"Planes and trains and boats and buses characteristically evoke a common attitude of blue, unless you have a suitcase and a ticket and a passport and the cargo that they're carrying is you". (Tom Waits. Foreign Affair)

sábado, 28 de abril de 2012

Mi lugar en el mundo


Tanto buscarlo y resulta que estaba señalizado.

Resueltas (o, más bien, aplazadas) mis batallas interiores con Kuala Lumpur, me monto en un autobús rumbo a Penang. Parece que el proceso de readaptación al primer mundo se está llevando a cabo de manera satisfactoria, porque a pesar de que el asiento que me toca en suerte es una especie de sillón orejero biplaza, suntuosamente acolchado y totalmente reclinable, no me quejo ni exijo indignado que me lo cambien por un banquito de plástico rojo plantado en mitad del pasillo. Vamos bien.

Una de las razones por las que he venido a Malasia son sus islas. Penang es la primera de la lista, aunque técnicamente no puede considerarse del todo una isla, puesto que está conectada con la península por un larguísimo puente y por tanto es accesible por tierra. Tampoco se trata de una isla paradisíaca en el sentido estricto del adjetivo, ni siquiera tiene playas que merezcan ese nombre. La razón por la que me desplazo hasta Georgetown –ciudad trufada de mezquitas, templos de todas las religiones y restos de la presencia inglesa en la isla, que sobreviven a la sombra de horrendos rascacielos que no desentonarían en Benidorm– es su comida. Leo que la gente organiza expediciones de fin de semana desde KL, incluso desde Singapur, sólo para regalarse con las criaturas culinarias locales, fruto de los afortunados cruces entre las cocinas india, china y malaya. Así que me propongo hacer lo mismo y durante tres días deambulo entre Chinatown y Little India y reboto entre puestos callejeros y  casas de comidas. Nasi kandar, assam laksa, koay teow, mee goreng, murtabak o roti canai dejan de ser unos desconocidos para mí y cada día espero impaciente la hora del desayuno, la comida y la cena para seguir profundizando en este festival de sabores y aromas. Repito varias veces en un sencillo restaurante indio-malayo llamado Hammediyah donde bordan el murtabak, a pesar de que todos los días, invariablemente, uno de los camareros me arrebata el libro, folleto o guía que esté leyendo mientras espero mi plato para demostrarme lo bien que lee en inglés.

Una vez saciados mi apetito y mi curiosidad y viendo que no hay mucho más que hacer aquí, me siento en un banco a la sombra a tomarme un zumo de sandía (servido en bolsa de plástico con pajita, como es habitual en todo el sudeste asiático) y a decidir el próximo movimiento. El recuerdo del terrible atasco que tuve que sufrir para llegar a Georgetown desde la estación de autobuses, situada a varios kilómetros del centro de la ciudad, hace que me dé mucha pereza salir de la isla por tierra. El mar está mucho más cerca, así que decido huir en ferry hacia otra isla a la mañana siguiente. Pero de algún modo inexplicable parece como si la ciudad me hubiese leído el pensamiento y de inmediato pone en práctica un sucio chantaje emocional:

"No se vaya, por favor, no se vaya. ¿Es que no tiene usted corazón? ¿Es que no se da cuenta de todo lo que hemos hecho para que se sienta un hombre afortunado? ¿No ve que le hemos puesto su nombre a una calle? ¿No ve que hasta nos hemos tomado la molestia de señalarle cuál es su lugar en el mundo, para que deje de moverse de aquí para allá como pollo sin cabeza? Por dios bendito, ¡si hasta hemos erigido un templo en su honor!"

Mmmm, gracias, muchas gracias, de corazón, por todas estas atenciones que desde luego no merezco. Gracias, pero... no. Seguro que tengo otro lugar en el mundo esperándome por ahí.

En fin, casi seguro.



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