"Planes and trains and boats and buses characteristically evoke a common attitude of blue, unless you have a suitcase and a ticket and a passport and the cargo that they're carrying is you". (Tom Waits. Foreign Affair)

domingo, 15 de abril de 2012

Éxtasis de piedra gris



(Esta entrada, mi favorita hasta el momento, está dedicada a mi sobrino Nicolás, que hoy cumple dos años. Felicidades, enano)

Después de despedirme de Pol Pot y de pasar una noche intensa en Phnom Penh con Jo, Brian, Laurie y Juliet, mis cuatro profesores de inglés expatriados –tan elegantemente británicos que jamás se permiten el lujo de corregir las burradas que salen de mi boca–, llega por fin el momento que llevo retrasando tres semanas: tengo que ir a Angkor. El problema en realidad no es Angkor, sino ese "tengo que". Este viaje consiste básicamente en auscultarme con minucia el cuerpo y el alma y, una vez obtenido el diagnóstico, administrarme la medicina más adecuada. O sea, hacer lo que me salga de los huevos cada mañana. Y los "tengo que" casan mal con ese espíritu y siempre da cierta pereza abandonar el territorio del viaje personal –cuyo mapa voy trazando a medida que lo voy recorriendo y que es, por definición, irrepetible– e ingresar en las autopistas del turismo, los caminos señalizados, las colas, los precios exagerados y la comida occidentalizada al gusto de Jack, Enrico, Ingmar, Horst, José Luis, Philippe, sus señoras y sus niños, no sea que pasen mala noche. Sin embargo, los "tengo que" suelen serlo por algo. Si millones de personas de todo el mundo podemos soportar horas de espera para subir a la Torre Eiffel o al Empire State o para aglomerarnos en los jardines de la Alhambra o del Taj Majal debe de haber una buena razón para ello. Y la hay. Y al parecer hay unas cuantas para visitar los templos de Angkor.

Así que madrugo y me monto en un autobús que tardará siete horas y media en llegar a Siem Reap, la segunda ciudad en importancia de Camboya y el campo base desde el que todo el mundo ataca los templos desperdigados en el enorme territorio que durante más de 600 años (802-1432) constituyó el corazón del imperio khmer. La primera impresión de Siem Reap es decepcionante. La ciudad, o al menos su centro, vive arrodillada ante los viajeros de sandalia y calcetín (prenda de la que sólo se desprenden para alimentar a los peces con los callos de sus pies en los tanques de "fish massage"), que rara vez salen de Pub Street y de The Alley, calles atestadas de insípidos restaurantes internacionales, boutiques cool y pubs de diseño que escupen a todo volumen una indigesta sopa de mala música. La persistencia de los vendedores callejeros (básicamente niños que ofrecen postales y libros), de los tuktukeros y de los camellos motorizados ("¿weed, cocaine, young lady boom boom, sir?") alcanza aquí niveles de agresividad que rozan la violencia psicológica. Calculo que en cuatro días habré dicho "no" unas doscientas veces. Afortunadamente Siem Reap aún conserva cierta personalidad en las calles alejadas de las guesthouses y los grandes hoteles, en los mercados nocturnos y –cómo no– en los puestos de comida callejera, donde es posible cenar por la mitad de precio y tres veces mejor que en los restaurantes para extranjeros.


Por alguna razón (¿el lobby de tuktukeros?) aquí está prohibido alquilar motos a los foráneos, así que al día siguiente a mi llegada me conformo con una bicicleta y pedaleo a lo largo de la recta de seis kilómetros que conduce a Angkor y que por suerte (35 grados a las siete de la mañana) es totalmente llana y discurre a la sombra de árboles robustos, muchos de ellos etiquetados con su nombre en latín. Terminada la recta me encuentro con lo que en un principio parece un río de una anchura más que respetable (190 metros de orilla a orilla, según leo), pero que de ningún modo es un río: es el inmenso foso que rodea Angkor Wat –el edificio religioso (hinduismo salpicado de budismo) más grande del mundo–, un rectángulo de 1,5 por 1,3 kilómetros que sólo permite el acceso al templo por la pasarela de piedra de la entrada principal, en el lado oeste, o por un sendero arbolado en el lado este.

Hace unos días brindé con Johan en el ABC de Kampot por la quema de todos los edificios religiosos del mundo con todos sus predicadores dentro. Pero si, al estilo de Alonso Quijano, llevásemos a cabo un "donoso escrutinio", este sería el primero que yo salvaría de las llamas (el edificio, no los predicadores, tampoco hay que exagerar). Lo que siento cuando por fin entro en sus dominios no tiene, por supuesto, nada que ver con los cuentos del más allá. Tampoco el tamaño me deslumbra, lo esperaba bastante más grande, más imponente. ¿Qué es, entonces? ¿Por qué las sensaciones son tan intensas? La respuesta, me doy cuenta de pronto, está relacionada con la placidez con la que mis ojos encajan en este mundo de piedra arañado por el tiempo, con una extraña serenidad de la mirada, que se posa sin esfuerzo en los muros, en las torres, en los bajorrelieves, que casi descansa sobre ellos. Gris. Esa es la respuesta. Todos los grises. Más allá del azul del cielo no hay otro color intramuros, y cuando lo hay (una camiseta roja, un buda dorado) se produce una explosión de ruido en mi retina, que se apresura a volver al silencio gris de las piedras, de este paisaje interior que parece construido con ceniza.








En este momento no hay mucha gente a mi alrededor y la concentración es total. Hoy me gustaría ser arquitecto para poder apreciar aún más la asombrosa ejecución del templo. Cada vez que la luz cambia, cada vez que el sol se mueve un palmo el edificio se reestrena, se iluminan rincones que hasta ahora había pasado por alto, se esconden en la sombra los que habían capturado mi atención sólo unos minutos antes, unos grises se apagan, otros se encienden, aparecen nuevos matices en el juego de las proporciones. Y cada vez que giro la cabeza, cada vez que me muevo unos pasos y cambio el punto de vista recibo una sacudida: cada perspectiva es distinta de la anterior y provoca una conmoción nueva, un nuevo clímax de la mirada, un orgasmo de la matemática y la simetría enriquecido por los líquenes y las manchas de la Historia. Para disfrutar de este lugar hay que pararse, hay que sentarse y dejar que sea el mundo el que se mueva. Me quedaré aquí toda la mañana. Cinco, seis horas. Para qué correr.

Pero Angkor no es sólo Angkor Wat. La lista de templos y las distancias que los separan resultan desesperantes para aquellos que pretenden verlos todos. Hay quien sólo se queda aquí un día, contrata un tuk-tuk y se deja llevar a toda velocidad de un edificio a otro sin enterarse de nada. Otros, sin duda más coherentes, invierten una semana en una visita más exhaustiva. Yo he comprado un pase de tres días y mi exploración será selectiva. A pesar del calor, la bici resulta perfecta para moverse de un templo a otro, porque el propio "recinto" es también un espectáculo. La naturaleza ha sido aquí domesticada lo justo para poder pedalear entre bosques, y es posible atisbar de vez en cuando un grupo de monos merendando al borde de la carretera o escuchar algo que se arrastra por el suelo y que jamás se deja ver del todo.


Y puesto que fueron construidos en diferentes siglos, bajo el mandato de reyes-dioses distintos, no hay dos templos iguales. Antes de llegar pensaba que para el segundo día ya estaría saturado. Pero no. Angkor Thom, la monumental ciudad fortificada que en otro tiempo fue la capital del imperio, debería anunciarse como "el bosque de las sorpresas", porque eso es precisamente lo que es. Un lugar donde la suspensión de la incredulidad es la norma, un territorio arrancado a la ficción e insertado en el mundo real sin perder un ápice de su magia, de su poder de evocación de universos imposibles. "No puede ser, no puede ser", pienso mientras dejo de pedalear y la inercia me deposita frente a Bayon, el templo que el rey Javayarman VII mandó construir a mayor gloria de sí mismo con la excusa de honrar a Avalokiteshvara: 216 reproducciones de su propio rostro elevado a la piedra convierten el paseo entre sus "muros" en una experiencia tan fantástica como inquietante. "No puede ser, no puede ser", me repito mientras paseo completamente solo por el bosque que rodea Baphuon y siento algo muy parecido a lo que pudo sentir el primer explorador occidental que llegó a este lugar. Y entonces, justo antes de cruzar la misteriosa puerta de un templo que ya no existe, sospecho que esto no es real, que estoy en el minuto dieciocho de una película de aventuras, justo ahí, cuando está a punto de pasar algo terrible o maravilloso. "No puede ser, no puede ser", me digo una vez más mientras recorro el laberinto de Preah Khan y al salir veo cómo un árbol se come la entrada de la puerta este.







 En el siglo XV, tras la caída del imperio, Angkor fue abandonado a su suerte y la naturaleza comenzó a recuperar el terreno que el hombre le había arrebatado durante seiscientos años. Cuando, cuatro siglos después, los primeros exploradores occidentales dieron con este lugar se encontraron a las afueras de Angkor Thom con una obra maestra del surrealismo: árboles que se derraman sobre muros de piedra que a duras penas resisten el brutal empuje de la selva; raíces en forma de serpiente gigante que estrangulan las puertas de algo que quizá fue un templo en otra vida. La cultura derrotada, devorada, deglutida por la naturaleza en una venganza lenta, paciente, sádica. Ta Prohm sólo debería poder existir en una pesadilla –o en la mente de Salvador Dalí– y sin embargo está ahí, lo veo, lo toco, lo escucho y lo huelo, pero sigo sin creérmelo. Si esto es posible, el mundo que yo conozco no puede ser. Esta bicicleta no puede ser. Yo no puedo ser.

2 comentarios:

  1. N:Está ahí dentro el tío Laúl??
    A: Sí, está muy lejos, no puede venir a felicitarte y por eso te ha mandado esta foto y te felicita con estas letras, ves?
    N: oh (decepción)
    N: y dónde ssstá mi legalito...

    El tío no pasa ni una.
    Besos, besos, besos

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  2. Claro, es que menudo legalito unas letras... En cuanto vuelva solucionamos este asunto con algo comestible o motorizado. Besosss.

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