"Planes and trains and boats and buses characteristically evoke a common attitude of blue, unless you have a suitcase and a ticket and a passport and the cargo that they're carrying is you". (Tom Waits. Foreign Affair)

martes, 10 de abril de 2012

Dos playas


De vez en cuando hay que parar. Elegir algo parecido al paraíso y tumbarse a disfrutarlo durante unos días. Son ya más de dos meses en movimiento perpetuo, setenta días de aviones, tuk-tuks, motos, songthaews, camionetas, coches de policía, minivans, bicicletas, taxis, trenes, autobuses, canoas, ferries y sandalias y conviene cuidar un poco del cuerpo y prepararlo para el futuro inmediato, que se anuncia intenso. Yo he encontrado ese paraíso en una playa. Una playa inglesa, eso sí. Se llama Chesil Beach y es el escenario de una obra maestra que ya estaba tardando en leer. La he devorado casi de un tirón en Otres Beach, una playa camboyana que tiene poco de paradisíaco: el mar a 30 grados, los mosquitos más voraces –por ahora– del sudeste asiático, mala comida, tipos que intentan venderte algo cada cinco minutos, una sobreabundancia de guesthouses plantadas a dos metros de la orilla que obligan a pasear por la arena esquivando letreros de madera que anuncian "fish bbq", "happy hour" o "delicias de la cocina francesa"... Y, por si fuera poco, Pol Pot.

Pol Pot es mi compañera de habitación en el ático de un bungalow destartalado en mitad de la playa. Nos conocimos una noche de lluvia. Yo acababa de cenar un (horrible) pescado a la parrilla. Ella no había cenado todavía. Yo iba de azul. Ella, de blanco, como siempre. Ambos buscábamos refugio: la tormenta tropical descargaba en ese momento toneladas de agua eléctrica sobre la costa y cada trueno parecía querer borrarnos de la faz de la Tierra. Yo entré en mi habitación por la puerta. No tengo la menor idea de cómo entró ella. Nos miramos a los ojos –enrojecidos los suyos, fuera de sus órbitas los míos–  y sin más preámbulos me quité la camiseta que  llevaba puesta... para usarla como látigo contra su pesado, repugnante cuerpo al grito de: "¡Puta rata de mierda, sal de mi habitación echando hostias si no quieres acabar a la brasa en un puto puesto callejero!". En ese momento conseguí que dejase de hacer lo que estaba haciendo –comerse el plástico que convierte el tejado de paja de mi bungalow en una superficie no del todo permeable (una cena mucho más sabrosa que la mía, no me cabe duda)– y desapareciese por la ventana. Pero creo que no fui lo bastante agresivo, porque cada noche, cuando estoy a punto de quedarme dormido, vuelvo a escuchar su inconfundible hiiihiihii, sus pequeños pasitos sobre el tejado, sus dientes intentando rasgar el plástico, y entonces me desvelo y recuerdo que no creo en el paraíso. Y pienso que ya está bien, que ya basta, que ya va siendo hora de volver al maravilloso infierno de Phnom Penh.


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