"Planes and trains and boats and buses characteristically evoke a common attitude of blue, unless you have a suitcase and a ticket and a passport and the cargo that they're carrying is you". (Tom Waits. Foreign Affair)

jueves, 10 de mayo de 2012

Rumbo a la costa este


Una de las reglas de este viaje me impide mirar fotos de los lugares a los que voy a ir. No quiero referencias visuales. Nada de vídeos. Al infierno con Google Street View. No quiero ahorrarme la sensación de estar perdido al principio, sin familiaridades, ni tampoco la satisfacción de empezar a no estarlo. Ocurre lo mismo con los libros. Prefiero no leer el texto que aparece en la espalda hasta haber llegado a la última página. Mejor no saber muy bien de qué va el juego hasta llevar un buen rato jugando. No andamos sobrados de sorpresas, así que por qué rebajar las muchas que un viaje o un libro nos tienen reservadas. Aunque sean desagradables.

Dejo Ipoh y me subo a un autobús con destino a Tanah Rata, en el corazón de Cameron Highlands, los "Alpes malayos", según se dice. Durante el viaje abro mi guía por la página del pequeño plano en blanco y negro del pueblo, la única pista que me permito tener, un enrejado de calles sobre el que la imaginación proyecta una tercera dimensión sirviéndose de los mejores materiales. Así levanto pequeñas casas de madera de dos alturas provistas de porches que miran hacia las montañas cubiertas de jungla, esa misma jungla que ya empieza a rodear al autobús conforme la carretera serpentea hacia las tierras altas. Me gustará sentarme a leer en uno de esos porches y sentir un poco de frío por primera vez en más de tres meses. Pasear un rato por el bosque. Tomar un té frente a una de las muchas plantaciones que hay en los alrededores. Me quedaré dos, tres noches. Quizá cuatro.

Pero en cuanto llego a Tanah Rata decido que me quedaré justito a tomar el té. Horrendo es un calificativo cariñoso con los monstruosos edificios que alguien sin corazón permitió construir aquí y en las poblaciones cercanas. Los bloques carcomidos por la humedad parecen haber sido transplantados desde una ciudad dormitorio del extrarradio de otro extrarradio. Por todas partes hay carteles que anuncian la construcción de nuevos complejos de apartamentos sin alma. Y sin porches, claro. De todas maneras, las montañas apenas son visibles desde aquí. Así que doy un paseo por el bosque, doy otro paseo por una plantación, me bebo mi té y me voy.


Ocurre algo parecido cuando llego a Kota Bharu, en el extremo noreste del país. Los escritores de mi guía, propensos a la adjetivación benévola, la califican de "sumamente agradable", un sutil eufemismo con el que sin duda quieren decir "abiertamente espantosa". Sin embargo, mi catarro se ha agravado y tengo que quedarme allí un par de días hasta sentirme en buenas condiciones para atacar mi nuevo destino, las islas Perhentians. Pero no es tiempo tirado a la basura. Kota Bharu es, según leo, uno de los lugares más conservadores del país, y a mis ojos tiene un cierto atractivo exótico. La mayoría simple musulmana se convierte aquí en mayoría absoluta. Apenas se ven indios ni chinos. Todas las mujeres, sin excepción,  llevan el pelo cubierto por el tudong. Los cánticos y mensajes desde los minaretes aportan un trasfondo sonoro casi constante. En el supermercado local, sobre las cajas registradoras, hay signos que indican cuál es la cola de los hombres y cuál la de las mujeres (si bien compruebo que nadie hace demasiado caso a esto). No hay alcohol de ninguna clase. Ni siquiera es posible encontrar cerveza en los 7Eleven (en mi última noche descubro un restaurante chino donde sí sirven Carlsberg y Skol. Está lleno, por supuesto). En mi guesthouse un cartel prohíbe manchar los vasos con alcohol traído del exterior.
















El mercado central es una orgía de colores, especialmente en las secciones de frutas y dulces. Me compro medio kilo de rambutanes (la fruta con pelo que esconde en su interior una especie de uva gorda o de litchi que a su vez encierra un fruto seco que parece un cruce entre una almendra y un pistacho) y cuatro "magdalenas" de coco, de color verde. Y los puestos de comida callejera que conforman el "mercado nocturno" son fantásticos. Allí tengo la oportunidad de probar el "arroz azul", mezclado con cordero, pollo, pescado, verduras o lo que uno quiera (excepto cerdo, por supuesto) y envuelto en papel de estraza. Por primera vez lo como con mi mano derecha, igual que hace todo el mundo aquí, entre miradas que pasan por alto mi torpeza.
















La gente sí que es "sumamente agradable". A las sonrisas que uno recibe gratis todos los días en Tailandia, Laos o Camboya, se añade aquí un "hello" que muchas veces me pilla desprevenido, mirando para otro sitio. "Oh, hello, hello, sorry". A Zeck y "Mamma", los dueños de mi guesthouse, les gusta hablar con sus huéspedes y termino las jornadas charlando con ellos en la destartalada "terraza" de la casa. "Easy-going Raúl", me llaman, supongo que por contraste con otros viajeros con menos tiempo y más prisa que yo. Zeck nació en las Perhentians y me da un par de buenas pistas para los próximos días. Insiste especialmente en que me calce las gafas, el tubo y las aletas y haga un poco de snorkeling allí.

"¿Y qué pasa con los tiburones?"

"Ah, sí, los tiburones. Hay muchos, ya verás"

"Bueno, preferiría no verlos, la verdad"

"No te preocupes, en mis sesenta años de vida nunca ha pasado nada"

"¿Nada?"

"Nada de nada"

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