Dejo Siem Reap para regresar a Phnom Penh por última vez y siento que estoy volviendo a casa. Y en el autobús pienso que quizá debería haber extendido el visado, que este mes en Camboya, tan cargado de imágenes, de sensaciones, de personas a las que voy a echar de menos, se me ha ido muy deprisa. Dos semanas más, quizá... Pero ya es demasiado tarde. Un avión me espera a la vuelta de la esquina para llevarme a un país sin tuk-tuks. Sin cerveza barata. Sin calle 288.
Al
bajar del autobús me encuentro con una ciudad fantasma. Todo el país celebra
durante tres días el año nuevo khmer y los habitantes de la capital han salido
huyendo en busca de las playas del sur o de los templos del norte. Las calles
de Phnom Penh, habitualmente caóticas, ruidosas, saturadas de tráfico, guardan
silencio. Persianas echadas, semáforos que trabajan para nadie, algún turista
despistado que no entiende nada. El sol intensifica el hedor de la basura que
se acumula en bolsas medio reventadas en todas las esquinas: los basureros
también se han ido a comer cangrejo a Kep.
Dedico
mis últimos días en Phnom Penh a recorrer una vez más mis lugares favoritos.
Todo me resulta muy familiar, como si llevase aquí un año. Ya no necesito mapa
para moverme por la ciudad. Llevo mi ropa a la lavandería. Compro algunas cosas
para el viaje: una guía, una funda impermeable para la mochila, nuevas
lecturas, una linterna de bolsillo (la vuestra nunca funcionó bien, hermana),
ibuprofeno por si la muñeca o el tobillo vuelven a quejarse, unas "ray ban
auténticas" por tres dólares en el "mercado ruso" (todavía no he
encontrado un sitio donde cambiar el cristal roto de las buenas)...
Jo ha
pasado el puente en el sur y a su regreso propone un plan típicamente expat que me saca de la estricta
austeridad mochilera: combatir el calor nadando en la piscina del
Hotel Cambodiana; tomar un cocktail con vistas al río en el bar del Foreign
Correspondents Club; cenar en la terraza del tercer piso de un restaurante de
la calle 240; ir a escuchar a la banda del Memphis Pub hasta que el cuerpo
aguante. La buena vida durante unas horas.
Hoy es
mi último día en Camboya. Con algo de pereza repaso documentos, compruebo
horarios, calculo el dinero y el tiempo que me costará llegar mañana al aeropuerto.
Salgo a las ocho. Al parecer no habrá más remedio que levantarse a las cinco y
media. Mierda. Como unos fideos en The Little Noodle Shop. Recojo la ropa de la
lavandería. La meto en la mochila sin sacarla de su bolsa de plástico.
Ordenador. Cámara. Cables. Libros. Neceser. Creo que está todo. Mañana a las
once y media aterrizaré en un mundo completamente distinto.
Hasta
pronto, Camboya.
Gracias.
Tal vez sea por su gran tamaño o porque todo lo que toca Nicolás nunca vuelve a funcionar.
ResponderEliminarBesos. A.