La razón es rara. El miércoles me salieron dos ampollas en el talón del pie izquierdo –justo donde uno pisa para bascular e impulsarse hacia adelante– que no me dejan vivir a gusto y me tienen un tanto huraño. Las reglas de la simetría y el hecho de que, como es natural, llevase las mismas sandalias en ambos pies, no explican por qué diablos mi pie derecho se ha librado del castigo, por qué pisa como si tal cosa, indiferente al calvario de su hermano. El yodo y las tiritas iban haciendo su efecto, pero esta mañana me ha parecido de lo más lógico pensar que subir descalzo los 306 peldaños que conducen al templo aceleraría el proceso de encallecimiento de esas dos enervantes pompas. Vale, de acuerdo, también quería ver Chiang Mai desde ahí arriba, como todo el mundo (cosa que no he conseguido del todo, porque el velo tóxico que desprenden 200.000 habitantes que no van andando a ninguna parte convierte la experiencia en algo, en el mejor de los casos, translúcido). Y lo cierto es que ha funcionado. Las baldosas estaban frescas a primera hora de la mañana y el alivio ha sido inmediato. Cuando he llegado a la cima todavía no había mucha gente y era posible sentarse a la sombra, mirar alrededor y adormecerse –y anestesiarle– con el tañer irregular, lento y narcótico de las campanas, lejos del ruido incesante de ahí abajo. El dolor se ha ido apagando poco a poco y también mi mal humor.
Durante el descenso me he girado y he tomado la foto que encabeza esta entrada. De vuelta en Chiang Mai, mientras comía, la he revisado e inmediatamente me ha venido a la memoria aquella charla con el monje. Sospecho que hacer el bien no consiste únicamente en no hacer el mal. Corrijo y aumento: sospecho que hacerse bien no consiste únicamente en no hacerse mal. En otras palabras –en las de Javier Krahe, para ser precisos–, no todo va a ser follar, habrá también que cruzar Núñez de Balboa.
A ser posible en dirección contraria.
En fin, yo qué sé. Va cayendo el sol y me voy a tomar una cerveza al North Gate, que sin duda me hará muy bien.
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