Anne no tienen hijos y son moderadamente felices aquí y eso puede ser más que suficiente para alguien que, sospecho, un buen día se hartó de Europa, de vivir siempre en tensión, siempre inseguro, siempre en crisis, siempre al borde de, siempre con la secreta sensación de no estar a la altura, de no tener lo necesario para complacer al monstruo. Sí, él también.




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